Cuento #102: Un huésped


Como la casa de Andrea, su amiga, estaba a veinte minutos a pie de la suya, Susana no creyó necesario llamar a un Uber para acortar el breve trecho que separaba una de la otra. La fiesta de Andrea había vivido su apogeo a eso de las una de la madrugada con la llegada de un montón de gente atiborrada de botellas de cerveza y pisco, pero cuando el reloj estaba a punto de marcar las cuatro de la noche, la casa parecía haberse vaciado sin que nadie pudiera notar a ciencia cierta en qué momento habían partido todos. Siempre ocurría así, de todas maneras; era algo en lo que te podías fijar cuando eras la única (o bien parte del exiguo porcentaje de personas) que no tomaban alcohol mientras todos los demás se hacían mierda el hígado.
            Al momento de despedirse de su amiga en el vestíbulo, Andrea, con modular pastoso y la mirada nublada, le dijo que por qué no se quedaba a dormir ahí con ella, que no había problema para alojarla hasta la mañana siguiente, o que ella misma podía llamar y pagarle a un Uber para ahorrarle la caminata hasta su hogar.
            No te preocupís –le dijo Susana, poniendo una mano en el hombro de su amiga−. Me demoro como veinte minutos en llegar a mi casa.
            −Pero te puede pasar una güeá mala –arguyó Andrea, con un dejo casi suplicante−. No quiero tener que mirar mañana las noticias y ver que erís un nuevo caso del Asesino de las Cabezas.
            Susana no pudo evitar sentir un escalofrío al recordar al Asesino de las Cabezas.
            −Na’, no me pasará nada, tranquila –dijo ella, haciendo un gesto vago con la mano.
            Afuera, en el patio, unas diez personas continuaban bailando al ritmo del trap con movimientos bastante torpes, riendo divertidos. Susana no pudo evitar pensar en la resaca que padecerían todos ellos al día siguiente, a eso del mediodía y durante toda la tarde, si no tenían la suerte suficiente.
            −¿Qué se siente haber sido la más sobria de la fiesta? –le preguntó Andrea.
            −Me siento avergonzada de todo lo que he hecho bajo los efectos del copete hasta ahora, como para no volver a tomar nunca más en la vida.
Susana, que le había prestado principal atención a la desenvoltura de sus amigos a medida que avanzaba la fiesta, sintió un extraño momento tragametierra al percatarse que probablemente (con toda seguridad, para ser más sincera) había realizado las mismas acciones estúpidas que hacían ellos sin apenas darse cuenta del aspecto que ofrecía. Sentía que se le encendían las mejillas de inmediato de sólo imaginar a alguien totalmente sobrio observándola bailar con sus amigos, desinhibida y chillona, gritando como si se fuera a acabar el mundo.
−No te vai’ a dar ni cuenta cuando pasen los dos meses de censura –dijo Andrea, guiñándole un ojo a su amiga−. Ese día vamo’ a celebrar como Dios manda.
−Totalmente –Susana sacó su celular de su chaqueta y miró la hora−. Creo que es hora de irme, Andre.
−¿Segura no querí’ que te llame a un Uber?
−Tranquila, de verdad –le calmó Susana−. Y si mañana no aparezco, intenta con la Ouija. Siempre me ha llamado la atención saber cómo sería conectarse desde el más allá con una amiga de este lado. Podríai’ escribir algo al respecto después de tu experiencia.
Andrea le dio un suave puñetazo en el hombro a su amiga.
−¡No seai’ tonta, no digai’ eso!
−Es broma –dijo Susana−. Si muriera, te vendría a fastidiar mientras meas.
Andrea se desternilló de la risa por el comentario. Susana no pudo evitar pensar en que su amiga tendría una resaca de mierda igual de potente que las de sus amigos al día siguiente.
−Sólo espero me llamís cuando lleguís a tu casa –le dijo Andrea, conduciéndola a la entrada de su hogar−. Nos vemos mañana, pa’ lo del trabajo del profe Contreras.
−Sí, no te preocupís –se despidió Susana, besando la comisura de los labios de su amiga. Acto seguido, y a la vez que extraía sus audífonos del bolsillo de su chaqueta bajo la a esa hora desvaída luz naranja de los faroles, dio media vuelta y encaminó por el pasaje en dirección a su casa. Se llevó una muy mala sorpresa, sin embargo, al caer en la cuenta que por culpa del casi nulo nivel de batería de su aparato, no podría amenizar el trayecto con algo de música; de haber sabido que su viaje de retorno a casa sería bajo esas condiciones, habría considerado mejor la propuesta de un Uber por parte de Andrea. Chasqueando la lengua, Susana devolvió los audífonos al bolsillo de su chaqueta enrollándolos con cuidado, y prosiguió con su camino.
