Todos los días al despertar rezo,
aunque ya no crea en nada,
por todos los que han caído en la lucha
devorados por los dientes metálicos
de este agresivo aire
que corroe nuestros tiempos.
Rezo aunque no crea en nada
sólo para comer mierda
y sentirme como ustedes
merecedor de estas palabras
que he aprendido a marcar
en páginas blancas
de nuestra pequeña historia.
Rezo aunque me ahogue en mis palabras
en este vómito que no deja tranquilo a nadie
y que arde, arde, arde
como la rabia en mis falanges
como la agonía en los desposeídos
como el aire agresivo de nuestros tiempos.
Rezo por ustedes que les debemos la vida
por morir
por ser sangre
por ser golpe y mella.
Rezo.
Todos los días al despertar
rezo.
Rezo.
Amén.
Cuento #61: Esto no es ningún cuento
Esto no es ningún cuento, se
los juro:
resulta que mi gata (llamada Gata) se perdió hace un par de semanas y no volvimos a saber nada
más de ella; de todos los años que vivió con nosotros, nunca había hecho nada
parecido: operada y todo, se pasaba los días enteros echada sobre el tejado,
maullando para pedir más comida o más agua, pero nunca, nunca, se movía de su
puesto; claro, a veces se escondía de las visitas (le apestaban las visitas),
mas por lo general jamás salía de sus delimitados territorios. Por eso nos
extrañó tanto que no apareciera después de muchos días a pedir su ración de
comida y agua a la hora del desayuno, del almuerzo y las onces.
Varios amigos me dijeron que los gatos, por lo general,
tenían la costumbre de desaparecer una corta temporada (una semana, como mucho)
para después volver como si nada hubiera pasado; deposité mi fe en ello, pero
como dije en un principio, eso nunca sucedió.
Todo siguió así hasta que un día, luego de llegar del
trabajo, mi hermana chica (sola en casa) me dio la triste noticia: una vecina
había llamado diciendo que los perros vagabundos que una vecina del pasaje había
adoptado (y que con el tiempo y el fastidio humano se fueron haciendo cada vez
más feroces) habían atacado a la gata de otra vecina hiriéndola de muerte,
haciendo que tuviera que desembolsar más de cien mil pesos para una
intervención que, al final de cuentas, terminó siendo lo mismo. Ya, ¿y que
tiene que ver eso con la Gata?, le
pregunté. Mi hermana tragó saliva, ojos brillosos, y dijo: la vecina contó que
otro vecino había visto a la Gata
destrozada en la plaza, mordisqueada por estos mismos perros, la semana pasada;
¡es por eso que la Gata no ha vuelto!
Creo que abrí mucho la boca, como si me hubieran herido
de gravedad; hice el esfuerzo para no ponerme a llorar ahí mismo frente a mi
hermana.
−La dueña de los perros se dio cuenta que era nuestra
gata, por eso fue y la echó en una bolsa de basura para después botarla lejos y
así no supiéramos que fueron sus perros los que la mataron.
Recordé las quejas reiteradas de los vecinos que ni
siquiera podían transitar por el pasaje por culpa de los perros que, furiosos
con todo el mundo, atacaban a quien se le cruzara por el camino. No sé cómo no
había visto venir algo así antes, por la mierda…
−Ni siquiera vamos a poder enterrarla –pensé en voz alta.
−Malditos perros –dijo mi hermana con rabia, pero me
sentía muy cansado como para decirle que en realidad no eran ellos los
verdaderos culpables, sino nuestra vecina que nunca los había criado (a pesar
de haberlos recogido de la calle) como debía.
−Creo que iré a reposar un rato, Fran –dije caminando
abatido hasta mi cuarto, donde me quedé un buen rato pensando en el fatídico
desenlace de la pobre Gata. Ni
siquiera quedaba su cuerpo para enterrarla en el patio, para llorarla como
correspondía llorar a una mascota que por tantos años había compartido con
nosotros, fueran buenos o malos momentos. Estaba así, echado sobre mi cama sin
pensar en otra cosa, cuando mi hermana se puso a gritar desde el living de la
casa; llegué a dar un fuerte respingo.
−¡Felipe, Felipe! –gritaba desesperada.
Me levanté de un salto y fui lo más rápido que pude hasta
donde se hallaba.
−¿Qué pasa, Fran?
−¡Mira! –gritó, apuntando a la ventana del vestíbulo. Al
principio no la vi muy bien, pero tras agudizar la vista y sentir los fuertes
arañazos contra el vidrio, comprobé que ahí afuera estaba nuestra Gata intentando entrar a la casa.
−¡Gata! –dije
esperanzado; ¡había vuelto, la Gata
había vuelto! Estuve a punto de abrirle la ventana cuando mi hermana me detuvo
tomándome del brazo.
−¡Mírala, mírala bien!
No sé cómo no me había dado cuenta antes: tal vez fue la
abrupta felicidad que sentí al verla de nuevo entre nosotros, esa alegría de
saber que lo que nuestra vecina había dicho (utilizando la boca de mi hermana)
era toda una mentira. Pero ahí estaba ella, toda mordisqueada, con pedazos de
piel hechos jirones, tratando de romper el vidrio de la ventana con sus patas
sucias y destrozadas. Nos enseñaba los dientes de pura rabia.
