Me subí al bus, pagué con la
tarjeta y me senté inmediatamente en el primer asiento que vi desocupado; al
cabo de un rato, cuando pensaba que iba a tener otro solitario y largo viaje
por la ciudad, se ubicó al lado mío un hombre mayor de difícil andar y modular.
Me dijo: “voy para Las Rosas”, como esperando que le respondiera algo con qué
entretenerlo; no supe qué decirle, por lo que simplemente emití un ruido parecido
al de un cavernícola y miré las casas que pasaban por la ventana, haciendo como
si nada. Pero el hombre volvió a insistir, esta vez diciendo trabajosamente: “antes
era peluquero, y podía caminar a todos lados; ahora ya no puedo”. Entonces lo
miré y me di cuenta que su cara parecía congelada en un extraño rictus, como si
estuviera oliendo algo que no le agradaba mucho. “Me dio una embolia. Por eso
estoy así”, me explicó, mirándome con sus ojos vidriosos. “Todo cambió de la
noche a la mañana”.
No sé por qué pensé
en la facilidad que tenía para encontrarme siempre con gente así, capaz de
abrir su corazón y mostrar todos sus sentimientos más profundos ante un completo
desconocido como yo.
−Uno no se da ni cuenta –siguió el hombre−, pero la vida
cambia de la noche a la mañana –Sus ojos se volvieron aún más vidriosos, su
rostro se contrajo como si reaccionara ante algo que le produjera mucho dolor−.
Uno puede estar de lo más bien un día, y después todo se va a la mierda. Así, a
la mierda –agregó, intentando chasquear sus dedos, pero debido a su precaria
motricidad, le fue imposible. Entonces se largó a llorar y no supe qué hacer.
Le dije: “ya, caballero, ya; al menos piense que puede seguir caminando”,
intentando darle ánimos, fuerza para que dejara de llorar ahí, entre medio de
todos nosotros. “Piense en que hay personas que están mucho peor que usted”, le
insistí, cosa que pareció tranquilizarlo un poco.
−Eso es lo que me dice siempre la psicóloga –declaró el
hombre, secándose las lágrimas de sus ojos−. Siempre me dice que hay gente peor
que yo, que mejor mire el lado bueno.
−Es lo mejor que puede hacer –le sonreí antes de
levantarme, hacer sonar el timbre y bajarme en el primer paradero a la vista.
Ya afuera, me di vuelta para ver cómo otro joven se sentaba a su lado y cómo
éste parecía estarle diciendo lo mismo que me había dicho a mí en un principio:
“voy para Las Rosas”, antes de ponerme a pensar en lo mucho que debían de estar
sufriendo las personas peor que él, las que ni siquiera podían moverse de sus
camas ni desahogarse con un completo desconocido en la micro de vuelta a casa.