Cuento #6: La envidia



En un día como cualquier otro, un joven común y corriente despertó como toda la gente común y corriente lo hace. Bostezó, se desperezó y fue al baño para lavarse la cara como solía hacerlo todas las mañanas. Pero Dios cometió un error al no evitar que pudiera romper su rutina de siempre: el joven, picado por una curiosidad que jamás había sentido, se miró al espejo y examinó hasta el más mínimo detalle de su rostro por primera vez desde que había empezado a tener consciencia. Fue así cómo comprendió las razones por las que la niña que le gustaba nunca lo había tomado en cuenta y por qué la muy zorra se besaba con otro chico que tenía menos cerebro que una marmota.
            --Soy feo –le dijo el chico a su reflejo, sorprendido--. Demonios, soy horrible.
            Claro: no tenía el pelo rubio ni los ojos azules ni las cejas finas ni los dientes blancos y derechos ni músculos que se macaran en su polera como los tenía el chico cuyas sucias manos tocaban a su amada secreta.
            El joven sintió asco al notar lo horroroso que era; sin embargo, y luego de pensarlo más detenidamente, supo que la sensación se debía por culpa de la macabra idea que había cruzado por su cabeza. Si Dios no hubiera permitido que el chico se viera en el espejo, probablemente no hubiera ocurrido nada de lo que aconteció después.
            El timbre de la casa del chico rubio, apuesto y sensual sonó a eso de las dos de la tarde, justo después del almuerzo. No hubiera creído ni en broma que quién llamaba a la puerta era el feo e imbécil que vivía unas cuantas casas más allá de la suya. Y no sólo eso: el muy horrible sonreía de oreja a oreja, con sus manos escondidas tras su espalda. Parecía un niño pequeño esperando divertirse…
            --Hola –saludó.
--¿Pero qué…?
            El chico rubio ni siquiera alcanzó a reaccionar cuando el chico feo mostró el cuchillo que tenía escondido y se lo enterró en su estómago, empujándolo hacia el interior de su casa. Fueron más o menos unas cincuenta puñaladas rápidas y bestiales, una lluvia de acero fría y sangrienta, una tormenta de gritos, risas y trozos de arroz y ensalada que el chico rubio había acabado de almorzar y que su estómago, al ser despedazado, no pudo albergar más.  
         Como el chico rubio vivía solo por razones que no intervienen mucho en esta historia, nadie podría darse cuenta de las manchas de sangre, carne y comida repartidas por todo el interior de la casa. Nadie notaría, de la misma manera, que el chico rubio había muerto.
            Y más fácil que matar al chico rubio, para el chico feo fue el llevar su cadáver hasta su casa para así continuar con su plan, porque, como todos sabemos, hoy en día ninguna persona se preocupa por el bienestar de nadie, incluso si ven a una persona cargar el cuerpo de un apuñalado por la calle a plena luz del día.
            Ya en su casa y con cuchillo en mano, el chico feo se dispuso a robarle la identidad a su víctima, cortando su cara como si de una máscara se tratara, sacando sus ojos azules y arrancando su hermoso y bien cuidado cabello desde su raíz. El joven tenía la sensación de estar jugando a la sala de operaciones de un cirujano loco en la habitación donde dormía, soñaba, veía la televisión y se masturbaba pensando en la chica que le gustaba.
            Y frente al espejo que le había permitido ver su triste realidad, se rapó el pelo con su máquina de afeitar para así poder coser encima su nuevo pelo y el rostro del chico rubio encima del suyo, mientras que con la cuchara sopera con la que solía comer el caldo de pollo que le preparaba la abuela cuando lo visitaba, se arrancó sus ojos para insertar en sus cuencas los azules del chico rubio.
            Había quedado fenomenal, casi más bello que el chico rubio… aunque ahora, a decir verdad, el chico rubio era él.
            El siguiente paso era ver si su magnífica operación daba los resultados esperados. Para eso salió a visitar a la chica que le gustaba.
            En la calle se sintió observado, querido y deseado al ver cómo muchas chiquillas bonitas y no tan bonitas se daban la vuelta para escudriñarlo, algunas mordiéndose los labios, otras sintiendo cómo un extraño líquido salía de entre sus piernas sin explicación alguna.
           
