Una vez vi a una ciega jugar
a la pelota con lo que parecían ser sus hijos y nadie me creyó. Todos conocían
a la ciega, por supuesto, porque pedía limosna sentada en la misma esquina
desde que entramos al colegio, pero nadie daba crédito a lo que había presenciado
mientras iba en la micro atrasado a clases. Al principio me dio una rabia
enorme, y no por el hecho que ninguno de mis compañeros creyera en mis
palabras, sino porque la ciega continuaba pidiendo monedas ahí, en la misma
escalera de siempre, recibiendo dinero que bien podría serle útil a gente que
de verdad lo necesitara. Cada vez que pasaba por su lado y me decía que si por
favor le regalaba una moneda, me daban unas ganas enormes de sentarme a su lado
y decirle: “usted no es ciega, señora, usted está mintiendo, por favor deje de
robarle a la gente”, pero naturalmente desistía en el último instante y seguía
con mi camino sin dejar de apretar mis puños como si nunca se me hubiera
cruzado ninguna idea loca por la cabeza, esperando de todo corazón a que
alguien, cualquier persona, por fin pudiera ponerle fin al robo que le hacía a
todos los transeúntes inocentes que pasaban por su calle.
Hasta que una mañana, eventualmente borracho después de
una fiesta en la que perdí todas mis cosas (incluida mi dudosa dignidad, según
me dijeron), la vi y me sentí con los ánimos suficientes como para acercarme a
ella y conversarle por un rato. Le corté su eterna oración para pedir monedas
con un saludo y le estreché la mano con la que sostenía su bastón de no vidente.
Al principio se asustó un poco, pero después de decirle que la conocía desde
que entré al colegio, se calmó y pudo contestar a las preguntas que le fui
formulando mientras la calle continuaba con su ajetreo rutinario. Obviamente lo
primero que le pregunté fue si de verdad era ciega; y antes que ella pudiera
responderme que cómo se le ocurría preguntarle tamaña desfachatez, le dije que
una vez, mientras me dirigía atrasado al colegio en la micro, la sorprendí
jugando a la pelota con tres (o cuatro niños, no lo recordaba muy bien) como si
nunca hubiera padecido de ceguera.
Su semblante se
desencajó tras sus gafas oscuras y percibí cómo su mirada contactaba con la mía
por un breve segundo, lo suficiente para saber que la mujer, después de todo,
estaba mintiendo como yo siempre supuse.
“Sí, estás en
lo cierto”, dijo ella, agachando su cabeza de manera casi imperceptible.
“Siempre supe que no debería haber hecho eso: salir a la calle a jugar a la
pelota con los niños... Pero qué se le va a hacer: la vida no es para
esconderse por siempre en una casa, ¿no?”.
“¿Entonces
usted no es ciega?”, le pregunté.
La mujer
pareció dudar. Ningún transeúnte reparó en la conversación que llevábamos a
cabo.
“En un
comienzo, no”, dijo ella. “En un comienzo me hacía pasar por ciega sin serlo, y
como ganaba mejor que cuando trabajaba, decidí seguir con esto aunque tuviera
que encerrarme por siempre dentro de mi casa”. La mujer hizo una ligera pausa.
“Lo malo, y sin que tuviera la oportunidad para hacer algo para evitarlo, quedé
ciega de la noche a la mañana sin ningún tipo de explicación. Es como si de
tanto hacerme pasar por ciega, mi cuerpo por fin decidiera… hacerme ciega de
verdad”.
Aquello me dejó
anonadado. Pestañeé repetidas veces para mantenerme lo más agilizado de mente
posible y continué prestándole atención.
“Lo que usted
me dice me parece terrible”, le dije. “Pero se lo tiene bien merecido”.
“¿En serio
crees que me lo merezco?”.
“Se hizo pasar
por ciega, ¿no? Está bien que viva sus efectos ahora”.
La mujer esperó
unos segundos antes de decirme: “tienes razón. Tienes toda la razón” y ponerse
a llorar amargamente sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Por lo mismo le
palmeé un poco la espalda y esperé a que terminara con su show de una vez por
todas. Le di el trozo sin usar de un pañuelo desechable de mi bolsillo (único
vestigio de mis pertenencias) para que limpiara sus ojos húmedos con cuidado.
Cuando acabó
esta operación me miró directo a los ojos, y con una expresión rayana en el
asombro, me declaró: “¡estoy viendo! ¡Estoy viendo de nuevo!”. La mujer empezó a reír como si hubiera escuchado
el mejor chiste del mundo y, gritando de la emoción, se incorporó y me tomó de
los hombros para imitarla.
“¡Estoy viendo,
estoy viendo!”, continuó gritando la mujer, levantando sus brazos regordetes.
“¡He vuelto a ver!”.
Pero a nadie
pareció quedarle muy claro si la mujer decía la verdad o continuaba con la
mentira infame sobre su ceguera. Porque luego de gritárselo a todo quien
transcurrió por la calle durante ese momento, la mujer se exaltó tanto, que
comenzó a correr en todas direcciones sin percatarse que el semáforo de la
calle contraria daba justamente verde, y que los vehículos que aceleraban
contra ella poco y nada podían hacer para evitar arrollarla, transformando la
escena en algo totalmente espantoso.
Sus restos
fueron sepultados dos días después, acompañados de la mayoría de sus familiares
y unos cuantos curiosos que quisieron alimentar los rincones fetichistas de sus
cabezas. Naturalmente quise acercarme a ellos y preguntarles por la verdadera
historia de la mujer de las limosnas, pero tenía cierta seguridad en que mis
palabras no fueran tomadas a bien y recibiera un buen castigo por mi poco
oportunismo.
Por lo mismo
sigo con la idea que, de cierta manera, yo obré un milagro para con ella al
darle un trozo de pañuelo desechable capaz de restituir su vista luego de que
la perdiera sin explicación alguna. Y bueno, si la mujer continuaba engañándome
al momento de ponerse a gritar por haberla descubierto en su gran mentira, fingiendo
que había recobrado la vista para dejarla tranquila de una vez por todas,
muriendo de forma sorpresiva e inesperada, allá ella: yo por mi parte seguía
contándoles a todos que había compartido un milagro con ella, permitiéndole
ver, aunque fueran unos escasos segundos antes de su muerte, lo hermosos que
son los matices de nuestro día a día.