Era extraño recorrer el mismo trayecto caminado en tantas ocasiones previas en un estado totalmente distinto al que estaba acostumbrada, sobre todo considerando la ausencia de música de fondo por la grandísima culpa de la batería de su celular. Las caminatas por las calles desoladas siempre le habían parecido a Susana una excelente oportunidad para clarificar sus pensamientos, estructurar las ideas que revoloteaban por su cabeza y encontrarle solución a muchos de sus entuertos mentales de carácter ansioso. Sin embargo, consideraba que existía una gran diferencia entre hacerlo borracha, con hacerlo totalmente sobria como lo estaba esa noche por culpa de su medicación prescrita. Y si debía ser sincera, hacerlo bajo los efectos del alcohol era mucho mejor que hacerlo sin ninguna gota de éste en el cuerpo.
Pero así estaban las cosas: su maldito acné, inusual para sus veintisiete años de edad pero totalmente razonable por su estilo de vida nervioso y apresurado como el de los muchos trabajadores que sacrifican más de lo que ganan, le había llevado a padecer de un desorden hormonal solucionable con el (¡vaya ironía!) consumo de más hormonas, encapsuladas y dañinas para su sistema digestivo. De ahí que su médico le recetara alejarse de su hábito alcohólico si no quería hacer sufrir a su pobre y resentido hígado. No obstante, Susana había llegado a pensar con todo esto si las pastillas que tomaba la gente para solucionar sus múltiples problemas eran parte de la cura, o realmente eran parte de la enfermedad.
Al cambiar de dirección por un pasaje perpendicular, Susana dio de lleno con una corriente de aire que soplaba a lo largo de éste, desde la costa hacia la cordillera, provocando que la joven alzara el cuello de su chaqueta, tratando de cubrir su boca con ella, y apretara sus músculos en un vano intento de mantener el calor de su cuerpo. Susana pensó que de estar borracha, el viento no hubiera sido más que un detalle en el trayecto hasta su cama; pero como su inconsciente bien se lo repetía incesantemente en ese escenario tan frecuente como lo eran los fines de semana, esta vez no se encontraba en estado de embriaguez, y cada paso que daba tenía la solidez de un acontecimiento único en medio de la noche. Era como uno de esos cuentos de Poe en que el protagonista camina silenciosamente por la calle escuchando el eco de sus propias pisadas, resguardándose de la niebla, taciturno.
Susana iba tan enfrascada en sus pensamientos, tratando de refugiarse como pudiera del frío que le calaba hasta los huesos, que al principio no escuchó a la pequeña criatura a un costado de la calle. A lo lejos pasó una camioneta a una velocidad demencial, justamente por la avenida paralela a la calle por la que caminaba, ahogando los primeros maullidos que pudieran alertarla de su presencia. Pero el incesante llamado del diminuto ovillo negro apegado a la pared hizo que la joven parara en seco y mirara en derredor para dar con la fuente de aquellos sonidos, sintiendo un extraño vuelco en el corazón. Un gatito de pelaje oscuro y sucio, tiritando violentamente, se hallaba entre los pliegues de una chaqueta de mezclilla harapienta, maullando hambriento y desesperado por algo de ayuda. Susana no pudo evitar recordar a Margaret, su propia gata muerta por un perro unos seis meses atrás, cuando apenas había llegado a sus manos.
–¡Minino! –dijo inconscientemente Susana antes de abalanzarse hacia el gato y tomarlo con cuidado. Su cuerpo, ante el más mínimo contacto, podía declararse totalmente hinchado por los parásitos, al igual que su pelo sin lustrar hacía notar un claro indicio de que había sido separado de su madre desde hacía días; y a juzgar por las pequeñas manchas de sangre que habían en el pecho de la chaqueta de mezclilla en la que se hallaba, Susana pensó que también estaba herido, pero luego de echarle una revisada rápida bajo la luz de los faroles, constató que al menos no tenía ninguna abierta en ese momento.
El gato no dejó de maullar en ningún instante, como protestando por saber dónde se hallaba su verdadera madre. Pero Susana ya había tomado la decisión de tenerlo consigo en casa por al menos esa noche: con el frío que hacía y el viento que soplaba, no distaba mucho de la realidad el hecho de encontrarlo muerto al día siguiente, entre la ruinosa chaqueta de mezclilla perteneciente a algún vagabundo… si es que un perro hambriento ya no se había dado un frugal desayuno con sus restos. Por esa razón no tardó en acurrucar al gatito dentro de su chaqueta y avanzar a zancadas en dirección a su casa. Susana pensó en que después de todo había sido una fortuna que la batería de su celular no diera abasto para la reproducción de canciones para el viaje de vuelta; de lo contrario, jamás habría oído al animal clamar por ayuda.
