Historia #228: El huevo entre las paltas

Mis tíos abuelos de La Calera siempre nos mandan cajas llenas de paltas cuando arriba la temporada: con un huerto repleto de paltos, sus frutos son tan numerosos, que ni comiéndolos todos los días o regalándoselos a conocidos consiguen deshacerse de ellos sin que terminen pudriéndose en cajas apiladas en un rincón de la casa.
Por lo mismo mi mamá llegó un día con montón de ellas a cuestas, haciendo un gesto para que le ayudásemos a entrarlas a la cocina. Con mi hermana tomamos la caja de cartón entre sus manos (que estaba pesadísima) y la depositamos sobre la mesa con mucho cuidado. Acto seguido, mi mamá le quitó la cinta de embalaje con un cuchillo y nos encontramos con una infinidad de paltas del otro lado. ¡Casi chillamos de felicidad!
Así que sin perder más tiempo, tomé un par de ellas para prepararlas y comenzar a comerlas al instante. Mi hermana preparó el té y puso la mesa mientras mi mamá se lavaba las manos y se ponía decente para comer con nosotros.
Resultó que las paltas estaban deliciosas y cremosas, como las prefiero siempre, y eso sumado a un pan amasado recién tostado, produjo en mí la sensación de estar viviendo en el Paraíso, completamente extasiado. Y no sólo eso: mi mamá y mi hermana terminaron pensando lo mismo, llegando a comer más de lo que incluso acostumbran a devorar a esa hora de las onces.
            Por la misma razón el número de las paltas fue decreciendo a una velocidad considerable (eso sumado a nuestro temor por su pronta pudrición) y no tardamos en encontrarnos con la verdadera sorpresa que había en esa caja. En el fondo de ella, como si intentara pasar desapercibido como una palta más, se hallaba un huevo el triple de grande de lo normal; de hecho, para ser francos, ese huevo no tenía nada de normal.
            Al principio pensamos que se trataba de un huevo de avestruz, regalo excéntrico por parte de nuestros tíos abuelos, pero mi hermana reparó en que éste tenía unas manchas oscuras con forma de luna creciente repartidas por toda su superficie, cosa que no habíamos visto en ningún documental hasta la fecha. Ninguno de nosotros sabía tampoco de qué clase de ovíparo podía ser esta cría (¿se llaman así los huevos que aún no eclosionan?), por lo que optamos por sacarlo de la caja y mantenerlo en un lugar fresco hasta que supiéramos un poco más sobre su procedencia y cómo prepararlo.
            Con mi hermana buscamos en diferentes foros de Internet cualquier cosa relacionada con alguna especie cuyos huevos tuvieran las mismas manchas que aparecían en nuestro ejemplar, pero todo intento fue en vano: los enlaces sólo nos enviaban a conversaciones fantásticas sobre ficción y libros e historias de las cuales poco se sabía en el mundo. Al final desistimos y esperamos hasta que a nuestra mamá se le ocurriera un plato en el que prepararlo. Yo imaginé lo rico que podía saber frito, recubriendo un montón de papas fritas relucientes de aceite, mientras que mi hermana se lo imaginaba duro, molido, hecho pasta, sobre sus sándwiches con tomate. Nos adentramos tanto en estas imágenes mentales, que no tardamos en enzarzarnos en una fútil disputa sobre quien tenía la razón al respecto.
Y bueno, estábamos en eso cuando sucedió lo más raro de todo. Primero oímos el ruido de algo resquebrajarse; luego un extraño y agudo chillido proveniente de la cocina, ahí donde justamente se encontraba el huevo. Con mi hermana nos miramos y corrimos en su dirección, encontrándonos con éste todo trizado y vibrante, como si algo dentro pugnara por salir de su interior. No lo podíamos creer: ¡íbamos a presenciar por fin el milagro de la vida! Pero nuestras expresiones cambiaron drásticamente al ver que tras abrir un boquete en un punto de la cáscara, lo que salía de su interior no eran las incipientes alas de un pájaro, ni menos las rugosas extremidades de un reptil, sino que las peludas y viscosas patas de un…
−¿Gato?
No lo podíamos creer: del huevo estaba naciendo… ¿un gato?
            −¿Pero que no los gatos nacen directamente de otro… gato?
            −Tampoco lo entiendo –acotó mi hermana.
            Luego de un par de minutos, la cosa peluda en su interior logró salir toda pringosa para comenzar a maullar como una posesa sobre la mesa. Mi hermana corrió a buscar un plato hondo y pequeño en el cual verter un poco de leche para que bebiera y se alimentara. El gato, ciego todavía, olisqueó el aire hasta que dio con su posición y comenzó a beber como si estuviera muerto de hambre.
            Así nos mantuvimos entretenidos hasta que llegó nuestra mamá y supo de lo sucedido. Alarmada, no tardó en llamar a mis tíos abuelos para preguntarles sobre la procedencia de tan fantástico huevo.
            Al cabo de un rato, al momento de cortar la llamada telefónica, nos quedó mirando como si no pudiera asimilarlo.
            −Me dijeron que ellos no mandaron ningún huevo entre las paltas. Nunca han sabido de ningún huevo con los mismos detalles que éste.
            −Pero entonces…, ¿cómo…?
            −No sé…, quizá algún error de envío…
            Pero aquello era imposible: afuera de la caja de paltas en cuestión, venía escrita nuestra dirección y los datos personales de mi mamá del mismo puño y letra de nuestra tía abuela; una equivocación de esa índole no era plausible.
            −¿Qué hacemos con el gato?

