Como
la casa de Andrea, su amiga, estaba a veinte minutos a pie de la suya, Susana
no creyó necesario llamar a un Uber para acortar el breve trecho que separaba
una de la otra. La fiesta de Andrea había vivido su apogeo a eso de las una de
la madrugada con la llegada de un montón de gente atiborrada de botellas de
cerveza y pisco, pero cuando el reloj estaba a punto de marcar las cuatro de la
noche, la casa parecía haberse vaciado sin que nadie pudiera notar a ciencia
cierta en qué momento habían partido todos. Siempre ocurría así, de todas
maneras; era algo en lo que te podías fijar cuando eras la única (o bien parte
del exiguo porcentaje de personas) que no tomaban alcohol mientras todos los
demás se hacían mierda el hígado.
Al momento de despedirse de su amiga
en el vestíbulo, Andrea, con modular pastoso y la mirada nublada, le dijo que
por qué no se quedaba a dormir ahí con ella, que no había problema para
alojarla hasta la mañana siguiente, o que ella misma podía llamar y pagarle a un Uber para ahorrarle la caminata hasta su hogar.
−No te preocupís –le dijo Susana,
poniendo una mano en el hombro de su amiga−. Me demoro como veinte minutos en
llegar a mi casa.
−Pero te puede pasar una güeá mala
–arguyó Andrea, con un dejo casi suplicante−. No quiero tener que mirar mañana
las noticias y ver que erís un nuevo caso del Asesino de las Cabezas.
Susana no pudo evitar sentir un
escalofrío al recordar al Asesino de las Cabezas.
−Na’, no me pasará nada, tranquila
–dijo ella, haciendo un gesto vago con la mano.
Afuera, en el patio, unas diez
personas continuaban bailando al ritmo del trap con movimientos bastante
torpes, riendo divertidos. Susana no pudo evitar pensar en la resaca que
padecerían todos ellos al día siguiente, a eso del mediodía y durante toda la
tarde, si no tenían la suerte suficiente.
−¿Qué se siente haber sido la más
sobria de la fiesta? –le preguntó Andrea.
−Me siento avergonzada de todo
lo que he hecho bajo los efectos del copete hasta ahora, como para no
volver a tomar nunca más en la vida.
Susana,
que le había prestado principal atención a la desenvoltura de sus amigos a
medida que avanzaba la fiesta, sintió un extraño momento tragametierra al
percatarse que probablemente (con toda seguridad, para ser más sincera) había
realizado las mismas acciones estúpidas que hacían ellos sin apenas darse
cuenta del aspecto que ofrecía. Sentía que se le encendían las mejillas de
inmediato de sólo imaginar a alguien totalmente sobrio observándola bailar con
sus amigos, desinhibida y chillona, gritando como si se fuera a acabar el
mundo.
−No
te vai’ a dar ni cuenta cuando pasen los dos meses de censura –dijo Andrea,
guiñándole un ojo a su amiga−. Ese día vamo’ a celebrar como Dios manda.
−Totalmente
–Susana sacó su celular de su chaqueta y miró la hora−. Creo que es hora de
irme, Andre.
−¿Segura
no querí’ que te llame a un Uber?
−Tranquila,
de verdad –le calmó Susana−. Y si mañana no aparezco, intenta con la Ouija.
Siempre me ha llamado la atención saber cómo sería conectarse desde el más allá
con una amiga de este lado. Podríai’ escribir algo al respecto después de tu experiencia.
Andrea
le dio un suave puñetazo en el hombro a su amiga.
−¡No
seai’ tonta, no digai’ eso!
−Es
broma –dijo Susana−. Si muriera, te vendría a fastidiar mientras meas.
Andrea
se desternilló de la risa por el comentario. Susana no pudo evitar pensar en
que su amiga tendría una resaca de mierda igual de potente que las de sus
amigos al día siguiente.
−Sólo
espero me llamís cuando lleguís a tu casa –le dijo Andrea, conduciéndola a la
entrada de su hogar−. Nos vemos mañana, pa’ lo del trabajo del profe Contreras.
−Sí,
no te preocupís –se despidió Susana, besando la comisura de los labios de su
amiga. Acto seguido, y a la vez que extraía sus audífonos del bolsillo de su
chaqueta bajo la a esa hora desvaída luz naranja de los faroles, dio media
vuelta y encaminó por el pasaje en dirección a su casa. Se llevó una muy mala
sorpresa, sin embargo, al caer en la cuenta que por culpa del casi nulo nivel
de batería de su aparato, no podría amenizar el trayecto con algo de música; de
haber sabido que su viaje de retorno a casa sería bajo esas condiciones, habría
considerado mejor la propuesta de un Uber por parte de Andrea. Chasqueando la lengua,
Susana devolvió los audífonos al bolsillo de su chaqueta enrollándolos con
cuidado, y prosiguió con su camino.
