Cuento #18: El mimo de la camisa blanca con rayas negras




Cuando el mimo de camisa blanca con rayas negras se percató que había otro de su especie (luciendo una camisa roja con rayas azules) entreteniendo a su público en la esquina que le correspondía, sintió una terrible y enorme rabia.
−¡PII-PII-PII, PI PI, PIIIII! −le increpó, dirigiéndose airadamente hacia él, empujándolo por la espalda−. ¡PII-PII, PI PI! −lo insultó, para luego tomarlo por el cuello.
El otro mimo no alcanzó a reaccionar hasta que chocó su cabeza contra el escaparate de una tienda, haciéndolo temblar violentamente. Varias personas se congregaron alrededor de ellos, sin dejar de reír y gritar de felicidad; incluso la dueña del local que salió a ver de qué se trataba todo el alboroto reinante, comenzó a reírse apenas los vio enfrascados en su pelea.
−¡Piii pii pii, pii-pii-pii! −le replicó el mimo de camisa roja, haciendo el ademán de agarrar un florero invisible con su mano derecha para luego estrellarlo contra la cabeza de su atacante, provocándole una ligera pérdida del sentido y una limpia herida en su sien−. ¡Pii! −le gritó, propinándole una patada en la boca del estómago, haciendo que se doblara por la mitad.
El mimo de camisa blanca tosió sangre unas tres veces antes de percibir que su enemigo se movía detrás suyo para volver a atacarlo por la espalda, por lo que alcanzó a imaginarse un rápido y destellante escudo mágico a su alrededor, haciendo que el pie de éste rebotara y se desviara de su objetivo. Entonces tuvo el tiempo suficiente para ponerse de pie y pensar en una filosa y manipulable espada blandida por su mano derecha; acto seguido, dio un mandoble en dirección a su enemigo, el cual fue respondido por un sonoro ruido de espadas: el mimo de camisa roja también había pensado en la misma arma que él para defenderse.
−Pii-pii −sonrió, al ver que el primero se sorprendía de su rapidez.
Fue así que estuvieron por unos cuantos minutos, luchando espada contra espada, haciéndose ligeros cortes en los brazos de vez en cuando.
Para cuando el tumulto de gente a su alrededor era el triple de lo que era en un principio, los dos mimos se encontraban cansadísimos, transpirando chorros de agua sobre su ropa.
−Pii-pii, pii −dijo el mimo de camisa blanca, secándose el sudor con el dorso de su sucio guante.
−Pii, pii. Pii −le devolvió el otro, levantándole, además, el dedo del medio.
El mimo de camisa blanca hizo el gesto de arrojar su arma lejos y se incorporó, juntando sus manos para llevarlas atrás, sin separarlas. Entonces empezó a decir:
−Pi-pi… pi-pi… ¡PIII! −para invocar una enorme esfera de luz y calor que salió despedida desde la unión de sus palmas, dirigida perfectamente hacia su contrincante. No obstante, fue como si éste hubiera estado esperando un movimiento de ese estilo desde el comienzo, porque no hizo más que concentrarse y darle un golpe con la mano abierta a la esfera de energía invocada, enviándola contra tres familias de transeúntes que explotaron apenas hicieron contacto con ella, llenándolo todo de sangre.
La gente rió aún más; algunos llegaban a doblarse de la risa, sosteniéndose en los postes de luz más cercanos o en los carteles de las tiendas aledañas.
El mimo de camisa roja volvió a reír, enseñando sus dientes, mostrándose arrogante. En seguida se encogió un poco, como haciendo fuerza para lucir sus músculos, y desató un grito mudo que retumbó por todos lados, haciendo volar algunos papeles y envoltorios de comida vacíos del piso. Para cuando todos se recuperaron del efecto del aullido, vieron que el mimo se encontraba alzándose lentamente en el aire, con los brazos fuertemente apretados a un lado. Varios espectadores aplaudieron, boquiabiertos.
Entonces empezó a recitar otras palabras mágicas para invocar un nuevo y más poderoso ataque, haciendo un pausado y secuenciado movimiento con sus manos:
−¡Pii, pii… Pii.. PII!
Pero cuando su poder estaba listo para salir despedido por sus palmas, se oyeron dos disparos continuos que lo silenciaron todo.
