Maribel supo
que a su esposo le había ocurrido algo malo apenas llegó este a casa: la
palidez de su rostro y los movimientos cortos e indecisos que utilizaba para
abrir la puerta y dejar su gorro de servicio a un lado así lo anunciaban. El
hombre se quedó un buen rato mirando a su esposa desde el umbral; Maribel creyó
que se iba a poner a llorar ahí mismo, a juzgar por el extraño brillo en sus
ojos.
−¿Qué te
pasó? ¿Estás bien? ¿Te ha ocurrido algo malo?
Gustavo,
inmóvil como un muñeco, intentó mover la boca para hablar, mas no pudo; tuvo
que realizar otro esfuerzo, uno grande, para lograrlo.
−Estuve a
punto de morir –dijo, y Maribel sintió como si una piedra muy pesada cayera en
el fondo de su estómago.
−¿Qué pasó:
tuvieron un accidente en la patrulla, algún tipo suelto…?
−Recibí un
disparo en el pecho –le cortó su esposo, sombrío−. En un asalto.
Maribel creyó
estar soñando; su boca desencajada demostraba lo absolutamente sorprendida que
estaba.
−Pero
entonces…, tú…
−No te asustes,
Maribel, no soy un fantasma –se apresuró a decir Gustavo, haciendo un ademán
con la cabeza. Acto seguido, se quitó la chaqueta de servicio de encima para
dejarla colgando del respaldo de una silla cercana−. Mira esto.
Gustavo
acercó su cuerpo al de Maribel (quien aún recelosa dudó por un breve segundo si
dar un paso atrás o no) para indicarle un oscuro punto en su camisa a la altura
del corazón. Luego de inspeccionarlo mejor, la mujer se dio cuenta que se
trataba de una mancha de tinta azul con los bordes ennegrecidos, como si le
hubieran prendido fuego.
−Ahí impactó
la bala –dijo el hombre.
−¿Pero cómo…?
–Maribel no quería pronunciar la palabra sobreviviste; sentía que
era como tentar a la suerte, y eso le daba escalofríos.
−Una pluma me
salvó.
Maribel abrió
la boca sorprendida.
−¿Una pluma?
–repitió.
−Sí, una
miserable pluma salvó mi vida –Hizo una pausa para sentarse a la mesa−.
¿Insólito, no?
Su mujer no
lo podía creer; sentía que el mundo se movía rápido y a la vez lento; entonces decidió
sentarse frente a su esposo. Era una suerte que sus dos hijos estuvieran
durmiendo ya en sus habitaciones: no habría tenido fuerzas para explicarles de
la manera más sana posible que su papá había estado al borde de la muerte.
−¿Pero cómo,
qué sucedió?; ¡cuéntame!
−¿No has
visto las noticias, cierto? –le preguntó Gustavo.
−No; los
niños se la pasaron viendo Los Simpsons por el cable, como
siempre.
Su esposo
asintió cansinamente, como si hubiera recordado de inmediato aquel pequeño
detalle.
−Como a eso
de las 4 de la tarde, vimos a un hombre asaltando una joyería del centro a mano
armada mientras hacíamos la ronda –empezó Gustavo−. Como estaba tan ocupado
echando cosas dentro de su bolso, no se dio cuenta que estábamos por ahí hasta
que fue demasiado tarde –Tragó saliva antes de continuar−. Cosa que fue en
parte un error nuestro, porque no demoró en entrar en pánico y comenzar a
dispararnos como un demente. Los demás lo redujeron, pero yo terminé herido
sobre el suelo. Todos pensaron que me había muerto…, incluso yo… −Gustavo se
pasó una mano por el rostro; parecía haber envejecido tres años en menos de
doce horas−. Escuché gente gritando, llorando, dando instrucciones como loca,
todo daba vueltas como en una pesadilla, pero ahí estaba yo, consciente, siempre
consciente, sólo que sentía que me habían vaciado los pulmones de aire; no
podía respirar ni hablar. Alguien gritó: “¡le dieron en el corazón!”, pero
pensé que si me hubieran dado en el corazón, habría muerto…, y aún seguía con
vida. Tuve ganas de decírselo, pero no pude, no me salía la voz –Maribel
escuchaba expectante, con la mirada fija en su marido−. Entonces llevé mi mano
hasta la herida y me di cuenta que tenía el pecho mojado. Sangre, pensé, pero
al mirar mis dedos, vi que la sangre era azul.
