Luego de pagarle y darle las
gracias al conductor, Alberto se bajó del vehículo atacado por un breve acceso
de vértigo. Tratando de mantener la compostura, escrutó el cielo y los
alrededores, escuchando cómo el taxi se marchaba lejos, camino recto, dejando
una enorme polvareda a su paso.
Era mediodía,
las nubes refulgían superpuestas en un cielo de tono opalino, y tal como había
dicho Tatiana, por ahí no existía la presencia de ningún vecino a la redonda: el
escenario constaba de un extenso camino de tierra rodeado de piedras y de una
vegetación árida compuesta mayoritariamente por cactus apiñados y otras plantas
cuyo nombre Alberto desconocía. El joven sabía que más allá, a muchos metros de
allí, se hallaba una playa pequeña a la que sólo se podía acceder con un
vehículo especializado; se lo había dicho Tatiana, la primera o la segunda vez
que se encontraron en un after hour del Tomorrow’s,
cuando las puertas de todos los demás locales nocturnos se encontraban
cerradas.
Alberto respiró
hondo y encaminó hacia la entrada de madera que tenía al frente. Amurallada
hasta el metro de altura, con rejas cubriendo otro metro y medio adicionales, y
rodeada por un jardín diverso pero mal cuidado, la casa que se alzaba ante sus
ojos daba la clara impresión de no ser habitada con mucha frecuencia. Alberto
se acercó al timbre ubicado a su derecha y apretó el botón oscuro sobresaliente
de su superficie.
Le respondió la
voz de una mujer que, a pesar de pronunciar con delicadeza y en un tono poco
audible, se notaba un poco exaltada.
−¿Aló?
−Tatiana, soy
Alberto.
Entonces, como
si le hubieran quitado un montón de peso de encima, se oyó un ligero resoplido
del otro lado del comunicador antes que la entrada frente a Alberto se abriera
con un chasquido y su consiguiente y molesto repiquetear de ruedas sobre el
riel.
Alberto no supo
qué hacer en ese momento: por un breve instante se sintió fuera de lugar, ruin,
como si verdaderamente acabara de tocar fondo; quiso huir de aquel lugar
abandonado de la mano de Dios, no haber pensado siquiera en presentarse ante
esa casa, pero el taxi que lo trajo se había marchado lejos, y encontrar uno
que lo llevara de vuelta a la ciudad era más difícil que hallar algo de bondad
en un antiguo torturador político. Sin embargo, toda sensación fatal se
desvaneció al ver Alberto a Tatiana tal como iba vestida. Si bien la mujer
constaba de unos cuarenta y tantos años –nunca le había querido decir la edad a
éste, pero Alberto sabía que menor de cuatro décadas era imposible que fuera−,
su cuerpo se traslucía despampanante tras el piyama de seda negra que llevaba
puesto; ni luces de las múltiples primaveras cumplidas que marcaban ciertas líneas
en su piel y rostro.
−Pensé que no
ibas a venir –le dijo Tatiana, haciendo ademanes para que Alberto ingresara junto
a ella.
Lo primero que
le saltó a la vista a Alberto, fue que todo se encontraba pulcramente ordenado:
los adornos parecían seleccionados para estar uno al lado del otro, los libros
de los estantes correlativos por autor y tamaño, las plantas de interior bien
posicionadas en puntos armoniosos, casi estratégicos, ni comparado con el
ambiente caótico que reinaba 24/7 en su departamento de soltero.
−Qué bonita tu
casa –dijo Alberto, sintiéndose un tanto estúpido.
−Gracias –le
respondió Tatiana, conduciéndolo por un corto pasillo hasta el vestíbulo de su
hogar, donde había una tele apostada frente a un mullido sofá, una mesa de
centro con un libro encima (de Paulo Coelho) que seguramente la mujer leía
mientras le esperaba, dos habitaciones a su derecha, una puerta a su espalda que
de seguro daba al baño, y la cocina y comedor (Alberto se percató de esto
porque su entrada se encontraba entornada) a la izquierda−. La ordené ayer;
estaba hecha un desastre.