El mimo de camisa roja se miró el pecho y descubrió que había ahí un hueco que, por supuesto, antes no estaba. Sin que pudiera pensar siquiera en ello, comenzó a descender lentamente, sintiendo cómo su vida e imaginación se iban a otro lado. Cuando volvió a tocar el piso y se hizo un ovillo en él, ya estaba totalmente muerto.
El mimo de camisa blanca, en cambio, rió una y otra vez por la mala fortuna de su enemigo, sin darse cuenta de que por las comisuras de sus labios también brotaba sangre; demoró unos cuantos segundos en darse cuenta que su estómago estaba igual de perforado que el pecho de su fallecido contrincante. Entonces utilizó todas sus energías restantes para buscar con la mirada al causante de su desgracia.
−Pii, pii −lo saludó otro mimo de camisa verde con rayas rojas, a unos cuantos metros más allá, mientras que con su mano derecha hacía el gesto de sostener firmemente una pistola a la altura de su rostro; casi se podían ver cómo salían pequeñas y finas líneas de humo desde su invisible cañón.
−Pii… −murmuró el mimo herido, desvaneciéndose de una vez por todas sobre el asfalto. Estaba completamente muerto.
−¡Pii-pii! −saludó el mimo de camisa verde a todo el público reunido. Todos le devolvieron el saludo, aplaudiendo y silbando−. ¡Pii pii, pii…! −estaba anunciando, cuando apareció de la nada otro mimo de camisa color amarillo con rayas negras detrás suyo, y aplastó su cabeza contra el suelo.
Esta vez, la gente rió mucho más fuerte que antes.

           
                       

Historia #20: Gracias al horario protegido



El horario protegido duraba desde las 11:15, hasta las 14:30. Se suponía que los alumnos debían ir a marchar a las calles por el bien social, por un futuro y un país mejor, pero la gran mayoría prefirió largarse a su casa, o fumar porros, o beber unas cuantas cervezas con sus amigos en el parque de la universidad. De hecho, para cuando el grupo de compañeros llegó al lugar, éste ya se encontraba atestado de personas; estaba claro, entonces, que pocos habían hecho caso del llamado social convocado.
Los chicos se sentaron bajo una descuidada pérgola y comenzaron a sacar las cervezas de sus mochilas, mientras que los que tenían las manos libres empezaban a armar sendos pitos de marihuana, uno tras otro. Alguien se encargó de la música, conectando unos parlantes a su celular; otros se encargaron de llamar a las mujeres, para saber si iban a llegar o no. Se destaparon las latas, se fumaron los primeros porros, sonaron los primeros acordes de Jammin, se entrecerraron (inconscientemente) muchos ojos antes de tornarse rojos. Al cabo de un rato llegaron las mujeres, aún con sus delantales de las Prácticas de Observación encima, con unas cuantas botellas de pisco y vodka escondidas en sus mochilas. Muchos reían, el volumen y la cadencia de las voces aumentaban. Se sirvieron los tragos, se destaparon otras latas, se fumaron más pitos de marihuana. Bob Marley dio paso a Cultura Profética, Cultura Profética a The Doors, The Doors a Hechizo, y Hechizo a Grupo Red. Nadie entendía nada. Nadie tenía noción de la hora que era; el que el horario protegido durara hasta las 14:30 poco importaba: ya muchos habían dado por sentado que se ausentarían durante las clases de la tarde.
–¡Salud! –exclamó uno de los chicos.
–¡Salud! –imitaron los demás, alzando lo que tenían en sus manos.
−¡Por el horario protegido!
−¡Por el horario protegido!
Alguien se encargó de pedirle dinero a los presentes, para juntarlo y así ir a la casa de un vendedor a comprar más marihuana; resultaba que ya se habían fumado toda la que tenían. Tras la pérgola, había una pareja besándose apasionadamente, como si no les importaran las miradas perplejas de los demás. A muchos ya le había entrado el hambre; otros cuantos sólo querían vomitarlo todo. Todo se había tornado caótico en muy poco tiempo.
Hasta que alguien preguntó sobre el chico que había ido a comprar marihuana. Nadie sabía nada de él, y ya había pasado un buen rato desde que se había marchado. Lo llamaron a su celular, pero no contestaba.