Era
extraño recorrer el mismo trayecto caminado en tantas ocasiones previas en un
estado totalmente distinto al que estaba acostumbrada, sobre todo considerando
la ausencia de música de fondo por la grandísima culpa de la batería de su
celular. Las caminatas por las calles desoladas siempre le habían parecido a
Susana una excelente oportunidad para clarificar sus pensamientos, estructurar las
ideas que revoloteaban por su cabeza y encontrarle solución a muchos de sus
entuertos mentales de carácter ansioso. Sin embargo, consideraba que existía
una gran diferencia entre hacerlo borracha, con hacerlo totalmente sobria como
lo estaba esa noche por culpa de su medicación prescrita. Y si debía ser
sincera, hacerlo bajo los efectos del alcohol era mucho mejor que hacerlo sin
ninguna gota de éste en el cuerpo.
Pero
así estaban las cosas: su maldito acné, inusual para sus veintisiete años de
edad pero totalmente razonable por su estilo de vida nervioso y apresurado como
el de los muchos trabajadores que sacrifican más de lo que ganan, le había
llevado a padecer de un desorden hormonal solucionable con el (¡vaya ironía!) consumo
de más hormonas, encapsuladas y dañinas para su sistema digestivo. De ahí que
su médico le recetara alejarse de su hábito alcohólico si no quería hacer
sufrir a su pobre y resentido hígado. No obstante, Susana había llegado a
pensar con todo esto si las pastillas que tomaba la gente para solucionar sus
múltiples problemas eran parte de la cura, o realmente eran parte de la
enfermedad.
Al
cambiar de dirección por un pasaje perpendicular, Susana dio de lleno con una
corriente de aire que soplaba a lo largo de éste, desde la costa hacia la
cordillera, provocando que la joven alzara el cuello de su chaqueta, tratando
de cubrir su boca con ella, y apretara sus músculos en un vano intento de
mantener el calor de su cuerpo. Susana pensó que de estar borracha, el viento
no hubiera sido más que un detalle en el trayecto hasta su cama; pero como su
inconsciente bien se lo repetía incesantemente en ese escenario tan frecuente
como lo eran los fines de semana, esta vez no se encontraba en estado de
embriaguez, y cada paso que daba tenía la solidez de un acontecimiento único en
medio de la noche. Era como uno de esos cuentos de Poe en que el protagonista
camina silenciosamente por la calle escuchando el eco de sus propias pisadas,
resguardándose de la niebla, taciturno.
Susana
iba tan enfrascada en sus pensamientos, tratando de refugiarse como pudiera del
frío que le calaba hasta los huesos, que al principio no escuchó a la pequeña
criatura a un costado de la calle. A lo lejos pasó una camioneta a una
velocidad demencial, justamente por la avenida paralela a la calle por la que
caminaba, ahogando los primeros maullidos que pudieran alertarla de su
presencia. Pero el incesante llamado del diminuto ovillo negro apegado a la
pared hizo que la joven parara en seco y mirara en derredor para dar con la
fuente de aquellos sonidos, sintiendo un extraño vuelco en el corazón. Un
gatito de pelaje oscuro y sucio, tiritando violentamente, se hallaba
entre los pliegues de una chaqueta de mezclilla harapienta, maullando
hambriento y desesperado por algo de ayuda. Susana no pudo evitar recordar a Margaret, su propia gata
muerta por un perro unos seis meses atrás, cuando apenas había llegado a sus
manos.
–¡Minino!
–dijo inconscientemente Susana antes de abalanzarse hacia el gato y tomarlo con
cuidado. Su cuerpo, ante el más mínimo contacto, podía declararse totalmente
hinchado por los parásitos, al igual que su pelo sin lustrar hacía notar un
claro indicio de que había sido separado de su madre desde hacía días; y a
juzgar por las pequeñas manchas de sangre que habían en el pecho de la chaqueta
de mezclilla en la que se hallaba, Susana pensó que también estaba herido, pero
luego de echarle una revisada rápida bajo la luz de los faroles, constató que
al menos no tenía ninguna abierta en ese momento.
El
gato no dejó de maullar en ningún instante, como protestando por saber dónde se
hallaba su verdadera madre. Pero Susana ya había tomado la decisión de tenerlo
consigo en casa por al menos esa noche: con el frío que hacía y el viento que
soplaba, no distaba mucho de la realidad el hecho de encontrarlo muerto al día
siguiente, entre la ruinosa chaqueta de mezclilla perteneciente a algún
vagabundo… si es que un perro hambriento ya no se había dado un frugal desayuno
con sus restos. Por esa razón no tardó en acurrucar al gatito dentro de su
chaqueta y avanzar a zancadas en dirección a su casa. Susana pensó en que
después de todo había sido una fortuna que la batería de su celular no diera
abasto para la reproducción de canciones para el viaje de vuelta; de lo
contrario, jamás habría oído al animal clamar por ayuda.