“No tanto como
la mía”, pensó Alberto, tentado de mirar abiertamente a su alrededor para
buscar alguna foto familiar que le indicara el aspecto del hombre al cual
Tatiana le pondría los cuernos con su persona. Pero supuso que aquello sería
una total desfachatez dado el caso de su reciente llegada. Quizá luego, cuando
los ánimos estuvieran ya más calmos y el acto en cuestión estuviera consumado.
No fuera que le viniera un acceso de culpabilidad cuando las cosas empezaran a
ponerse, digamos, calientes…
−¿Te costó
mucho llegar acá? –quiso saber Tatiana, tomando el libro de Paulo Coelho de la
mesa para guardarlo en uno de los estantes cercanos; Alberto advirtió que
irónicamente se llamaba Adulterio,
cosa que le hizo sentir un tanto incómodo, como si fuera parte de un plan
fraguado por Tatiana.
−No tanto
–replicó el joven−. Pensé que ningún taxi me traería hasta acá, pero cuando le
muestras unos billetes de los azules a esos tipos, son capaces hasta de
bailarte y desnudarse mientras conducen.
Tatiana sonrió
por el comentario.
−Te dije que
este lugar estaba alejado de la mano de Dios.
Entonces
Alberto cayó en la cuenta: ahí no había nadie quien pudiera molestarles
realmente. Tatiana le había dicho que ese mismo día (un par de horas antes de
su arribo) su esposo comenzaba un viaje de negocios por Europa, y que por lo
mismo podrían estar todo el tiempo que quisieran refugiados ahí dentro, “viendo
películas, leyendo, comiendo, haciendo cochinadas”, tal y como le había dicho
ella la primera vez que le propuso aquella aventura, con la voz achispada por
los mojitos que tanto le gustaban. Estaban y estarían solos por mucho tiempo, y
nadie les molestaría.
−¿Deseas algo
para beber? –le preguntó la mujer, haciendo el ademán de dirigirse a la
cocina−. Tengo té, café, cervezas, jugo, agua…
Pero Alberto la
detuvo a medio camino tomándola por la cintura, sintiendo su trabajado cuerpo
bajo su piyama. En vez de responderle, la atrajo a sí y acercó su cara a la
suya. Comenzó besándole el cuello, luego los lóbulos de las orejas y por último
los labios. Tatiana pareció encenderse de inmediato, rodeando el cuerpo de
Alberto con sus manos con ímpetu.
Alberto sintió
una palpable erección dentro de su pantalón, y aprovechándose de su fuerza,
intentó que Tatiana se percatara de lo mismo, dándole a entender que estaba
listo para lo que ella quisiera.
La mano de
Tatiana fue más presurosa de lo que había pensado Alberto en un comienzo,
dirigiéndose rápidamente a la cremallera de su pantalón y luego a la correa que
lo sostenía. La mujer movía los dedos con experticia, y Alberto volvió a ser
consciente que ella podía ser perfectamente su propia madre.
“¡No pienses
eso ahora!”, se dijo, temiendo que su erección cayera cuesta abajo como las
Torres Gemelas. Por lo mismo, con el fin de evitar un desmoronamiento físico y
moral, llevó sus manos hasta los pechos de Tatiana, donde el tacto de su piel
algo agrietada por la edad pero bien cuidada volvió a reavivar ese fuego en su
interior, y siguió con lo suyo, recorriendo con su boca los puntos erógenos de
la mujer. De la misma manera volvió a su cuello, continuó bajando hasta su
busto y así hasta sus pechos, que sacó afuera con ayuda de sus manos. Alberto
había imaginado que los pezones de Tatiana serían negros, resquebrajados y
grandes como siempre había visto en la gente mayor que ya ha tenido hijos y ha
vivido una buena cantidad de años; por lo mismo se sintió enormemente
sorprendido al verlos y reparar en que estos eran de un tono claro, pequeños (a
pesar del tamaño considerable de sus tetas) y de aspecto frágil. Alberto pensó
en que todavía no sabía si ella había dado a luz alguna vez en su vida o no; de
hecho, jamás habían tocado el tema ese de los hijos… Y bueno, ¿quién pregunta
por los hijos cuando lo único que se desea es calmar la pasión que ruge como un
animal por dentro?
