El autor estadounidense William
S. Burroughs señalaba que el lenguaje humano es un virus alienígena caído del
espacio exterior, capaz de nutrir y separar a la misma raza que la utiliza como
instrumento, de su propia e intrínseca naturaleza. Hablaba también de un
desapego de la esencia natural apenas el virus ingresaba en el cuerpo de una
persona, dándole la capacidad para nombrar cosas a la vez que se olvidaba del
verdadero objetivo de ellas. En palabras más simples, si un ser vivo tiene sed,
instintivamente buscará alguna fuente de “agua” para poder beber y satisfacer
su necesidad: el ser bebe “agua”, la sed se calma. Sin embargo, siguiendo la misma
línea del ejemplo, el humano, al emplear el lenguaje (o este virus alienígena),
no solo buscará una fuente de “agua” para sobrevivir, sino que buscará una
fuente de “agua potable”, porque tiene consciencia de que hay líquidos que le
hacen bien, así como hay líquidos que le hacen mal. Y bueno, llevando el caso
más allá, el humano al referirse al “agua potable” para saciar su sed, puede
estar pensando, quizá, en una botella de “agua mineralizada sin gas” (porque el
“agua mineralizada con gas” le provoca problemas estomacales), o tal vez en una
botella de “agua isotónica”, o simplemente en un vaso de “agua con hielo”, pero
ya no piensa en la misma fuente de “agua” que el zorro sediento, el pájaro
cansado o la abeja trabajólica. De cierta manera, y como el mismo Burroughs
dice, el lenguaje nos quitó las raíces naturales de nuestra esencia para
nombrar y dividirlo todo.
Menciono
todo esto porque ahora, a casi treinta años de la muerte de Burroughs, sus
palabras me hacen un sentido enorme. Y cómo no, si hoy en día todo conlleva un
rótulo incluso muchas veces innecesario, palabras que, en vez de unir, dividen
y generan inestabilidad a donde quiera que veamos.
Podríamos
empezar con un ejercicio simple, viejo y a la vez actual: la política. Es de
conocimiento histórico que la gente se ha dividido siempre en bandos diferentes
según sus ideas, ideales, metas y objetivos (no todos altruistas, por supuesto),
así como también es de conocimiento popular que los actores políticos más altos
son quienes aprovecharon esto para generar una brecha que, desde la
civilización griega hasta el día de hoy, sólo crece más y más a medida que
avanza el tiempo. Así fue como, a grandes rasgos y en términos políticos, nació
la “izquierda” y la “derecha” para representar a quienes: creían en algo en
particular, y a sus opositores.
Obviamente tanto la “izquierda”
como la “derecha”, ambas referencias a extremidades opuestas de un sinnúmero de
especies pluricelulares con las que compartimos nuestro mundo, acuñan ideas y
perspectivas del mundo distintas: mientras la gente de “izquierda” cree −a grandes rasgos− en el
poder popular, los de “derecha” piensan que el totalitarismo es la vía correcta
para el desarrollo de la humanidad. No obstante, a medida que avanzan los años,
el verdadero fin de ambas palabras (en términos políticos) se ha ido perdiendo
en un mar de significados erróneos hasta dar con nuevos rótulos que aún siguen separando
más a la gente según sus creencias y pensamientos. Así tenemos ahora la “centro
izquierda”, la “ultra derecha”, la “derecha cristiana”, la “izquierda comunista”,
etcétera, etcétera, entre otras tantas, a partir de dos simples posiciones.
Muchos podrán decir que
esto es importante, porque así cada persona gana una relevancia más ajustada a
lo que piensa, vive y visiona. Y en cierta manera está bien, porque a cada día
que pasa, más necesitamos ser reconocidos y considerados a partir de nuestras
creencias y perspectivas, ser de una sola línea, como quien dice
coloquialmente.
Sin embargo, y sin que
nos hayamos dado cuenta, el virus del lenguaje ya ha hecho lo suyo: está
completamente dentro de nuestro ADN, dividiéndonos lentamente los unos de los
otros. Ya no pensamos a partir de nuestros instintos ni actuamos en base a lo
que necesitamos, sino que todo lo contrario: pensamos y actuamos en base a rótulos
y etiquetas no sólo para complacernos, sino que para complacer a los demás que
también esperan algo de nuestro rótulo o etiqueta autoimpuesta.
Claro, muchos dirán que ser
de “izquierda” inminentemente te hace creer en el comunismo, o que por ser de “derecha”
de inmediato querrás que los pobres mueran bajo la bota militar del dictador de
turno, pero no necesariamente es así. La etiqueta autoimpuesta (o puesta por los
demás o por alguien en específico) será querida por algunos −que comparten o buscan la misma etiqueta−, o
será odiada por quienes piensan de modo contrario a ella, pero siempre te
llevará a otro grupo cuyos integrantes se parezcan a ti.