            La respuesta fue llegando con el mismo paso de los días: el gato, al final de cuentas, resultó ser una gata, su pelaje se fue aclarando en ciertos puntos hasta quedar en tres marcados colores (negro, blanco y marrón, como si fuera el intento de una gata carey) y acabó por no dar muestras de mucha diferencia con respecto de sus congéneres nacidos por las vías naturales que todos conocemos. Por lo mismo no dudamos en adoptarla, darle un nombre y prometerle los cuidados correspondientes para con un animal como ella. Y es que después de todo, ésta no deja de ser una criatura como cualquier otra que necesita de cariño, amor y responsabilidad, independiente de la manera en que haya llegado a este mundo, sea ésta correcta o completamente antinatural. Y bueno, no es que esta sea una gata completamente fuera de lo normal: hasta ahora no ha dejado de seguir los mismos patrones de hábito que cualquiera de los de su especie: juega, duerme un montón, busca cariño en todos los que tiene cerca y llora cuando no hay nadie a su lado… Y aunque mi hermana asegura haberla sorprendido comiendo carne cruda desde el refrigerador mismo y destripando a un montón de pájaros como si gozara al hacerlo, estoy seguro que es una gata normal y corriente como todas las demás. Estoy muy, muy seguro de ello. 

Historia #227: La historia de la ciega de la esquina

Una vez vi a una ciega jugar a la pelota con lo que parecían ser sus hijos y nadie me creyó. Todos conocían a la ciega, por supuesto, porque pedía limosna sentada en la misma esquina desde que entramos al colegio, pero nadie daba crédito a lo que había presenciado mientras iba en la micro atrasado a clases. Al principio me dio una rabia enorme, y no por el hecho que ninguno de mis compañeros creyera en mis palabras, sino porque la ciega continuaba pidiendo monedas ahí, en la misma escalera de siempre, recibiendo dinero que bien podría serle útil a gente que de verdad lo necesitara. Cada vez que pasaba por su lado y me decía que si por favor le regalaba una moneda, me daban unas ganas enormes de sentarme a su lado y decirle: “usted no es ciega, señora, usted está mintiendo, por favor deje de robarle a la gente”, pero naturalmente desistía en el último instante y seguía con mi camino sin dejar de apretar mis puños como si nunca se me hubiera cruzado ninguna idea loca por la cabeza, esperando de todo corazón a que alguien, cualquier persona, por fin pudiera ponerle fin al robo que le hacía a todos los transeúntes inocentes que pasaban por su calle.
            Hasta que una mañana, eventualmente borracho después de una fiesta en la que perdí todas mis cosas (incluida mi dudosa dignidad, según me dijeron), la vi y me sentí con los ánimos suficientes como para acercarme a ella y conversarle por un rato. Le corté su eterna oración para pedir monedas con un saludo y le estreché la mano con la que sostenía su bastón de no vidente. Al principio se asustó un poco, pero después de decirle que la conocía desde que entré al colegio, se calmó y pudo contestar a las preguntas que le fui formulando mientras la calle continuaba con su ajetreo rutinario. Obviamente lo primero que le pregunté fue si de verdad era ciega; y antes que ella pudiera responderme que cómo se le ocurría preguntarle tamaña desfachatez, le dije que una vez, mientras me dirigía atrasado al colegio en la micro, la sorprendí jugando a la pelota con tres (o cuatro niños, no lo recordaba muy bien) como si nunca hubiera padecido de ceguera.
