Poema #25: Rezo por ustedes rezo

Todos los días al despertar rezo,
aunque ya no crea en nada,
por todos los que han caído en la lucha
devorados por los dientes metálicos
de este agresivo aire
que corroe nuestros tiempos.

Rezo aunque no crea en nada
sólo para comer mierda
y sentirme como ustedes
merecedor de estas palabras
que he aprendido a marcar
en páginas blancas
de nuestra pequeña historia.

Rezo aunque me ahogue en mis palabras
en este vómito que no deja tranquilo a nadie
y que arde, arde, arde
como la rabia en mis falanges
como la agonía en los desposeídos
como el aire agresivo de nuestros tiempos.

Rezo por ustedes que les debemos la vida
por morir
por ser sangre
por ser golpe y mella.
Rezo.
Todos los días al despertar
rezo.

Rezo.
Amén.

Cuento #61: Esto no es ningún cuento



Esto no es ningún cuento, se los juro:
            resulta que mi gata (llamada Gata) se perdió hace un par de semanas y no volvimos a saber nada más de ella; de todos los años que vivió con nosotros, nunca había hecho nada parecido: operada y todo, se pasaba los días enteros echada sobre el tejado, maullando para pedir más comida o más agua, pero nunca, nunca, se movía de su puesto; claro, a veces se escondía de las visitas (le apestaban las visitas), mas por lo general jamás salía de sus delimitados territorios. Por eso nos extrañó tanto que no apareciera después de muchos días a pedir su ración de comida y agua a la hora del desayuno, del almuerzo y las onces.
            Varios amigos me dijeron que los gatos, por lo general, tenían la costumbre de desaparecer una corta temporada (una semana, como mucho) para después volver como si nada hubiera pasado; deposité mi fe en ello, pero como dije en un principio, eso nunca sucedió.
            Todo siguió así hasta que un día, luego de llegar del trabajo, mi hermana chica (sola en casa) me dio la triste noticia: una vecina había llamado diciendo que los perros vagabundos que una vecina del pasaje había adoptado (y que con el tiempo y el fastidio humano se fueron haciendo cada vez más feroces) habían atacado a la gata de otra vecina hiriéndola de muerte, haciendo que tuviera que desembolsar más de cien mil pesos para una intervención que, al final de cuentas, terminó siendo lo mismo. Ya, ¿y que tiene que ver eso con la Gata?, le pregunté. Mi hermana tragó saliva, ojos brillosos, y dijo: la vecina contó que otro vecino había visto a la Gata destrozada en la plaza, mordisqueada por estos mismos perros, la semana pasada; ¡es por eso que la Gata no ha vuelto!
            Creo que abrí mucho la boca, como si me hubieran herido de gravedad; hice el esfuerzo para no ponerme a llorar ahí mismo frente a mi hermana.
            −La dueña de los perros se dio cuenta que era nuestra gata, por eso fue y la echó en una bolsa de basura para después botarla lejos y así no supiéramos que fueron sus perros los que la mataron.
            Recordé las quejas reiteradas de los vecinos que ni siquiera podían transitar por el pasaje por culpa de los perros que, furiosos con todo el mundo, atacaban a quien se le cruzara por el camino. No sé cómo no había visto venir algo así antes, por la mierda…
            −Ni siquiera vamos a poder enterrarla –pensé en voz alta.
            −Malditos perros –dijo mi hermana con rabia, pero me sentía muy cansado como para decirle que en realidad no eran ellos los verdaderos culpables, sino nuestra vecina que nunca los había criado (a pesar de haberlos recogido de la calle) como debía.
            −Creo que iré a reposar un rato, Fran –dije caminando abatido hasta mi cuarto, donde me quedé un buen rato pensando en el fatídico desenlace de la pobre Gata. Ni siquiera quedaba su cuerpo para enterrarla en el patio, para llorarla como correspondía llorar a una mascota que por tantos años había compartido con nosotros, fueran buenos o malos momentos. Estaba así, echado sobre mi cama sin pensar en otra cosa, cuando mi hermana se puso a gritar desde el living de la casa; llegué a dar un fuerte respingo.
            −¡Felipe, Felipe! –gritaba desesperada.
            Me levanté de un salto y fui lo más rápido que pude hasta donde se hallaba.
            −¿Qué pasa, Fran?
            −¡Mira! –gritó, apuntando a la ventana del vestíbulo. Al principio no la vi muy bien, pero tras agudizar la vista y sentir los fuertes arañazos contra el vidrio, comprobé que ahí afuera estaba nuestra Gata intentando entrar a la casa.
            −¡Gata! –dije esperanzado; ¡había vuelto, la Gata había vuelto! Estuve a punto de abrirle la ventana cuando mi hermana me detuvo tomándome del brazo.
            −¡Mírala, mírala bien!
            No sé cómo no me había dado cuenta antes: tal vez fue la abrupta felicidad que sentí al verla de nuevo entre nosotros, esa alegría de saber que lo que nuestra vecina había dicho (utilizando la boca de mi hermana) era toda una mentira. Pero ahí estaba ella, toda mordisqueada, con pedazos de piel hechos jirones, tratando de romper el vidrio de la ventana con sus patas sucias y destrozadas. Nos enseñaba los dientes de pura rabia.
            −¡Es como en esa película! –gritó mi hermana muerta de miedo. Temblaba como si fuera a desmayarse de un rato a otro.
            −Tranquila, tranquila, no puede entrar por aquí –le dije tratando de calmarla; sin embargo, y como si pudiera comprender todo lo que hablábamos, la Gata bufó con violencia, levantó la cabeza de un tirón (ladeándose ésta como si se tratara de un extraño muñeco en mal estado) y saltó fuera de nuestro alcance visual. Por un momento nos calmamos, pensando que por fin se había rendido (¡qué clase de pesadilla colectiva vivíamos!) y que todo lo malo había pasado. Alcancé a respirar tranquilo por unos breves segundos antes de percatarme que la ventana de la cocina probablemente estuviera abierta como siempre y que la Gata (no sé cómo) había reparado en nuestro pequeño error−. Francisca… −alcancé a decir antes de escuchar un vaso romperse en aquel lugar; siempre dejábamos los vasos recién lavados en un recipiente al lado de la ventana, lo que significaba que…
            −¡Felipe, no! –chilló mi hermana antes de tomarla por el brazo y llevarla corriendo a mi cuarto, donde nos escondimos encerrándonos con pestillos y llaves. Cuando hube echado el cerrojo, un golpe seco del otro lado de la puerta nos indicó que la Gata había estado muy cerca de entrar con nosotros; desde ese momento en adelante, los golpes fueron constantes y cada vez más fuertes; no conseguíamos explicarnos como un animal en tan mal estado podía hacer algo como eso…, sin contar que había vuelto de la muerte quién sabía cómo.
            −¿Qué vamos a hacer? –me preguntó mi hermana, rompiendo a llorar.
            −Avisar a la mamá –dije, siendo consciente del peligro que corría al entrar a la casa sin saber nada de lo que pasaba y encontrarse de frente con eso que hasta hace algunas semanas atrás había sido nuestra mascota.
            −Mi celular se quedó en el sillón… −dijo mi hermana.
            −Y yo no tengo plata para llamar…
            Entonces nos quedamos en silencio, oyendo cada cierto tiempo otro de los tantos furiosos embates de nuestra Gata.
            Esto no es ningún cuento, se los aseguro; esto es real, completamente verídico. Porque acá estamos con mi hermana, esperando, esperando, con la esperanza que la Gata decida dejar su venganza de lado, se vaya lejos y nos deje por fin tranquilos. Pero el tiempo pasa lento, como si se arrastrara, y tememos por que nuestra madre haya entrado a la casa sin habernos dado cuenta y ahora esté por ahí tirada, ensangrentada, herida por esa cosa que solía ser nuestra mascota. Esto no es ningún cuento, se los repito. Esto es real, completamente verídico, y tenemos hambre, sed, queremos ir al baño…
            Sólo espero que mamá llegue luego.