−Al menos lo tiene prendido –comentó alguien, refiriéndose a su celular.
Muchos se alzaron de hombros, como si no les importara mucho la cosa; los demás apretaron los dientes, temiendo que el implicado se hubiera largado con todo el dinero recolectado.
−Ya volverá –dijo alguien, buscando entre los despojos de las latas una que no estuviera completamente vacía.
Uno de los amigos, con toda su capacidad mental reducida y dañada, pensó en que era raro que los grupos de chicas que iban al baño no volvieran después de tantos minutos lejos; mas no se lo comentó a nadie, pues nadie parecía preocuparse por ello. La pareja que se estaba besando había desaparecido; los ánimos se estaban relajando un poco; la cumbia ya no parecía ser el mejor estilo de música para escuchar en ese momento.
−¿Qué pongo? –dijo uno de los compañeros, refiriéndose a la música.
−No sé; la radio yo cacho.
−Güena.
Y dicho esto, tomó el celular encargado de la fiesta y encendió su radio, encontrándose con un montón de estática en cada una de sus emisoras, cosa que, a decir verdad, a nadie pareció extrañarle mucho, dado que a veces la señal era horrible en lugares como ése; hasta que, casi llegando al final del dial digital, el chico que manipulaba el aparato se encontró con un mensaje bastante particular, apenas audible. Al principio no pudo regularlo de la manera correcta, pero al cabo de un rato logró sintonizarlo lo mejor que pudo.
El mensaje decía más o menos así:
¡No hay nadie con vida! ¡Están todos muertos! ¡Repito! ¡Están todos muertos! ¡Permanezcan en un lugar seguro hasta que haya más información! ¡Repito! ¡Están todos muertos!
−¿Qué mierda significa eso?
−No lo sé.
A lo lejos se vio un enorme joven de dreadlocks acercarse a ellos. Con toda seguridad, venía a conseguir un encendedor, fósforos o papelillos para liar otro pito de marihuana. Sin embargo, para cuando se hubo aproximado lo suficiente hasta la pérgola, los chicos notaron que su semblante estaba casi gris, los ojos pequeñísimos, y que se movía con un extraño peso en sus pies; tropezó con las raíces de un árbol, mas no cayó y siguió avanzando.
−Hola, hermano. ¿Necesitas fuego de nuevo? –quiso saber uno de los chicos, buscando instintivamente su encendedor en sus bolsillos. Pero sólo hubo un gruñido como por toda respuesta. “Está volao’”, pensó, antes de ver que el joven de los dreads alzaba sus brazos como para abrazarlo; para cuando vio que éste empezaba a mostrar sus dientes como un animal hambriento, ya era demasiado tarde: el alcohol y las drogas habían neutralizado casi todos sus buenos reflejos. Luego de abalanzarse encima suyo, el tipo de los dreads lo arrojó al piso para desgarrarle el cuello a brutales dentelladas.
Ninguno de los compañeros supo qué hacer: sólo se dedicaron a gritar y a mirar la escena con asco y horror; hasta que alguien, movido por la rabia y el shock, arrancó uno de los palos de una banca y, sin pensarlo dos veces, la enterró en la espalda del atacante al menos unas cuatro veces, dejando grandes trozos de astillas en cada una de sus heridas provocadas…; pero el tipo de los dreads seguía vivo.
−¡Conchetumare…!
Para cuando el chico armado con el palo giró sobre sus talones para ver a sus demás amigos, comprobó que estos ya habían echado a correr lejos, dejándolo atrás con todas sus demás pertenencias. Entonces escuchó un gruñido y un gorgotear apagado y moribundo: el joven de los dreads se estaba levantando trabajosamente, mientras que su amigo herido, bajo su cuerpo, lo miraba en silencio, con rabia, lleno de sangre, con la garganta abierta, destrozada, como queriendo decir: no me dejes, hijo de perra.
Pero tenía que ser así: se tenía que marchar; tenía que irse por el bien de su vida.
Entonces dio media vuelta y se largó, saltando torpemente una de las bancas llena de latas vacías, dejando atrás el mensaje lleno de estática que no paraba de salir por los parlantes, a todo volumen.