Susana no quería ni pensar si su mamá llegaba a despertarse para ir al baño mientras ella improvisaba un camastro para el animal en su cuarto; ya adivinaba cuáles podían ser sus reacciones y argumentos en caso de llegar a ocurrir una situación como ésta, pero si pasaban desapercibidos hasta la mañana siguiente, todo podía ser expuesto y explicado con mayor claridad que a esas horas de la madrugada. Susana sólo esperaba que el gato no se volviera loco maullando, extrañado por las luces ni por el ambiente del sitio al que ella lo había acarreado.
Pero cuando la joven llegó a su casa, el pequeño animal parecía desesperado, chillando y retorciéndose en la mano de Susana como si salir de su puño fuera lo que más le importara en la vida. Debido a esto y al frío que entumecía sus dedos, sacar el manojo de llaves de su chaqueta y abrir las puertas que la separaban de su interior, fue toda una proeza para Susana, que en determinado momento creyó que el gato iba a terminar por soltarse de su mano e iba a caer de lleno contra el piso, lastimándose seriamente.
Una vez dentro, y urgida por no alertar a su madre de su presencia, Susana avanzó rápidamente hasta su cuarto con el gato en la mano sin encender las luces y se encerró en él para amortiguar el sonido de sus maullidos. Consideraba toda una suerte que no hubiera una sola gota de alcohol en su cuerpo, porque de lo contrario habría actuado de manera escandalosa, torpe y poco eficaz; en ese estado soñoliento pero claro en el que se encontraba, Susana se hallaba capaz de hacer las cosas de forma mucho más silenciosa que bajo los efectos de la cerveza y el vino.
Así fue que la joven depositó al gato negro en el interior de su ropero (en el espacio libre y oscuro bajo sus chaquetas) esperando que no terminara por hacer algo repulsivo que limpiar luego, y se dirigió con rapidez al patio de su casa en búsqueda de algo con qué prepararle una cama y mantenerlo abrigado. Susana pensó que podría haberles dado un nuevo uso a las viejas pertenencias de Margaret, pero en su afán de no recordarla tan dolorosamente como le era posible, había terminado por regalar todos sus juguetes, pocillos y atuendos a un grupo de jóvenes dedicados al cuidado y crianza de felinos sin hogar. Suponía que eso era lo mejor que podía haber hecho con ellos, pero en la situación en la que se hallaba, escuchando los quedos maullidos del gato encontrado, asordinados por las paredes y las puertas que la separaban de su cuarto, cayó en la cuenta de que a pesar de las negativas de su mamá, tarde o temprano iba a terminar encontrando a un gato al cual encariñarse y darle los mismos cuidados que para con Margaret.
Susana ya podía escuchar a su madre diciéndole que para qué traía otro gato a la casa, si al final se morían devorados por los perros o envenenados por los vecinos, y ahí quedaba todo, en lágrimas, penas y un dolor latente por meses. Ya había ocurrido con Panchito, Ivanna y Margaret; lógicamente también sucedería con el gato negro que esperaba algo de comida y cariño dentro del guardarropa de Susana, por supuesto.
La joven dio con la caja de unos zapatos que le había regalado a su mamá para el día de su cumpleaños hacía un par de meses atrás, en el viejo mueble de las bolsas plásticas, con espacio más que suficiente para que cupiera la criatura, y con un chaleco gris suyo en el cesto de la ropa sucia que, si bien estaba viejo y contaba con mucho tiempo de uso, con una buena lavada de la lavadora podía eliminar cualquier parásito que el animal pudiera dejar en él. Acto seguido, y con la impertinente idea de que su mamá aparecería en cualquier momento para preguntarle a qué se debía tanto ruido molesto, Susana fue a la cocina para calentar un poco de leche en un vaso de metal sobre uno de los fogones y verterlo luego en un pocillo en el que dejaban las aceitunas durante el almuerzo. Con todo eso listo, el chaleco dentro de la caja de zapatos y el pocillo con leche tibia en la otra mano, la joven se aseguró de haber dejado todas las puertas cerradas y la cocina apagada tras ella para volver a su cuarto antes que el gato pequeño comenzara a maullar más fuerte.