Susana
no quería ni pensar si su mamá llegaba a despertarse para ir al baño mientras
ella improvisaba un camastro para el animal en su cuarto; ya adivinaba cuáles
podían ser sus reacciones y argumentos en caso de llegar a ocurrir una
situación como ésta, pero si pasaban desapercibidos hasta la mañana siguiente,
todo podía ser expuesto y explicado con mayor claridad que a esas horas de la
madrugada. Susana sólo esperaba que el gato no se volviera loco maullando,
extrañado por las luces ni por el ambiente del sitio al que ella lo había
acarreado.
Pero
cuando la joven llegó a su casa, el pequeño animal parecía desesperado, chillando
y retorciéndose en la mano de Susana como si salir de su puño fuera lo que más
le importara en la vida. Debido a esto y al frío que entumecía sus dedos, sacar
el manojo de llaves de su chaqueta y abrir las puertas que la separaban de su
interior, fue toda una proeza para Susana, que en determinado momento creyó que
el gato iba a terminar por soltarse de su mano e iba a caer de lleno contra el
piso, lastimándose seriamente.
Una
vez dentro, y urgida por no alertar a su madre de su presencia, Susana avanzó
rápidamente hasta su cuarto con el gato en la mano sin encender las luces y se
encerró en él para amortiguar el sonido de sus maullidos. Consideraba toda una
suerte que no hubiera una sola gota de alcohol en su cuerpo, porque de lo
contrario habría actuado de manera escandalosa, torpe y poco eficaz; en ese
estado soñoliento pero claro en el que se encontraba, Susana se hallaba capaz
de hacer las cosas de forma mucho más silenciosa que bajo los efectos de la
cerveza y el vino.
Así
fue que la joven depositó al gato negro en el interior de su ropero (en el
espacio libre y oscuro bajo sus chaquetas) esperando que no terminara por
hacer algo repulsivo que limpiar luego, y se dirigió con rapidez al patio de su
casa en búsqueda de algo con qué prepararle una cama y mantenerlo abrigado.
Susana pensó que podría haberles dado un nuevo uso a las viejas pertenencias de
Margaret, pero en su afán de no
recordarla tan dolorosamente como le era posible, había terminado por regalar
todos sus juguetes, pocillos y atuendos a un grupo de jóvenes dedicados al
cuidado y crianza de felinos sin hogar. Suponía que eso era lo mejor que podía
haber hecho con ellos, pero en la situación en la que se hallaba, escuchando
los quedos maullidos del gato encontrado, asordinados por las paredes y las
puertas que la separaban de su cuarto, cayó en la cuenta de que a pesar de las
negativas de su mamá, tarde o temprano iba a terminar encontrando a un gato al
cual encariñarse y darle los mismos cuidados que para con Margaret.
Susana
ya podía escuchar a su madre diciéndole que para qué traía otro gato a la casa,
si al final se morían devorados por los perros o envenenados por los vecinos, y
ahí quedaba todo, en lágrimas, penas y un dolor latente por meses. Ya había
ocurrido con Panchito, Ivanna y Margaret; lógicamente también sucedería con el gato negro que
esperaba algo de comida y cariño dentro del guardarropa de Susana, por
supuesto.
La
joven dio con la caja de unos zapatos que le había regalado a su mamá para el
día de su cumpleaños hacía un par de meses atrás, en el viejo mueble de las
bolsas plásticas, con espacio más que suficiente para que cupiera la criatura, y
con un chaleco gris suyo en el cesto de la ropa sucia que, si bien estaba viejo
y contaba con mucho tiempo de uso, con una buena lavada de la lavadora podía
eliminar cualquier parásito que el animal pudiera dejar en él. Acto seguido, y
con la impertinente idea de que su mamá aparecería en cualquier momento para
preguntarle a qué se debía tanto ruido molesto, Susana fue a la cocina para
calentar un poco de leche en un vaso de metal sobre uno de los fogones y
verterlo luego en un pocillo en el que dejaban las aceitunas durante el
almuerzo. Con todo eso listo, el chaleco dentro de la caja de zapatos y el
pocillo con leche tibia en la otra mano, la joven se aseguró de haber dejado
todas las puertas cerradas y la cocina apagada tras ella para volver a su
cuarto antes que el gato pequeño comenzara a maullar más fuerte.