Su semblante se desencajó tras sus gafas oscuras y percibí cómo su mirada contactaba con la mía por un breve segundo, lo suficiente para saber que la mujer, después de todo, estaba mintiendo como yo siempre supuse.
“Sí, estás en lo cierto”, dijo ella, agachando su cabeza de manera casi imperceptible. “Siempre supe que no debería haber hecho eso: salir a la calle a jugar a la pelota con los niños... Pero qué se le va a hacer: la vida no es para esconderse por siempre en una casa, ¿no?”.
“¿Entonces usted no es ciega?”, le pregunté.
La mujer pareció dudar. Ningún transeúnte reparó en la conversación que llevábamos a cabo.
“En un comienzo, no”, dijo ella. “En un comienzo me hacía pasar por ciega sin serlo, y como ganaba mejor que cuando trabajaba, decidí seguir con esto aunque tuviera que encerrarme por siempre dentro de mi casa”. La mujer hizo una ligera pausa. “Lo malo, y sin que tuviera la oportunidad para hacer algo para evitarlo, quedé ciega de la noche a la mañana sin ningún tipo de explicación. Es como si de tanto hacerme pasar por ciega, mi cuerpo por fin decidiera… hacerme ciega de verdad”.
Aquello me dejó anonadado. Pestañeé repetidas veces para mantenerme lo más agilizado de mente posible y continué prestándole atención.
“Lo que usted me dice me parece terrible”, le dije. “Pero se lo tiene bien merecido”.
“¿En serio crees que me lo merezco?”.
“Se hizo pasar por ciega, ¿no? Está bien que viva sus efectos ahora”.
La mujer esperó unos segundos antes de decirme: “tienes razón. Tienes toda la razón” y ponerse a llorar amargamente sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Por lo mismo le palmeé un poco la espalda y esperé a que terminara con su show de una vez por todas. Le di el trozo sin usar de un pañuelo desechable de mi bolsillo (único vestigio de mis pertenencias) para que limpiara sus ojos húmedos con cuidado.
Cuando acabó esta operación me miró directo a los ojos, y con una expresión rayana en el asombro, me declaró: “¡estoy viendo! ¡Estoy viendo de nuevo!”. La  mujer empezó a reír como si hubiera escuchado el mejor chiste del mundo y, gritando de la emoción, se incorporó y me tomó de los hombros para imitarla.
“¡Estoy viendo, estoy viendo!”, continuó gritando la mujer, levantando sus brazos regordetes. “¡He vuelto a ver!”.
Pero a nadie pareció quedarle muy claro si la mujer decía la verdad o continuaba con la mentira infame sobre su ceguera. Porque luego de gritárselo a todo quien transcurrió por la calle durante ese momento, la mujer se exaltó tanto, que comenzó a correr en todas direcciones sin percatarse que el semáforo de la calle contraria daba justamente verde, y que los vehículos que aceleraban contra ella poco y nada podían hacer para evitar arrollarla, transformando la escena en algo totalmente espantoso.
Sus restos fueron sepultados dos días después, acompañados de la mayoría de sus familiares y unos cuantos curiosos que quisieron alimentar los rincones fetichistas de sus cabezas. Naturalmente quise acercarme a ellos y preguntarles por la verdadera historia de la mujer de las limosnas, pero tenía cierta seguridad en que mis palabras no fueran tomadas a bien y recibiera un buen castigo por mi poco oportunismo.