Tatiana se
quitó la parte superior de su piyama, arrojándolo por sobre su hombro con
indiferencia. Acto seguido hizo lo mismo con la camisa que Alberto llevaba
puesta, desabotonada en un abrir y cerrar de ojos por sus hábiles manos. El
joven sintió cómo los pezones endurecidos de la mujer contactaban contra su
pecho, y aquello le hizo sentir mucho más animado.
Entonces se
separaron y se quedaron mirando, Alberto con el impulso de recorrer
desvergonzadamente su cuerpo con la vista, corroborando qué tan buena estaba.
Pero se reprimió; no quería que Tatiana pensara que era otro de esos que sólo
piensan en las mujeres de manera superficial y banal.
−Alberto –dijo
la mujer. En su cara se reflejaba expectación, como si hubiera deseado que llegara
aquel momento desde hacía mucho−. No sé qué decirte, eres…
Al principio
Alberto pensó que se trataba de un vehículo transitando afuera de la casa; sin
embargo, luego consideró que aquello era muy difícil dada la ubicación alejada
del lugar en el que se encontraba. El sonido constante de un motor encendido le
hizo dar cuenta que el vehículo debía estar muy cerca…
Tatiana, que no
había reparado en ello en un comienzo, se sobresaltó al oír la reja de cierre
eléctrico abrirse afuera.
−¡No puede ser!
–exclamó antes de dirigirse a la cocina, donde seguramente tenía un visor de
visitas−. ¡Mierda, es él! –Tatiana llegó rauda al vestíbulo, donde tomó la
parte superior de su piyama para vestirse−. ¡Es mi marido!
Alberto no
podía dar crédito a las palabras de la mujer.
“¡¿Pero no se
supone que se fue de viaje?!”, intentó decir, mas sólo balbuceó unas cuantas
palabras que Tatiana ni siquiera tomó en cuenta: parecía al borde del colapso,
toda nerviosa y errática. Afuera la reja volvía a su posición original –a
juzgar por el ruido que emitía nuevamente ésta− y se pudo apreciar cómo un auto
se estacionaba en algún punto del exterior. Su motor, luego de unos cinco
segundos en neutro, se apagó con un suave ronroneo.
−¡Vamos,
muévete, escóndete rápido! –chilló Tatiana entre dientes. Alberto, presa del
terror de ser descubierto en su primera incursión como amante de una mujer
mayor, buscó su camisa con la mirada. Pero ésta no estaba por ningún lado. Su
corazón empezó a latir desbocado. El esposo de Tatiana debía estar apeándose
del auto, dando el primer paso en el suelo de tierra, su pie izquierdo, luego
el derecho…
Hasta que vio
una de las mangas de su camisa asomándose por el borde del respaldo del sofá; a
punto había estado de caer completamente del otro lado y quedar ahí, a merced
de quien la encontrase y comenzara a hacer las debidas preguntas al respecto…
Tatiana ya
tenía puesto su piyama; ahora se hallaba buscando el libro que leía antes de su
llegada en uno de los estantes, pero con lo nerviosa que estaba no recordaba el
lugar exacto donde lo había dejado. Alberto hizo de su camisa una bola y corrió
hacia las puertas de las habitaciones a su costado, seleccionando la que estaba
a la derecha por puro instinto. Ahí dentro miró a todos lados, buscando un
lugar donde esconderse; mas por asunto de tiempo, se agachó boca abajo e,
ingresando primero sus pies, se quedó bajo la única cama (de una plaza y media,
al parecer) que había ahí.