En un inicio, Susana supuso que el gato se había acostumbrado a la oscuridad reinante de su guardarropa más por un asunto de no saber reaccionar a su nuevo ambiente y dejarse vencer por sus propios miedos instintivos, que como un acto de obediencia y empatía hacia su salvadora; lo había visto otras veces en sus gatos que tras una pelea con otro animal, o tras hallarse encerrados por mucho rato en un lugar incómodo, se mantenían en un silencio afectado digno de una secuela de guerra.
Sin embargo el gato no se encontraba donde lo había dejado. Susana, depositando la caja con el chaleco adentro y el pocillo con leche tibia a un lado, removió las cajas plásticas en las que guardaba sus calcetines y calzones para comprobar si el animal no se había escurrido tras ellas, sin lograr dar con ningún rastro suyo por culpa de la escasa luz que la acompañaba. ¿Y si el gato se había escapado? ¿Y si el animal andaba ahora por el pasillo de su casa, perdido en la oscuridad reinante, dispuesto a ponerse a llorar en cualquier momento? Susana pensó que el gato, de haberse escapado, no podía haber ido muy lejos; y bueno, tampoco era que hubiera demorado mucho encontrando la caja y su chaleco gris y sucio en el patio, ¿no?; aunque a decir verdad, ¿había escuchado ella maullar al gato mientras calentaba la leche en la cocina, o mientras comprobaba que la caja de los últimos zapatos de su mamá no se encontraba llena de botones y costuras de emergencia? No podía responder con certeza, pues no se había fijado en aquellos detalles.
Con un movimiento rápido, y esperando que en cualquier momento el gato anunciara (o hiciera peligrar) su estadía en casa esa madrugada, Susana se incorporó y buscó en su mesa de noche una linterna para emergencias que siempre tenía a mano debido a los últimos temblores nocturnos. Con ella en ristre, y sin saber muy bien por qué, la joven decidió echar una última y rápida mirada al guardarropa antes de buscar al gato por el pasillo y el vestíbulo de la casa. Así, con la sorpresa propia de alguien que ve un elemento particular que antes no se encontraba ahí, Susana se enteró de que lo que había imaginado como un manchón en la madera de uno de los ángulos interiores del mueble, era en realidad una mancha de líquido oscuro, viscoso y fresco.
Susana temió lo peor: el gatito que acababa de encontrar en la calle, el que pretendía cuidar, salvar y hasta ojalá darle un nuevo hogar, había muerto dolorosamente. La joven se llevó su mano desocupada a la boca sin poder creerlo, incapaz de soltar un graznido de dolor siquiera. El gatito…, el pobre gatito…
Pero Susana, tratando de dimensionar el tamaño de todo lo que acababa de suceder, removió los colgadores de sus chaquetas con el fin de despejar la zona de la mancha en la madera y así poder apreciar mejor el panorama desalentador que se le ofrecía. No le bastó mucho tiempo, no obstante, percatarse que lo que ella había intuido en un comienzo como un líquido oscuro, viscoso y fresco, era en realidad el cuerpo del gato negro aplastado contra la madera, como si hubiera estallado una potente bomba en su interior, dejando su pelaje adherido a ella y todo el ambiente lleno de un olor nauseabundo, y que en dirección al techo del guardarropa, se extendía una fina pero enfática línea de sangre (oscura, viscosa, fresca) desde su ubicación, como si algo hubiera escapado de su interior y se hubiera escondido entre sus chaquetas, algo que la observaba en ese instante y se preparaba para maullar, gritar o chillar.
Fue el sonido de la linterna estrellarse contra el suelo de su cuarto el que la trajo de vuelta al mundo de los vivos, sobresaltada y con la boca totalmente reseca. Acababa de soñar con maullidos y gritos de angustia, pero si le pidieran reconstruir el sueño del que apenas despertaba, no habría sabido decir ni siquiera qué era lo último que había visto. Los sueños son frágiles, solía decir ella cuando despertaba y no recordaba las imágenes difusas que se le habían presentado.
La mujer se restregó los ojos antes de percatarse que seguía siendo de noche y que su habitación se encontraba sumida en la oscuridad.
Por un momento sintió un miedo horrible e inexplicable; pensó que continuaba dentro de su sueño, que debía hacer un esfuerzo para despertar de una vez por todas y encontrarse recibiendo un nuevo día.
La mujer se llevó un susto terrible al ver que la puerta de su cuarto se abría los centímetros suficientes para dejar ver la silueta de una muchacha de pie del otro lado. Tenía los hombros caídos, la cabeza inclinada y los ojos muy brillosos.
−¿Susana? –llamó la mujer, pero obtuvo un pesado silencio como por toda respuesta.