Cuento #59: Una mirada desde el umbral




Maribel supo que a su esposo le había ocurrido algo malo apenas llegó este a casa: la palidez de su rostro y los movimientos cortos e indecisos que utilizaba para abrir la puerta y dejar su gorro de servicio a un lado así lo anunciaban. El hombre se quedó un buen rato mirando a su esposa desde el umbral; Maribel creyó que se iba a poner a llorar ahí mismo, a juzgar por el extraño brillo en sus ojos.
−¿Qué te pasó? ¿Estás bien? ¿Te ha ocurrido algo malo?
Gustavo, inmóvil como un muñeco, intentó mover la boca para hablar, mas no pudo; tuvo que realizar otro esfuerzo, uno grande, para lograrlo.
−Estuve a punto de morir –dijo, y Maribel sintió como si una piedra muy pesada cayera en el fondo de su estómago.
−¿Qué pasó: tuvieron un accidente en la patrulla, algún tipo suelto…?
−Recibí un disparo en el pecho –le cortó su esposo, sombrío−. En un asalto.
Maribel creyó estar soñando; su boca desencajada demostraba lo absolutamente sorprendida que estaba.
−Pero entonces…, tú…
−No te asustes, Maribel, no soy un fantasma –se apresuró a decir Gustavo, haciendo un ademán con la cabeza. Acto seguido, se quitó la chaqueta de servicio de encima para dejarla colgando del respaldo de una silla cercana−. Mira esto.
Gustavo acercó su cuerpo al de Maribel (quien aún recelosa dudó por un breve segundo si dar un paso atrás o no) para indicarle un oscuro punto en su camisa a la altura del corazón. Luego de inspeccionarlo mejor, la mujer se dio cuenta que se trataba de una mancha de tinta azul con los bordes ennegrecidos, como si le hubieran prendido fuego.
−Ahí impactó la bala –dijo el hombre.
−¿Pero cómo…? –Maribel no quería pronunciar la palabra sobreviviste; sentía que era como tentar a la suerte, y eso le daba escalofríos.
−Una pluma me salvó.
Maribel abrió la boca sorprendida.
−¿Una pluma? –repitió.
−Sí, una miserable pluma salvó mi vida –Hizo una pausa para sentarse a la mesa−. ¿Insólito, no?
Su mujer no lo podía creer; sentía que el mundo se movía rápido y a la vez lento; entonces decidió sentarse frente a su esposo. Era una suerte que sus dos hijos estuvieran durmiendo ya en sus habitaciones: no habría tenido fuerzas para explicarles de la manera más sana posible que su papá había estado al borde de la muerte.
−¿Pero cómo, qué sucedió?; ¡cuéntame!
−¿No has visto las noticias, cierto? –le preguntó Gustavo.
−No; los niños se la pasaron viendo Los Simpsons por el cable, como siempre.
Su esposo asintió cansinamente, como si hubiera recordado de inmediato aquel pequeño detalle.
−Como a eso de las 4 de la tarde, vimos a un hombre asaltando una joyería del centro a mano armada mientras hacíamos la ronda –empezó Gustavo−. Como estaba tan ocupado echando cosas dentro de su bolso, no se dio cuenta que estábamos por ahí hasta que fue demasiado tarde –Tragó saliva antes de continuar−. Cosa que fue en parte un error nuestro, porque no demoró en entrar en pánico y comenzar a dispararnos como un demente. Los demás lo redujeron, pero yo terminé herido sobre el suelo. Todos pensaron que me había muerto…, incluso yo… −Gustavo se pasó una mano por el rostro; parecía haber envejecido tres años en menos de doce horas−. Escuché gente gritando, llorando, dando instrucciones como loca, todo daba vueltas como en una pesadilla, pero ahí estaba yo, consciente, siempre consciente, sólo que sentía que me habían vaciado los pulmones de aire; no podía respirar ni hablar. Alguien gritó: “¡le dieron en el corazón!”, pero pensé que si me hubieran dado en el corazón, habría muerto…, y aún seguía con vida. Tuve ganas de decírselo, pero no pude, no me salía la voz –Maribel escuchaba expectante, con la mirada fija en su marido−. Entonces llevé mi mano hasta la herida y me di cuenta que tenía el pecho mojado. Sangre, pensé, pero al mirar mis dedos, vi que la sangre era azul.