Cuento #60: Espera, tienes algo en la cara




−No te muevas –dijo Angélica mirando fijo a Antonio.
            −¿Tengo algo en la cara?
            −Sí, espera que ya te lo saco… Mmmm…, ¡ahí sí!
            Antonio intentó ver lo que Angélica tenía entre su pulgar y su índice.
            −¿Qué era?
            −Una pestaña caída –dijo ella−. Ahora debes pedir un deseo y adivinar de qué lado está: si arriba o abajo −explicó−. Si le atinas, tu deseo se cumplirá.
            −¿En serio?
            −¿Quieres intentarlo?
            Antonio se encogió de hombros y dijo que bueno.
            −¿De qué lado está la pestaña? –Angélica sonreía.
            −Mmmm…, arriba.
            −¿Ya pensaste en tu deseo?
            −Sí, ya lo hice.
            −Entonces arriba –repitió ella−. Ahora debes soplarme los dedos y veremos si tu deseo se cumplirá o no.
            Antonio así lo hizo y Angélica separó su índice del pulgar; la pestaña caída se encontraba en el primero de los dos dedos. Antonio le había atinado.
            −¡Muy bien! –dijo Angélica−. ¡Ahora tu deseo se cumplirá!
            −¿Se demorará mucho?
            −Depende lo que hayas pedido.
            Antonio se quedó pensativo por un instante, se encogió de hombros otra vez y tomó la mano de su novia para continuar avanzando como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, cuando pasaron por el escaparate de la siguiente tienda de retail de la calle, Antonio supo por todas las pantallas que transmitían la misma noticia en directo que su deseo sí se había cumplido.
            –“Sí –decía el tipo del noticiario con voz crispada, mientras que en las imágenes se veía la fachada del Congreso y un montón de gente aglomerada afuera; habían servicios de Fuerzas Especiales apostados en su entrada clausurada–, nos acaban de informar que todos los que estaban adentro están muertos, salvo los del personal de aseo y las secretarias, que fueron desalojados pacíficamente. Los tipos habrían entrado directamente por la puerta principal, avisándoles a las personas que encontraban que se fueran lo más lejos de ahí; nadie pensó que todo esto iba a…”.