Entonces
esperó.
Se oyó un
tintineo lejano de llaves, luego el abrir de la cerradura de la puerta
principal y finalmente el ruido de pasos –parecían muy delicados y estudiados−
por el pasillo que antecedía al vestíbulo.
−¡Hernán, qué
haces acá! –dijo Tatiana, y Alberto supo que su marido jamás de los jamases
creería en su sorpresa−. ¿Perdiste el vuelo?
Alberto escuchó
más pasos, con toda seguridad
(de Hernán, así
se llamaba él)
del esposo de
Tatiana. El hombre parecía dar vueltas alrededor de ella. El joven aguzó la
vista: desde su ángulo, y gracias a que la puerta de la habitación donde se
hallaba ahora había quedado más que entornada, podía ver las patas de la mesa
de centro del vestíbulo, parte del mueble donde se hallaba el televisor frente
a un asiento (donde seguro se hallaba Tatiana) y, maravilla de maravillas, los
pies de su esposo. Calzaba unos zapatos de cuero negros y vestía un pantalón de
tela gris. Se movía, tal y como había pensado en un inicio, alrededor del sofá
donde había estado a punto de olvidar su camisa.
−Quiero que me
seas sincera, Tatiana –dijo el hombre como por toda respuesta−. Ya sé que
tienes un amante.
Listo, el
hombre lo había dicho: Tatiana había sido descubierta.
Tatiana no supo
cómo responderle inmediatamente; Alberto se imaginó su cara desfigurada por el
miedo a ser descubierta, mientras los engranes de su cabeza echaban humo por
encontrarle una rápida y airosa salida a aquel entuerto.
−No… no sé de qué
estás diciendo –replicó ésta, tartamudeando. Alberto supo en ese instante que
estaban acabados, que no había vuelta que darle.
−Lo del viaje
fue, digamos…, una mentira –dijo Hernán, quedándose quieto por fin. Alberto
intentó imaginar la expresión furibunda de su rostro, no obstante al no tener
una referencia de cómo era, y con lo muerto de miedo que se encontraba, le fue
imposible−. Lo ideé para poder pillarte con las manos en la masa. ¿Porque para
qué otra cosa necesitarías usar esta casa tan alejada de todos, siendo que me
has dicho hasta el cansancio que no te gusta y estás aburrida de ella?
El joven bajo
la cama pensó que Tatiana era de verdad muy poco precavida: su esposo no demoró
en unir unos cuantos cabos bastante claros para dar con su secreto y así
planear un duro contraataque contra sus argumentos. Alberto debió haber sabido
que las cosas podían tornarse color de hormiga si hubiera puesto un poco más de
ahínco en conocer a la mujer de la que pensaba ser su amante…
−Estás loco,
Hernán, yo…
−¡Cómo que
estoy loco, Tatiana, cómo que estoy loco! –le espetó el hombre, elevando el
volumen de su voz−. ¿O quieres que comience a buscar a tu amante dentro de la
casa para comprobar que estoy en lo cierto?
El corazón de
Alberto empezó a latir con mucha más fuerza. “Que no revise la casa, por favor,
que no revise la casa”, pensó éste de inmediato.
−¿Qué te está
pasado, Hernán? –le contestó la mujer−. ¿Cómo puedes pensar que tengo un amante
y…?
−He visto tus
conversaciones, Tatiana. No hay nada que puedas negarme.
Se hizo
entonces un silencio incómodo que Tatiana quebró balbuceando un:
−Estás mintiendo –muy poco creíble.
−Tú eres la que no sabes mentir, Tatiana, no yo. Pensé
que luego de tu romance con Alberto todo esto de tus andanzas terminaría y por
fin te decidirías a serme fiel de una vez por todas. Pero me equivoqué.