–Era la pluma –murmuró la mujer.
–Así es –dijo Gustavo–. La misma pluma que me diste tú esta mañana cuando alegué que había perdido la mía de la suerte.
–No puede ser –balbuceó Maribel, llevándose una mano a la boca–. No puede ser.
–Pero así es: la misma pluma que tomaste del libro de los recados, la que le costó probablemente menos de dos mil pesos en la librería, terminó por desviar una bala directa a mi corazón. El mundo obra de maneras muy raras a veces, ¿no?
Maribel no supo qué responder.
–¿Qué dijeron los doctores? ¿Terminaste con alguna herida seria…?
–No, nada de eso. Salvo, bueno, que me duele un poco el pecho; es como si me hubieran dado con un palo.
–¿Sólo eso?
–Sí, por fortuna.
–¡Qué bueno que estés bien! –le dijo Maribel, tomándole las manos para acariciarlas y besarlas–. Me moriría si te llegara a pasar algo.
Gustavo agachó la cabeza haciendo un fuerte esfuerzo para no llorar frente a su esposa. Si se derrumbaba él, seguramente también lo haría ella.
–Lo bueno es que estoy bien y de vuelta en casa –comentó, haciendo un gran esfuerzo para sonreír.
–Hice puré con huevos fritos y vienesas para el almuerzo; te guardamos un poco. ¿Quieres?
–No, no, gracias, no tengo hambre.
–¿Y un té, o un agua de algo?
–No, no, está bien, Maribel, gracias. Sólo quiero acostarme y descansar contigo al lado.
Los ojos de su esposa estaban brillando de la emoción; Gustavo supo que si seguían conversando ahí sobre la mesa, ella no tardaría en romper en llanto.
–Déjame guardar estos platos y me voy a la cama.
–Te espero ahí –anunció Gustavo mientras se levantaba trabajosamente. Se sentía tan cansado como si hubiera laborado por al menos unos tres días enteros sin dormir; sin embargo, cuando se dirigía a su habitación matrimonial, se detuvo delante de la de sus hijos y dudó si entrar a verlos o no: al otro día tenían que ir al colegio y no quería despertarlos molestándolos con su presencia. Pero luego recordó lo cerca que había estado de la muerte y de no verlos nunca más en la vida; le invadieron ganas de llorar ahí mismo, pero fue más fuerte y abrió la puerta de la manera más sigilosa posible. Adentro, sus dos hijos dormían profundamente cada uno en su cama. Pensó en lo frágil que era la vida, en el hecho que en cualquier momento alguien podía venir a arrebatártela y en que nadie en realidad tenía asegurado nada, ni los días ni las horas ni los segundos. Estuvo tentado de acariciar las cabezas de ambos, despertarlos y decirles cuánto los quería, mas pensó que hacerlo al día siguiente tal vez fuera una mejor idea.
No obstante, antes de volver sobre sus pasos y seguir con el trayecto hasta su cuarto, advirtió que en la mesa de noche ubicada entre ambas camas había un dibujo de un dinosaurio hecho por su hijo menor; lo supo al instante por su obsesión para con ellos y porque era el único capaz de escribir en el encabezado de éste “te quiero papa” sin luego sentir vergüenza de ello como lo hacía su hermano mayor. Sorprendido, sintiendo cómo su boca se desencajaba, vio su lapiz de la suerte (una pluma con su nombre grabado en ella) descansando a un lado; parecía estar durmiendo como sus hijos, inocente, inconsciente de que su desaparición había hecho que Maribel pusiera otra en su pecho, terminando por salvarle la vida; porque Gustavo acostumbraba a llevar su pluma dentro del maletín, no en el bolsillo de su camisa, lo que no dejaba de ser una diferencia bastante significativa.

Entonces Gustavo no aguantó más: se llevó sus manos hasta el rostro y no pudo parar de llorar desconsoladamente hasta que despertaron sus dos hijos y Maribel entró al cuarto.