Historia #69: Hay personas peor que tú



Me subí al bus, pagué con la tarjeta y me senté inmediatamente en el primer asiento que vi desocupado; al cabo de un rato, cuando pensaba que iba a tener otro solitario y largo viaje por la ciudad, se ubicó al lado mío un hombre mayor de difícil andar y modular. Me dijo: “voy para Las Rosas”, como esperando que le respondiera algo con qué entretenerlo; no supe qué decirle, por lo que simplemente emití un ruido parecido al de un cavernícola y miré las casas que pasaban por la ventana, haciendo como si nada. Pero el hombre volvió a insistir, esta vez diciendo trabajosamente: “antes era peluquero, y podía caminar a todos lados; ahora ya no puedo”. Entonces lo miré y me di cuenta que su cara parecía congelada en un extraño rictus, como si estuviera oliendo algo que no le agradaba mucho. “Me dio una embolia. Por eso estoy así”, me explicó, mirándome con sus ojos vidriosos. “Todo cambió de la noche a la mañana”.  

No sé por qué pensé en la facilidad que tenía para encontrarme siempre con gente así, capaz de abrir su corazón y mostrar todos sus sentimientos más profundos ante un completo desconocido como yo.

            −Uno no se da ni cuenta –siguió el hombre−, pero la vida cambia de la noche a la mañana –Sus ojos se volvieron aún más vidriosos, su rostro se contrajo como si reaccionara ante algo que le produjera mucho dolor−. Uno puede estar de lo más bien un día, y después todo se va a la mierda. Así, a la mierda –agregó, intentando chasquear sus dedos, pero debido a su precaria motricidad, le fue imposible. Entonces se largó a llorar y no supe qué hacer. Le dije: “ya, caballero, ya; al menos piense que puede seguir caminando”, intentando darle ánimos, fuerza para que dejara de llorar ahí, entre medio de todos nosotros. “Piense en que hay personas que están mucho peor que usted”, le insistí, cosa que pareció tranquilizarlo un poco.

            −Eso es lo que me dice siempre la psicóloga –declaró el hombre, secándose las lágrimas de sus ojos−. Siempre me dice que hay gente peor que yo, que mejor mire el lado bueno.

            −Es lo mejor que puede hacer –le sonreí antes de levantarme, hacer sonar el timbre y bajarme en el primer paradero a la vista. Ya afuera, me di vuelta para ver cómo otro joven se sentaba a su lado y cómo éste parecía estarle diciendo lo mismo que me había dicho a mí en un principio: “voy para Las Rosas”, antes de ponerme a pensar en lo mucho que debían de estar sufriendo las personas peor que él, las que ni siquiera podían moverse de sus camas ni desahogarse con un completo desconocido en la micro de vuelta a casa.   

Historia #68: Un hombre serenense en la capital



Llegué a Santiago y me dijeron: "bájate en Irarrázabal, toma la 506 y llega hasta Macúl con Grecia"; yapo, vine, hice caso en todas las instrucciones, pero como soy tan agüeonao', tomé la 506 pero pal otro lao'; cuento corto, llegué a Maipú, con la vejiga pal pico, me quedé sin desayuno y ahora me ven como el típico provinciano pao' culiao' de mierda.