–Era la pluma
–murmuró la mujer.
–Así es –dijo
Gustavo–. La misma pluma que me diste tú esta mañana cuando alegué que había
perdido la mía de la suerte.
–No puede ser
–balbuceó Maribel, llevándose una mano a la boca–. No puede ser.
–Pero así es:
la misma pluma que tomaste del libro de los recados, la que le costó
probablemente menos de dos mil pesos en la librería, terminó por desviar una
bala directa a mi corazón. El mundo obra de maneras muy raras a veces, ¿no?
Maribel no supo
qué responder.
–¿Qué dijeron
los doctores? ¿Terminaste con alguna herida seria…?
–No, nada de
eso. Salvo, bueno, que me duele un poco el pecho; es como si me hubieran dado
con un palo.
–¿Sólo eso?
–Sí, por
fortuna.
–¡Qué bueno
que estés bien! –le dijo Maribel, tomándole las manos para acariciarlas y
besarlas–. Me moriría si te llegara a pasar algo.
Gustavo
agachó la cabeza haciendo un fuerte esfuerzo para no llorar frente a su esposa.
Si se derrumbaba él, seguramente también lo haría ella.
–Lo bueno es
que estoy bien y de vuelta en casa –comentó, haciendo un gran esfuerzo para
sonreír.
–Hice puré
con huevos fritos y vienesas para el almuerzo; te guardamos un poco. ¿Quieres?
–No, no,
gracias, no tengo hambre.
–¿Y un té, o
un agua de algo?
–No, no, está
bien, Maribel, gracias. Sólo quiero acostarme y descansar contigo al lado.
Los ojos de
su esposa estaban brillando de la emoción; Gustavo supo que si seguían
conversando ahí sobre la mesa, ella no tardaría en romper en llanto.
–Déjame
guardar estos platos y me voy a la cama.
–Te espero
ahí –anunció Gustavo mientras se levantaba trabajosamente. Se sentía tan
cansado como si hubiera laborado por al menos unos tres días enteros sin
dormir; sin embargo, cuando se dirigía a su habitación matrimonial, se detuvo delante
de la de sus hijos y dudó si entrar a verlos o no: al otro día tenían que ir al
colegio y no quería despertarlos molestándolos con su presencia. Pero luego
recordó lo cerca que había estado de la muerte y de no verlos nunca más en la
vida; le invadieron ganas de llorar ahí mismo, pero fue más fuerte y abrió la
puerta de la manera más sigilosa posible. Adentro, sus dos hijos dormían
profundamente cada uno en su cama. Pensó en lo frágil que era la vida, en el
hecho que en cualquier momento alguien podía venir a arrebatártela y en que
nadie en realidad tenía asegurado nada, ni los días ni las horas ni los
segundos. Estuvo tentado de acariciar las cabezas de ambos, despertarlos y
decirles cuánto los quería, mas pensó que hacerlo al día siguiente tal vez fuera
una mejor idea.
No obstante,
antes de volver sobre sus pasos y seguir con el trayecto hasta su cuarto,
advirtió que en la mesa de noche ubicada entre ambas camas había un dibujo de
un dinosaurio hecho por su hijo menor; lo supo al instante por su obsesión para
con ellos y porque era el único capaz de escribir en el encabezado de éste “te
quiero papa” sin luego sentir vergüenza de ello como lo hacía su hermano mayor.
Sorprendido, sintiendo cómo su boca se desencajaba, vio su lapiz de la suerte
(una pluma con su nombre grabado en ella) descansando a un lado; parecía estar
durmiendo como sus hijos, inocente, inconsciente de que su desaparición había
hecho que Maribel pusiera otra en su pecho, terminando por salvarle la vida;
porque Gustavo acostumbraba a llevar su pluma dentro del maletín, no en el bolsillo
de su camisa, lo que no dejaba de ser una diferencia bastante significativa.
Entonces
Gustavo no aguantó más: se llevó sus manos hasta el rostro y no pudo parar de
llorar desconsoladamente hasta que despertaron sus dos hijos y Maribel entró al
cuarto.