Una vez en el terreno plano y lleno de vegetación del parque, el chico pudo darse cuenta por qué todos los que se habían marchado para ir al baño no habían vuelto a la fiesta: habían enormes grupos de jóvenes atacando a sus propios amigos, mordiéndolos de gravedad, saltando encima de ellos, arrancándoles los brazos, mutilando sus rostros con violencia. Un par de chicos que habían huido antes que él de la pérgola, se habían encontrado con ellos de frente, siendo rodeados en un abrir y cerrar de ojos, para ser devorados con una rapidez sorprendente; los gritos no dejaban de taladrar los oídos de los que aún permanecían con vida.  
−¡Mierda!
El chico miró al baño con la esperanza de que ahí no hubiera nadie, pero los manchones de sangre en sus paredes y los cuerpos de unas cuantas chicas heridas de gravedad levantándose como si despertaran de un largo sueño, le alertaron que aquél no parecía un lugar muy seguro. Más allá, en otra de las pérgolas repartidas por el parque, unos cuantos estudiantes luchaban por sus vidas armados de fierros y cuchillas, hiriendo a la gran mayoría que trataba de comerlos…; hasta que el número de los atacantes los repasó notoriamente en número y no pudieron hacer nada más, salvo chillar de dolor a cada mordisco que les propinaban.
El chico no sabía qué mierda ocurría; su cabeza sólo le decía: ¡corre, corre, corre, corre!
Trató de encontrar con la mirada un lugar seguro por el cual correr, lo focalizó y echó a andar, consciente de estar jugando una de sus últimas cartas para poder sobrevivir el inexplicable caos que se había desatado. A medida que el terreno del parque se iba abriendo, no dejaban de aparecer rastros de pelea y sangre; algunos chicos se encontraban agachados, comiéndose lentamente los restos de sus amigos; otros no dejaban de caerse una y otra vez, como si sus pies no pudieran sostenerlos como correspondía; un par de secretarias de la facultad escapaban de un hambriento profesor sin dejar de pedir ayuda a gritos, hasta que una quebró uno de los tacones de sus zapatos y cayó al suelo, sin dejar de chillar…
El chico no miró atrás en ningún momento, sólo avanzó, pensando vagamente en su familia…
La entrada de la universidad se hallaba vacía, salvo por algunos puntos en que habían unos cuantos cadáveres desmembrados; cuando el chico vio a la señora que solía venderle cigarros sueltos sin la mitad de su cara, toda desparramada, con un extraño gesto de horror en lo que quedaba de ella, pensó en que nunca se había llegado a imaginar que pudiera verla muerta, después de todo.
Además de eso, no había nada más.
Entonces lo recordó todo, como un chispazo: el horario protegido, la marcha, la fiesta, las clases de las 14:30 horas…
Probablemente aún tuviera la posibilidad de volver a casa sano y salvo.
Atravesó la entrada de la universidad trotando, encontrando, para su suerte, que del otro lado no había nada. Absolutamente nadie. Del parque a su espalda sólo provenían más gritos, gruñidos y sonidos de cumbia a todo volumen. Todo parecía estar marchando de su lado.
Hasta que los vio doblar en la esquina, en dirección al mismo punto en el que se hallaba: filas y filas de estudiantes comprometidos con el movimiento social se acercaban lentamente, arrastrando los pies, con las bocas desencajadas y la mirada perdida; habían dejado atrás sus pancartas y gritos de manifestantes, sólo seguían adelante con su hambre y sus deseos de cambiar las cosas.
El chico los miró con regocijo, caminando lentamente hacia atrás, sin quitarles la mirada de encima, viendo cómo aparecían más y más de ellos.
−Conchetumare… −balbuceó, sintiendo una extraña sensación anidar en su estómago.
Para cuando los manifestantes empezaron a correr hacia él, así, sin previo aviso, el chico estaba más o menos listo para hacer también lo suyo: dio media vuelta y dio lo mejor de sí mismo, completamente seguro de que de todos modos no sería suficiente, seguro de que cuando lo mataran a mordiscos como a sus demás amigos, le iba a doler tanto, tanto, que odiaría no haber fumado más marihuana cuando tuvo la oportunidad.