Largo camino a la ruina #53: Estimulantes

Estaba en mi primer día de trabajo atendiendo uno de los bazares del terminal de buses de mi ciudad, cuando una señora se acercó a mi ventanilla y me preguntó: 
            –¿Cuánto salen los chupetes?
            Me apuntó a las golosinas como si yo no supiera qué son los chupetes a los que se refería.
            –Salen cien pesos cada uno.
            –¿Y cuánto sale éste? –repitió ella, indicando uno de los chupetes de cubierto naranjo; porque hay con cubiertos de tres colores diferentes: naranjo, morado y rojo.
            –Cien pesos –le dije, lento.
            –¿Y éste? –preguntó ella de nuevo, moviendo su índice del chupete naranjo al morado.
            –Cien pesos, señora. Todos los chupetes salen cien pesos.
            –¿Entonces –dijo ella, apuntando al chupete rojo– éste igual sale cien pesos?
            “¿Será güeona esta señora?”, pensé, reuniendo toda mi paciencia posible. Me da lata enjuiciar así a la gente, pero es que me parecía que algo no funcionaba bien dentro de la cabeza de quién tenía al frente.
            –A ver, señora –le dije–, todos los chupetes salen cien pesos (la moneda grande café y redonda de siempre o la chica con el mapuche al reverso). Los naranjos, los morados y los rojos: TODOS salen CIEN PESOS.
            La señora me quedó mirando como si comprendiera a medias. Al cabo de un par de segundos se decidió.
            –Ya, dame uno morado entonces.
            Pensé en decirle que era una rota culiá por no pedirme por favor, pero me dije que lo mejor era cerrar el trámite cuanto antes. Tomé uno de los chupetes morados del mostrador y se lo extiendo.
            –¡No, no! –me dijo, negando con la cabeza–. Quiero ÉSE –apuntó hacia uno que estaba de su lado.
            Me mordí la lengua para no insultarla y cambié el chupete morado por el elegido por ella.
            –¿Está bien AHORA, señora?
            –Sí, sí. Al tiro te pago –Metió una mano en su cartera y rebuscó en ella por unos cuantos segundos que se me hicieron eternos. Cuando ya pensaba que terminaría por convertirme en momia esperando, la mujer me mostró un billete de diez mil pesos con aire victorioso–. Supongo que tiene sencillo, ¿no?
             –¡VIEJA CONCHETUMARE, YA ME TIENE CHATO CON SUS GÜEÁS! ¡ACABO DE ABRIR EL LOCAL Y NO TENGO SENCILLO, POR LA CHUCHA, CÓMO ME VA A PAGAR UN CHUPETE DE CIEN PESOS CON DIEZ LUCAS, VIEJA RETAMBORIÁ! ¡TENGA UN POCO MÁS DE TINO, POR LA MIERDA, O SI NO VÁYASE A LA CHUCHA Y DEJE DE GÜEAR A LA GENTE! ¡NO LA CONOZCO NI MEDIA HORA Y YA LA ODIO, VIEJA CULIÁ!
            En ese momento sentí como si hubieran silenciado el terminal por completo: nadie decía ni hacía nada; ni siquiera la tele que colgaba del techo y que jamás callaba se encuentra muda.  
La señora me quedó mirando sin saber qué decir, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta; y bueno, en realidad yo tampoco sé qué dije, pero creo que perdí los estribos un poquito y cometí un pequeño error. Tomé su billete, me pagué el chupete y le di su vuelto.
            –Gracias por su compra; ojalá vuelva pronto –le dije con una sonrisa.
            Pero obviamente jamás volvió. Y yo, como era de esperar, tampoco volví a trabajar ahí.
            Resulta que la señora era la hermana de la dueña del bazar (o sea, de mi jefa), y había sido enviada con el fin de poner a prueba mi talento como vendedor tranquilo, paciente y bien hablado. Pero ahí estuve yo, arruinándolo todo como de costumbre.
            Creo que debería dejar de ir a trabajar bajo los efectos de estimulantes que me llevan en la densa.