Cuento #45: Cosas de edad



−¡Salud! –brindaron los cuatro amigos antes de encender los dos primeros porros de la jornada. Eran eso de las dos y media de un sábado en la tarde y los muchachos descansaban al lado de un canal (donde enfriaban sus demás latas de cervezas) bajo la sombra de unos frondosos y altos eucaliptos.
            −Menos mal nos dieron el día libre –dijo Alonso, limpiándose la espuma de su cerveza con la manga de la chaqueta−. Pensé que nunca íbamos a coincidir para hacer esto.
            −Sí, es verdad –asintió Carlos, antes de tomar otro sorbo de la lata−. Esos hijos de perra están abusando de nosotros.
            −Nunca nadie dijo que crecer era bonito –sentenció Jaime, dándole una fuerte calada al porro que tenía en la boca−. ¿Dónde compraron esta hierba? –agregó, alzando el pitillo.
            −A un matón de la población América Deltit –le replicó Ricardo antes de recibírselo. Le dio una calada profunda y aguantó el humo. A los segundos después, lo echó todo afuera, tosió y agregó−: ¡Están letales!
            −A ver, déjame probar –le pidió Alonso, y así le siguieron los demás.
            Luego de haber acabado con los porros, los amigos se recostaron en el pasto y abrieron nuevas y frescas latas de cerveza. Miraban al cielo con la vista perdida.
            −Echaba de menos hacer esta mierda –dijo Carlos de repente−. Estaba hasta el culo con ese trabajo de mierda.
            −Estamos todos cagados –dijo Alonso, negando con la cabeza−. El tiempo nos está dejando cagados.
            −El tiempo y el sistema. El tiempo y el sistema –Jaime sacó los cigarros del bolsillo de su camiseta y prendió uno sin que le importara la posición en la que estaba−. Crecer, de verdad, es la mierda más mierda de todas.
            −¿Oye, Jaime –le detuvo Ricardo, poniendo cara de extrañeza−, a todo esto, tú cuántos años tienes?
            Todos los demás se detuvieron a pensar que, en realidad, nadie sabía con certeza la edad exacta del otro: el hecho de que se hubieran conocido luego de sus respetivas etapas universitarias, había producido que perdieran el sentido etario con sus pares.
            −Tengo 27. ¿Y tú?
            −¡¿Tienes 27 años?! –Ricardo se incorporó, sorprendido−. ¡Yo pensé que eras mucho más joven! ¡Si pareces un niño de 23!
            −¡Yo también pensaba lo mismo! –exclamó Alonso, levantándose como su amigo−. ¡Si te ves incluso más joven que yo, que tengo la misma edad tuya! ¡Qué onda!
            −A lo mejor es un reptiliano –bromeó Carlos, y todos los demás rieron; el aludido miró de manera rápida e imperceptible a sus costados por el rabillo de sus ojos.
            −¿Se lo imaginan? –rió Alonso, poniendo cara de “qué locura más grande”. Como era el más cercano a Jaime, se acercó a su rostro−. ¿Te imaginas fueras un reptiliano encubierto? –y dicho eso, le tocó una de sus sienes a modo de broma, mientras todos los demás lo observaban divertidos. Sin embargo, todas sus expresiones cambiaron drásticamente al ver que desde el punto de la piel tocado por Alonso, ésta comenzaba a desprenderse fácilmente hacia abajo como si se tratara de una vieja y seca costra, enrollándose a la altura de su mentón, dejando al descubierto un rostro escamoso y azulado; sus ojos, antes castaños y rasgados por la marihuana, eran ahora amarillos y de pupila fina como una ranura−. No… −dijo estúpidamente Alonso antes que Jaime abriera su boca unos treinta centímetros y de ella saliera disparada una gruesa lengua (cuya punta tenía filudos dientes y ojos) que le destrozó la garganta en cuestión de segundos.
            Los demás amigos, alertados por la gran explosión de sangre ocurrida, intentaron ponerse de pie con todas sus energías, pero por desgracia, ni siquiera estuvieron a punto de lograrlo: Ricardo fue alcanzado por la lengua de Jaime antes de llegar a hacerlo siquiera y Carlos tropezó tontamente con una piedra, quebrándose una pierna al caer al suelo.
            −¡No, noooooooo! –alcanzó a gritar éste último antes de recibir de lleno en la cara la lengua carnívora de Jaime.
            Y así, luego de haber acabado con sus amigos, Jaime miró a todos lados procurando no haber sido observado por nadie, y tomando las latas de cerveza del canal, se largó de ahí volando (con su brazo izquierdo extendido hacia adelante) hasta perderse por el cielo limpio y opalino de las tres de la tarde.