En un día como
cualquier otro, un joven común y corriente despertó como toda la gente común y
corriente lo hace. Bostezó, se desperezó y fue al baño para lavarse la cara
como solía hacerlo todas las mañanas. Pero Dios cometió un error al no evitar
que pudiera romper su rutina de siempre: el joven, picado por una curiosidad
que jamás había sentido, se miró al espejo y examinó hasta el más mínimo
detalle de su rostro por primera vez desde que había empezado a tener
consciencia. Fue así cómo comprendió las razones por las que la niña que le
gustaba nunca lo había tomado en cuenta y por qué la muy zorra se besaba con
otro chico que tenía menos cerebro que una marmota.
--Soy feo –le dijo el chico a su
reflejo, sorprendido--. Demonios, soy horrible.
Claro: no tenía el pelo rubio ni los
ojos azules ni las cejas finas ni los dientes blancos y derechos ni músculos
que se macaran en su polera como los tenía el chico cuyas sucias manos tocaban
a su amada secreta.
El joven sintió asco al notar lo horroroso
que era; sin embargo, y luego de pensarlo más detenidamente, supo que la
sensación se debía por culpa de la macabra idea que había cruzado por su
cabeza. Si Dios no hubiera permitido que el chico se viera en el espejo, probablemente
no hubiera ocurrido nada de lo que aconteció después.
El timbre de la casa del chico
rubio, apuesto y sensual sonó a eso de las dos de la tarde, justo después del almuerzo.
No hubiera creído ni en broma que quién llamaba a la puerta era el feo e
imbécil que vivía unas cuantas casas más allá de la suya. Y no sólo eso: el muy
horrible sonreía de oreja a oreja, con sus manos escondidas tras su espalda.
Parecía un niño pequeño esperando divertirse…
--Hola –saludó.
--¿Pero
qué…?
El chico rubio ni siquiera alcanzó a
reaccionar cuando el chico feo mostró el cuchillo que tenía escondido y se lo
enterró en su estómago, empujándolo hacia el interior de su casa. Fueron más o
menos unas cincuenta puñaladas rápidas y bestiales, una lluvia de acero fría y
sangrienta, una tormenta de gritos, risas y trozos de arroz y ensalada que el
chico rubio había acabado de almorzar y que su estómago, al ser despedazado, no
pudo albergar más.
Como el chico rubio vivía solo por
razones que no intervienen mucho en esta historia, nadie podría darse cuenta de
las manchas de sangre, carne y comida repartidas por todo el interior de la
casa. Nadie notaría, de la misma manera, que el chico rubio había muerto.
Y más fácil que matar al chico rubio,
para el chico feo fue el llevar su cadáver hasta su casa para así continuar con
su plan, porque, como todos sabemos, hoy en día ninguna persona se preocupa por
el bienestar de nadie, incluso si ven a una persona cargar el cuerpo de un
apuñalado por la calle a plena luz del día.
Ya en su casa y con cuchillo en
mano, el chico feo se dispuso a robarle la identidad a su víctima, cortando su
cara como si de una máscara se tratara, sacando sus ojos azules y arrancando su
hermoso y bien cuidado cabello desde su raíz. El joven tenía la sensación de
estar jugando a la sala de operaciones de un cirujano loco en la habitación
donde dormía, soñaba, veía la televisión y se masturbaba pensando en la chica
que le gustaba.
Y frente al espejo que le había permitido
ver su triste realidad, se rapó el pelo con su máquina de afeitar para así
poder coser encima su nuevo pelo y el rostro del chico rubio encima del suyo,
mientras que con la cuchara sopera con la que solía comer el caldo de pollo que
le preparaba la abuela cuando lo visitaba, se arrancó sus ojos para insertar en
sus cuencas los azules del chico rubio.
Había quedado fenomenal, casi más
bello que el chico rubio… aunque ahora, a decir verdad, el chico rubio era él.
El siguiente paso era ver si su
magnífica operación daba los resultados esperados. Para eso salió a visitar a
la chica que le gustaba.
En la calle se sintió observado,
querido y deseado al ver cómo muchas chiquillas bonitas y no tan bonitas se
daban la vuelta para escudriñarlo, algunas mordiéndose los labios, otras
sintiendo cómo un extraño líquido salía de entre sus piernas sin explicación
alguna.