En
un inicio, Susana supuso que el gato se había acostumbrado a la oscuridad
reinante de su guardarropa más por un asunto de no saber reaccionar a su nuevo
ambiente y dejarse vencer por sus propios miedos instintivos, que como un acto
de obediencia y empatía hacia su salvadora; lo había visto otras veces en sus
gatos que tras una pelea con otro animal, o tras hallarse encerrados por mucho
rato en un lugar incómodo, se mantenían en un silencio afectado digno de una
secuela de guerra.
Sin
embargo el gato no se encontraba donde lo había dejado. Susana, depositando la
caja con el chaleco adentro y el pocillo con leche tibia a un lado, removió las
cajas plásticas en las que guardaba sus calcetines y calzones para comprobar si
el animal no se había escurrido tras ellas, sin lograr dar con ningún rastro
suyo por culpa de la escasa luz que la acompañaba. ¿Y si el gato se había
escapado? ¿Y si el animal andaba ahora por el pasillo de su casa, perdido en la
oscuridad reinante, dispuesto a ponerse a llorar en cualquier momento? Susana
pensó que el gato, de haberse escapado, no podía haber ido muy lejos; y bueno,
tampoco era que hubiera demorado mucho encontrando la caja y su chaleco gris y
sucio en el patio, ¿no?; aunque a decir verdad, ¿había escuchado ella maullar al
gato mientras calentaba la leche en la cocina, o mientras comprobaba que la
caja de los últimos zapatos de su mamá no se encontraba llena de botones y
costuras de emergencia? No podía responder con certeza, pues no se había fijado
en aquellos detalles.
Con
un movimiento rápido, y esperando que en cualquier momento el gato anunciara (o
hiciera peligrar) su estadía en casa esa madrugada, Susana se incorporó y buscó
en su mesa de noche una linterna para emergencias que siempre tenía a mano
debido a los últimos temblores nocturnos. Con ella en ristre, y sin saber muy
bien por qué, la joven decidió echar una última y rápida mirada al guardarropa
antes de buscar al gato por el pasillo y el vestíbulo de la casa. Así, con la
sorpresa propia de alguien que ve un elemento particular que antes no se
encontraba ahí, Susana se enteró de que lo que había imaginado como un manchón
en la madera de uno de los ángulos interiores del mueble, era en realidad una
mancha de líquido oscuro, viscoso y fresco.
Susana
temió lo peor: el gatito que acababa de encontrar en la calle, el que pretendía
cuidar, salvar y hasta ojalá darle un nuevo hogar, había muerto dolorosamente.
La joven se llevó su mano desocupada a la boca sin poder creerlo, incapaz de
soltar un graznido de dolor siquiera. El gatito…, el pobre gatito…
Pero
Susana, tratando de dimensionar el tamaño de todo lo que acababa de suceder,
removió los colgadores de sus chaquetas con el fin de despejar la zona de la
mancha en la madera y así poder apreciar mejor el panorama desalentador que se
le ofrecía. No le bastó mucho tiempo, no obstante, percatarse que lo que ella
había intuido en un comienzo como un líquido oscuro, viscoso y fresco, era en
realidad el cuerpo del gato negro aplastado contra la madera, como si hubiera
estallado una potente bomba en su interior, dejando su pelaje adherido a ella y
todo el ambiente lleno de un olor nauseabundo, y que en dirección al techo del
guardarropa, se extendía una fina pero enfática línea de sangre (oscura,
viscosa, fresca) desde su ubicación, como si algo hubiera escapado de su interior y se hubiera escondido entre
sus chaquetas, algo que la observaba
en ese instante y se preparaba para maullar, gritar o chillar.
Fue
el sonido de la linterna estrellarse contra el suelo de su cuarto el que la
trajo de vuelta al mundo de los vivos, sobresaltada y con la boca totalmente
reseca. Acababa de soñar con maullidos y gritos de angustia, pero si le
pidieran reconstruir el sueño del que apenas despertaba, no habría sabido decir
ni siquiera qué era lo último que había visto. Los sueños son frágiles, solía
decir ella cuando despertaba y no recordaba las imágenes difusas que se le
habían presentado.
La
mujer se restregó los ojos antes de percatarse que seguía siendo de noche y que
su habitación se encontraba sumida en la oscuridad.
Por
un momento sintió un miedo horrible e inexplicable; pensó que continuaba dentro
de su sueño, que debía hacer un esfuerzo para despertar de una vez por todas y
encontrarse recibiendo un nuevo día.
La
mujer se llevó un susto terrible al ver que la puerta de su cuarto se abría los
centímetros suficientes para dejar ver la silueta de una muchacha de pie del
otro lado. Tenía los hombros caídos, la cabeza inclinada y los ojos muy
brillosos.
−¿Susana?
–llamó la mujer, pero obtuvo un pesado silencio como por toda respuesta.