Y sorpresa fue lo que sintió la chica que le gustaba al verlo. No pudo resistirse a la tentación de abrir su boca y dejar que sus ojos brillaran por él. Era más hermoso que su novio, aunque tuviera muchos rasgos que lo hacían semejante… Sin embargo, era más atractivo: los cortes que rodeaban sus facciones con la forma de una máscara (que debían de ser producto de una mala rasurada) le daban un toque más varonil que la excitaba.
            Lo dejó entrar a su casa para permitirle sentir el sabor de sus labios, el calor de sus orgasmos, el tacto de sus pechos, la forma de sus caderas, el sabor de sus pies…
            A la chica no le importó que el joven rubio no durara los cuarenta y cinco minutos en la cama como a ella le gustaba ni que el tamaño de su pene fuera más pequeño de lo que había querido. No, no le importaban aquellos negativos detalles. ¿Por qué se debía preocupar por ello cuando el tipo rubio ojos azules que tenía al frente parecía ser la encarnación terrenal de la perfección misma?
            Y mientras la pareja se preparaba para seguir teniendo más sexo, por esas casualidades de la vida en que Dios quiso contener los resultados que su error había provocado durante la mañana, una camioneta de detectives se detuvo justo frente a la casa del chico rubio asesinado para ver si alguien les podía dar agua para saciar una sed que, inexplicablemente, les había dado a todos y en el mismo momento exacto.
            Cuando llamaron a la puerta, supieron que algo raro estaba ocurriendo, puesto que, por la hora que era (eso de las ocho de la tarde), nadie salía de sus hogares para no perderse ningún capítulo de la teleserie que estaba causando furor en la televisión.
            Decidieron, entonces, desenfundar sus armas y abrir de una patada la puerta de la casa, porque, evidentemente, algo extraño estaba ocurriendo. Lo único que encontraron al interior del hogar fueron millones de manchas de sangre repartidas por todo el lugar y trozos de algo que parecía arroz con ensalada a medio digerir. Usaron todos los aparatos de detectives para inspeccionar la escena del crimen y concluyeron, por la forma en que supuestamente se habían efectuado los cuchillazos, que el asesinato había sido obra de la envidia.
            --El asesino debe de haber sido alguien feo –especuló un detective--, porque alguien feo, de por sí, no creo que genere la envidia de alguien bonito.
            --Tienes toda la razón –dijeron los demás detectives.
            Los tipos enfundaron sus armas y salieron de la casa en búsqueda del culpable de tan brutal asesinato, ya sin sed, puesto que cómo misteriosamente había llegado, de la misma forma había desaparecido.
            Después de haber obtenido la información necesaria gracias a los vecinos de viviendas aledañas, los detectives dieron con la casa del chico más feo del vecindario. Tocó la suerte, por una de esas buenas jugadas de Dios por solucionar su error, que justo iba entrando un chico a la casa indicada, sonriendo… Pero no era feo como habían dicho sus estúpidos vecinos, sino que era hermoso: tenía el pelo rubio y los ojos azules, además de varoniles marcas en su rostro. No, él no podía ser el asesino; de hecho, él podría haber sido la víctima... o bien podía ser la nueva víctima del envidioso en cuestión.
            --¡Nos dieron mal la información! –dijo el detective que manejaba el vehículo, golpeando el manubrio--. Mejor busquemos por cuenta propia al responsable de esto –Y fue así cómo partieron en búsqueda del chico feo que había asesinado a la persona cuya sangre había manchado toda su casa. De esta manera, los detectives dieron con otro chico no tan feo dentro del vecindario, al cual, por el hecho de no tener a quien más responsabilizar y por temor de que mataran al chico rubio que habían visto entrar tan feliz a su casa, lo culparon, golpearon y mataron de exactos sesenta tiros.
            Se había hecho justicia, después de todo.

            Dios se dio cuenta de que, por desgracia, ni Él tenía el poder suficiente como para detener a un chico rubio ojos azules, aunque detrás de esa máscara de carne creada por él mismo, ese chico fuera el más horrible de todos.
            Dios sólo se sentó en su gran asiento donde contemplaba todo lo que acontecía en el mundo, sacó de su morral una pipa junto con algo de hierba de su Jardín del Edén y se dispuso a mirar cuál sería la próxima locura que haría de nuevo el chico rubio. Después de todo, era tan hermoso, que valía la pena mirarlo, aun para Él, un ser rubio de ojos azules.