−¡Es como en esa película! –gritó mi hermana muerta de
miedo. Temblaba como si fuera a desmayarse de un rato a otro.
−Tranquila, tranquila, no puede entrar por aquí –le dije
tratando de calmarla; sin embargo, y como si pudiera comprender todo lo que hablábamos,
la Gata bufó con violencia, levantó
la cabeza de un tirón (ladeándose ésta como si se tratara de un extraño muñeco
en mal estado) y saltó fuera de nuestro alcance visual. Por un momento nos
calmamos, pensando que por fin se había rendido (¡qué clase de pesadilla colectiva
vivíamos!) y que todo lo malo había pasado. Alcancé a respirar tranquilo por
unos breves segundos antes de percatarme que la ventana de la cocina
probablemente estuviera abierta como siempre y que la Gata (no sé cómo) había reparado en nuestro pequeño error−.
Francisca… −alcancé a decir antes de escuchar un vaso romperse en aquel lugar;
siempre dejábamos los vasos recién lavados en un recipiente al lado de la
ventana, lo que significaba que…
−¡Felipe, no! –chilló mi hermana antes de tomarla por el
brazo y llevarla corriendo a mi cuarto, donde nos escondimos encerrándonos con
pestillos y llaves. Cuando hube echado el cerrojo, un golpe seco del otro lado de
la puerta nos indicó que la Gata
había estado muy cerca de entrar con nosotros; desde ese momento en adelante,
los golpes fueron constantes y cada vez más fuertes; no conseguíamos
explicarnos como un animal en tan mal estado podía hacer algo como eso…, sin
contar que había vuelto de la muerte quién sabía cómo.
−¿Qué vamos a hacer? –me preguntó mi hermana, rompiendo a
llorar.
−Avisar a la mamá –dije, siendo consciente del peligro
que corría al entrar a la casa sin saber nada de lo que pasaba y encontrarse de
frente con eso que hasta hace algunas
semanas atrás había sido nuestra mascota.
−Mi celular se quedó en el sillón… −dijo mi hermana.
−Y yo no tengo plata para llamar…
Entonces nos quedamos en silencio, oyendo cada cierto
tiempo otro de los tantos furiosos embates de nuestra Gata.
Esto no es ningún cuento, se los aseguro; esto es real,
completamente verídico. Porque acá estamos con mi hermana, esperando,
esperando, con la esperanza que la Gata
decida dejar su venganza de lado, se vaya lejos y nos deje por fin tranquilos.
Pero el tiempo pasa lento, como si se arrastrara, y tememos por que nuestra
madre haya entrado a la casa sin habernos dado cuenta y ahora esté por ahí
tirada, ensangrentada, herida por esa cosa que solía ser nuestra mascota. Esto
no es ningún cuento, se los repito. Esto es real, completamente verídico, y tenemos
hambre, sed, queremos ir al baño…
Sólo espero que mamá llegue luego.
Cuento #60: Espera, tienes algo en la cara
−No te muevas –dijo Angélica
mirando fijo a Antonio.
−¿Tengo algo en la cara?
−Sí, espera que ya te lo saco… Mmmm…, ¡ahí sí!
Antonio intentó ver lo que Angélica tenía entre su pulgar
y su índice.
−¿Qué era?
−Una pestaña caída –dijo ella−. Ahora debes pedir un
deseo y adivinar de qué lado está: si arriba o abajo −explicó−. Si le atinas,
tu deseo se cumplirá.
−¿En serio?
−¿Quieres intentarlo?
Antonio se encogió de hombros y dijo que bueno.
−¿De qué lado está la pestaña? –Angélica sonreía.
−Mmmm…, arriba.
−¿Ya pensaste en tu deseo?
−Sí, ya lo hice.
−Entonces arriba –repitió ella−. Ahora debes soplarme los
dedos y veremos si tu deseo se cumplirá o no.
Antonio así lo hizo y Angélica separó su índice del
pulgar; la pestaña caída se encontraba en el primero de los dos dedos. Antonio
le había atinado.
−¡Muy bien! –dijo Angélica−. ¡Ahora tu deseo se cumplirá!
−¿Se demorará mucho?
−Depende lo que hayas pedido.
Antonio se quedó pensativo por un instante, se encogió de
hombros otra vez y tomó la mano de su novia para continuar avanzando como si
nada hubiera ocurrido. Sin embargo, cuando pasaron por el escaparate de la
siguiente tienda de retail de la calle, Antonio supo por todas las pantallas
que transmitían la misma noticia en directo que su deseo sí se había cumplido.
–“Sí –decía el tipo del noticiario con voz crispada,
mientras que en las imágenes se veía la fachada del Congreso y un montón de
gente aglomerada afuera; habían servicios de Fuerzas Especiales apostados en su
entrada clausurada–, nos acaban de informar que todos los que estaban adentro
están muertos, salvo los del personal de aseo y las secretarias, que fueron
desalojados pacíficamente. Los tipos habrían entrado directamente por la puerta
principal, avisándoles a las personas que encontraban que se fueran lo más
lejos de ahí; nadie pensó que todo esto iba a…”.