Y
sorpresa fue lo que sintió la chica que le gustaba al verlo. No pudo resistirse
a la tentación de abrir su boca y dejar que sus ojos brillaran por él. Era más
hermoso que su novio, aunque tuviera muchos rasgos que lo hacían semejante… Sin
embargo, era más atractivo: los cortes que rodeaban sus facciones con la forma
de una máscara (que debían de ser producto de una mala rasurada) le daban un
toque más varonil que la excitaba.
Lo dejó entrar a su casa para permitirle
sentir el sabor de sus labios, el calor de sus orgasmos, el tacto de sus
pechos, la forma de sus caderas, el sabor de sus pies…
A la chica no le importó que el
joven rubio no durara los cuarenta y cinco minutos en la cama como a ella le
gustaba ni que el tamaño de su pene fuera más pequeño de lo que había querido.
No, no le importaban aquellos negativos detalles. ¿Por qué se debía preocupar
por ello cuando el tipo rubio ojos azules que tenía al frente parecía ser la
encarnación terrenal de la perfección misma?
Y mientras la pareja se preparaba
para seguir teniendo más sexo, por esas casualidades de la vida en que Dios
quiso contener los resultados que su error había provocado durante la mañana,
una camioneta de detectives se detuvo justo frente a la casa del chico rubio
asesinado para ver si alguien les podía dar agua para saciar una sed que,
inexplicablemente, les había dado a todos y en el mismo momento exacto.
Cuando llamaron a la puerta,
supieron que algo raro estaba ocurriendo, puesto que, por la hora que era (eso
de las ocho de la tarde), nadie salía de sus hogares para no perderse ningún
capítulo de la teleserie que estaba causando furor en la televisión.
Decidieron, entonces, desenfundar
sus armas y abrir de una patada la puerta de la casa, porque, evidentemente,
algo extraño estaba ocurriendo. Lo único que encontraron al interior del hogar
fueron millones de manchas de sangre repartidas por todo el lugar y trozos de
algo que parecía arroz con ensalada a medio digerir. Usaron todos los aparatos
de detectives para inspeccionar la escena del crimen y concluyeron, por la
forma en que supuestamente se habían efectuado los cuchillazos, que el
asesinato había sido obra de la envidia.
--El asesino debe de haber sido
alguien feo –especuló un detective--, porque alguien feo, de por sí, no creo
que genere la envidia de alguien bonito.
--Tienes toda la razón –dijeron los
demás detectives.
Los tipos enfundaron sus armas y
salieron de la casa en búsqueda del culpable de tan brutal asesinato, ya sin
sed, puesto que cómo misteriosamente había llegado, de la misma forma había
desaparecido.
Después de haber obtenido la
información necesaria gracias a los vecinos de viviendas aledañas, los
detectives dieron con la casa del chico más feo del vecindario. Tocó la suerte,
por una de esas buenas jugadas de Dios por solucionar su error, que justo iba
entrando un chico a la casa indicada, sonriendo… Pero no era feo como habían
dicho sus estúpidos vecinos, sino que era hermoso: tenía el pelo rubio y los
ojos azules, además de varoniles marcas en su rostro. No, él no podía ser el
asesino; de hecho, él podría haber sido la víctima... o bien podía ser la nueva
víctima del envidioso en cuestión.
--¡Nos dieron mal la información!
–dijo el detective que manejaba el vehículo, golpeando el manubrio--. Mejor
busquemos por cuenta propia al responsable de esto –Y fue así cómo partieron en
búsqueda del chico feo que había asesinado a la persona cuya sangre había
manchado toda su casa. De esta manera, los detectives dieron con otro chico no
tan feo dentro del vecindario, al cual, por el hecho de no tener a quien más
responsabilizar y por temor de que mataran al chico rubio que habían visto
entrar tan feliz a su casa, lo culparon, golpearon y mataron de exactos sesenta
tiros.
Se había hecho justicia, después de
todo.
Dios se dio cuenta de que, por
desgracia, ni Él tenía el poder suficiente como para detener a un chico rubio
ojos azules, aunque detrás de esa máscara de carne creada por él mismo, ese
chico fuera el más horrible de todos.
Dios sólo se sentó en su gran
asiento donde contemplaba todo lo que acontecía en el mundo, sacó de su morral
una pipa junto con algo de hierba de su Jardín del Edén y se dispuso a mirar
cuál sería la próxima locura que haría de nuevo el chico rubio. Después de
todo, era tan hermoso, que valía la pena mirarlo, aun para Él, un ser rubio de
ojos azules.