Historia #227: La historia de la ciega de la esquina

Una vez vi a una ciega jugar a la pelota con lo que parecían ser sus hijos y nadie me creyó. Todos conocían a la ciega, por supuesto, porque pedía limosna sentada en la misma esquina desde que entramos al colegio, pero nadie daba crédito a lo que había presenciado mientras iba en la micro atrasado a clases. Al principio me dio una rabia enorme, y no por el hecho que ninguno de mis compañeros creyera en mis palabras, sino porque la ciega continuaba pidiendo monedas ahí, en la misma escalera de siempre, recibiendo dinero que bien podría serle útil a gente que de verdad lo necesitara. Cada vez que pasaba por su lado y me decía que si por favor le regalaba una moneda, me daban unas ganas enormes de sentarme a su lado y decirle: “usted no es ciega, señora, usted está mintiendo, por favor deje de robarle a la gente”, pero naturalmente desistía en el último instante y seguía con mi camino sin dejar de apretar mis puños como si nunca se me hubiera cruzado ninguna idea loca por la cabeza, esperando de todo corazón a que alguien, cualquier persona, por fin pudiera ponerle fin al robo que le hacía a todos los transeúntes inocentes que pasaban por su calle.
            Hasta que una mañana, eventualmente borracho después de una fiesta en la que perdí todas mis cosas (incluida mi dudosa dignidad, según me dijeron), la vi y me sentí con los ánimos suficientes como para acercarme a ella y conversarle por un rato. Le corté su eterna oración para pedir monedas con un saludo y le estreché la mano con la que sostenía su bastón de no vidente. Al principio se asustó un poco, pero después de decirle que la conocía desde que entré al colegio, se calmó y pudo contestar a las preguntas que le fui formulando mientras la calle continuaba con su ajetreo rutinario. Obviamente lo primero que le pregunté fue si de verdad era ciega; y antes que ella pudiera responderme que cómo se le ocurría preguntarle tamaña desfachatez, le dije que una vez, mientras me dirigía atrasado al colegio en la micro, la sorprendí jugando a la pelota con tres (o cuatro niños, no lo recordaba muy bien) como si nunca hubiera padecido de ceguera.
Su semblante se desencajó tras sus gafas oscuras y percibí cómo su mirada contactaba con la mía por un breve segundo, lo suficiente para saber que la mujer, después de todo, estaba mintiendo como yo siempre supuse.
“Sí, estás en lo cierto”, dijo ella, agachando su cabeza de manera casi imperceptible. “Siempre supe que no debería haber hecho eso: salir a la calle a jugar a la pelota con los niños... Pero qué se le va a hacer: la vida no es para esconderse por siempre en una casa, ¿no?”.
“¿Entonces usted no es ciega?”, le pregunté.
La mujer pareció dudar. Ningún transeúnte reparó en la conversación que llevábamos a cabo.
“En un comienzo, no”, dijo ella. “En un comienzo me hacía pasar por ciega sin serlo, y como ganaba mejor que cuando trabajaba, decidí seguir con esto aunque tuviera que encerrarme por siempre dentro de mi casa”. La mujer hizo una ligera pausa. “Lo malo, y sin que tuviera la oportunidad para hacer algo para evitarlo, quedé ciega de la noche a la mañana sin ningún tipo de explicación. Es como si de tanto hacerme pasar por ciega, mi cuerpo por fin decidiera… hacerme ciega de verdad”.
Aquello me dejó anonadado. Pestañeé repetidas veces para mantenerme lo más agilizado de mente posible y continué prestándole atención.
“Lo que usted me dice me parece terrible”, le dije. “Pero se lo tiene bien merecido”.
“¿En serio crees que me lo merezco?”.
“Se hizo pasar por ciega, ¿no? Está bien que viva sus efectos ahora”.
La mujer esperó unos segundos antes de decirme: “tienes razón. Tienes toda la razón” y ponerse a llorar amargamente sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Por lo mismo le palmeé un poco la espalda y esperé a que terminara con su show de una vez por todas. Le di el trozo sin usar de un pañuelo desechable de mi bolsillo (único vestigio de mis pertenencias) para que limpiara sus ojos húmedos con cuidado.
Cuando acabó esta operación me miró directo a los ojos, y con una expresión rayana en el asombro, me declaró: “¡estoy viendo! ¡Estoy viendo de nuevo!”. La  mujer empezó a reír como si hubiera escuchado el mejor chiste del mundo y, gritando de la emoción, se incorporó y me tomó de los hombros para imitarla.
“¡Estoy viendo, estoy viendo!”, continuó gritando la mujer, levantando sus brazos regordetes. “¡He vuelto a ver!”.
Pero a nadie pareció quedarle muy claro si la mujer decía la verdad o continuaba con la mentira infame sobre su ceguera. Porque luego de gritárselo a todo quien transcurrió por la calle durante ese momento, la mujer se exaltó tanto, que comenzó a correr en todas direcciones sin percatarse que el semáforo de la calle contraria daba justamente verde, y que los vehículos que aceleraban contra ella poco y nada podían hacer para evitar arrollarla, transformando la escena en algo totalmente espantoso.
Sus restos fueron sepultados dos días después, acompañados de la mayoría de sus familiares y unos cuantos curiosos que quisieron alimentar los rincones fetichistas de sus cabezas. Naturalmente quise acercarme a ellos y preguntarles por la verdadera historia de la mujer de las limosnas, pero tenía cierta seguridad en que mis palabras no fueran tomadas a bien y recibiera un buen castigo por mi poco oportunismo.

Por lo mismo sigo con la idea que, de cierta manera, yo obré un milagro para con ella al darle un trozo de pañuelo desechable capaz de restituir su vista luego de que la perdiera sin explicación alguna. Y bueno, si la mujer continuaba engañándome al momento de ponerse a gritar por haberla descubierto en su gran mentira, fingiendo que había recobrado la vista para dejarla tranquila de una vez por todas, muriendo de forma sorpresiva e inesperada, allá ella: yo por mi parte seguía contándoles a todos que había compartido un milagro con ella, permitiéndole ver, aunque fueran unos escasos segundos antes de su muerte, lo hermosos que son los matices de nuestro día a día.