−Ya te he dicho que lo de Alberto fue un error. Nunca
quise hacerlo.
−Claro, nunca quisiste ponerme los cuernos con mi propio
primo, ¿no?
−¡Bueno, él también fue culpable por haberme incitado a
hacerlo!
−¡Y ahora eres tú la que no tuvo la culpa! –dijo Hernán−.
¡Eres muy graciosa!
−¡El gracioso eres tú, por venir con todas estas
estupideces ahora! Mira eso de perder un viaje a Europa para intentar
descubrirme con las manos en la masa y…!
−¿Por qué tienes el piyama mal puesto?
En el vestíbulo (y en toda la casa, en realidad) reinó un
silencio embarazoso, tenso. Aquél detalle los había pillado por sorpresa a
ambos, tanto a Tatiana por no haber reparado en ello antes, como a Hernán por
no haberlo utilizado antes como un argumento para su ataque.
−Porque me lo saqué y…
Alberto vio que el hombre saltó al sofá donde Tatiana
debía continuar sentada y oyó un grito asfixiado por parte de ella. “Mierda”,
pensó, “¡la está ahorcando!”.
−¡Por qué eres tan perra, maldita mal nacida! ¡Por qué!
Pero Tatiana no podía contestarle. Alberto se la imaginó
con su cara tornándose morada, los ojos saltones y ensangrentados, pidiendo un
poco de conmiseración por parte de su esposo; no obstante sólo escuchaba
quejidos ahogados, como un gato que ha sido atropellado y da sus últimos
resuellos. Alberto estuvo tentado de salir y ayudarle, darle un buen golpe a su
esposo por la espalda y liberarla; pero su cuerpo no lograba responderle: tenía
miedo a ser descubierto, que Hernán terminara por darle su merecido y ambos
acabaran con serias lesiones en el cuerpo, además de humillados.
Sin embargo los gorjeos de Tatiana se fueron volviendo
cada vez más lejanos, como si provinieran de varias habitaciones más allá, no
del vestíbulo ubicado apenas unos cuantos metros de distancia. A Alberto el
espacio entre la cama y el umbral de la habitación se le antojó enorme, casi
abismante. Quería hacerlo: quería liberarla, quería salvarla… Hasta que escuchó
cómo Tatiana daba una fuerte y desesperada bocanada antes de empezar a toser
como una posesa. Alberto no demoró en concluir que Hernán la había liberado por
fin de sus manos.
El joven escuchó cómo Hernán bufaba tratando de volver a
su inestable calma, mientras Tatiana parecía debatirse entre la vida y la
muerte.
−Sigues pensando que me puedes ver la cara –dijo Hernán,
con su voz llena de matices bajos−. Pero eso se acabó, Tatiana, perra maldita.
Eso se acabó.
Lo que siguió ocurrió de una manera tan rápida, que
Alberto temió haber gritado y puesto irremediablemente su presencia en
evidencia.
Primero se oyó un clic que resonó en toda la estancia;
después vino la expresión ahogada, sorpresiva y llena de terror de Tatiana y,
por último, el estampido que terminó por abarcarlo todo. Alberto estuvo seguro
de chillar por culpa del miedo; sólo esperaba con toda su alma que Hernán no se
hubiera percatado de aquel importantísimo detalle.
Luego, cuando
todo se hubo calmado, se escuchó un sonido bastante similar al de un saco de
papas impactando contra el suelo. A Alberto no le cupo duda que se trataba del
cuerpo de Tatiana cayendo exánime contra el piso; lo había oído un montón veces
en videos por Internet, de esos que muestran gente suicidarse arrojándose de
edificios altísimos o propinándose un certero disparo en la cabeza. Era un
sonido único y reconocible, el de la vida que acaba de abandonar el cuerpo de
una persona, y que ahora le anunciaba que dentro de poco él sería el siguiente.