Por supuesto, una etiqueta o rótulo te
llevará a un grupo específico de personas, y si te sientes inconforme con ese
grupo, ya sea por diferentes razones o visiones de mundo, probablemente tendrás
que buscar a otro grupo, quizá un tanto más reducido en número comparado con el
anterior, que verdaderamente se ajuste a lo que piensas.
Pero a la larga, entre más divisiones tras
divisiones que se hagan, en vez de fortalecer una idea, sólo se desintegra más
y más hasta perder la fuerza esperada.
Pondré un caso todavía más cercano a la
gente: los movimientos sociales.
Últimamente se ha visto alrededor de todo el
mundo cómo la gente se levanta en conjunto para hacerle frente a un sistema que
debiera eliminarse. Todos coinciden en lo mismo, y habría que ser un ciego para
no percatarse de que una gran mayoría está cansada de los abusos de los tiempos
modernos. Sin embargo, y a medida que los meses y años avanzan, los estallidos
sociales ocurridos por la rabia, la ira, la pena y la desesperación, todos
sentimientos primitivos en el ser humano, se han visto mermados por nada más y
nada menos que rótulos o etiquetas.
Hoy en día ya no es una persona quien se manifiesta
en contra del sistema en sí, sino que es una persona que se manifiesta por un
problema en particular. Si antes todos los manifestantes querían un cambio estructural
y profundo en la vida que vivimos como seres de un mismo mundo, ahora se puede
hacer una clara diferenciación entre las personas que buscan empezar el sistema
desde cero, de aquellos que sólo quieren subir sus sueldos, los que quieren una
educación mejor y gratuita, los que desean derechos para los animales, los que
desean mejores derechos para los niños, etcétera.
En la práctica, la división no me parece
maligna ni demoniaca, porque muchas veces es necesario desmarcarse del todo
para poder conocer lo singular; no obstante, al ponernos un rótulo, una
etiqueta o llamarnos encarecidamente de una manera, no hacemos más que
restarnos y separarnos de los demás. Quizá un carnívoro y un vegano piensen de
la misma forma y acudan a las mismas manifestaciones organizadas; quizá piensen
que la policía es una mierda o que los gobernantes son unos ineptos que merecen
la muerte. Pero a la hora de presentarse con sus etiquetas frente a la
sociedad, quizá ya no quieran verse metidos en el mismo grupo. ¿Un carnívoro
marchando con un vegano? ¡No, ni hablar, eso va contra todas nuestras reglas
personales! Y así, suma y sigue.
Los escritores de ficción no son muy amigos
de los autores de obras dramáticas, los músicos de heavy metal no soportan a
los que tocan jazz, y los hinchas del Colo Colo darían lo que fuera por ver
humillados a los seguidores de la U. de Chile. Tal vez todos quieran ver arder
el sistema capitalista que los retiene y los sume en la miseria, pero a la hora
de ver manchados sus rótulos, sus etiquetas, la imagen que le dan al mundo,
decidan desligarse de cualquier movimiento que los pueda ver hombro con hombro.
Casos en que la regla ha sido omitida existen
muchos; es cosa de recordar que en Chile muchas hinchadas de equipos rivales
marcharon juntas en las manifestaciones posteriores al 18 de octubre pasado,
grupos de gente que no dudaban en violentarse los unos con los otros a la más
mínima provocación ahora unidas para hacerle frente a la policía prepotente y
represora. Pero desde eso, no he vuelto a presenciar una unión significativa
hasta la fecha. (No menciono las campañas sociales de ayuda, puesto que la
gente, en su gran mayoría, sólo colabora con éstas para ganar una etiqueta social
especial muy distinta de la que suelen mostrarle a los demás en su día a día.
Como bien dijo Kant: el hombre arribista, tacaño y de malos modales no ganará
el rótulo de “bondadoso” o “caritativo” sólo por una acción en su vida, así
como Hitler no podría tener el título de “buena persona” sólo por ser “vegetariano”
pasando por alto todos sus crímenes).
Los romanos señalaban que dividir era conquistar,
y hoy en día, con este virus del lenguaje en nuestro interior, el mismo que nos
impide ver lo esencial, lo importante, nuestra naturaleza misma, parece estar
más que nunca en lo correcto.
Quizá el lenguaje no sea un virus alienígena
como sostenía William S. Burroughs; quizá sea un virus terrestre creado por
unos pocos, unos visionarios que previeron que el pueblo jamás podría hacerles
nada si éste perdía fuerza al separarse. Y a casi treinta años de estas
palabras, creo más que nunca en que señalaban lo correcto.