Por lo mismo sigo con la idea que, de cierta manera, yo obré un milagro para con ella al darle un trozo de pañuelo desechable capaz de restituir su vista luego de que la perdiera sin explicación alguna. Y bueno, si la mujer continuaba engañándome al momento de ponerse a gritar por haberla descubierto en su gran mentira, fingiendo que había recobrado la vista para dejarla tranquila de una vez por todas, muriendo de forma sorpresiva e inesperada, allá ella: yo por mi parte seguía contándoles a todos que había compartido un milagro con ella, permitiéndole ver, aunque fueran unos escasos segundos antes de su muerte, lo hermosos que son los matices de nuestro día a día.

Historia #226: Censo 2012

Si el Censo del 2012 fue una mierda, es porque tipos como yo tuvieron la culpa. Y es que ahora que ya prácticamente pasó la vieja, puedo admitir que mientras trabajé en aquel fatídico proceso, funcioné prácticamente como un espía doble entre sus filas: porque si bien hacía la pega que me encomendaban semana a semana –recuerden que ese Censo tuvo una duración de casi dos meses–, también me encargaba de sabotearlo al mismo tiempo: llenaba los formularios de las casas deshabitadas como si de verdad hubiera censado a una familia adentro, pegaba los sellos de los hogares visitados en fachadas donde aún no llegaban mis colegas, decía que algunas casas se hallaban vacías cuando en realidad no encontraba a nadie adentro o me daba flojera continuar censando por el sector, etcétera, etcétera. Lo más gracioso era ir a las reuniones con los encargados de los grupos de censistas (celebradas una o dos veces por semana) y escuchar de su boca que existían casos bastante raros en que ciertas casas exhibían las pegatinas del Censo sin que la familia hubiera participado del proceso. “Alguien está saboteando nuestro trabajo”, dijo el encargado, como si le fastidiara la idea de que el Censo fuera una chapuza que no sirviera para nada al final de cuentas. Luego nos miró a todos los presentes, como si pudiera dar con el chistosito que estaba arruinando nuestro trabajo con el simple hecho de verlo. Obviamente los aludidos nos removimos incómodos, esperando que no sospecharan de ninguno de nosotros; de hecho, recuerdo que levanté mi mano y opiné que ojalá dieran pronto con ese bribonzuelo para darle su merecido. “El Gobierno no puede seguir perdiendo más dinero ni recursos por idiotas como él. Hay que detenerlo”, dije. El encargado me sonrió, satisfecho por mi actitud, y dijo que luego tendríamos más información al respecto. Después, cuando la reunión continuó por otros derroteros, pude por fin arrellanarme en mi asiento y pensar en las actrices porno que más me gustaban, siempre fingiendo que prestaba toda la atención del mundo a lo que se hablaba. Naturalmente nunca descubrieron mi fraude, lo que a la larga puede definirse (o representarse) como un grano de arena, mi pequeña contribución para la gran basura que fue el Censo de ese año. Así que si piensan en lo agradable que fue este día para ustedes que están en la casa, descansando en familia, viendo películas, o haciendo la cosa que sea, agradézcale mentalmente a tipos como yo y su incansable tarea del arruinar el Censo 2012 y muchos de los procesos gubernamentales. Y bueno, si les tocó censar, piensen que esas quince luquitas que les llegarán dentro de poco no estarán de más al momento de pensar en hacerse mierda el hígado o escapar de la ciudad por un par de días. A todo hay que mirarle el lado bueno, ¿no?