Reseña #6: Hybrid theory

Todavía recuerdo cuando a uno de mis amigos del barrio le regalaron su primer computador, una máquina capaz de reproducir películas, juegos de video y, lo mejor y más significativo de todo, copiar y grabar discos compactos de música. Nadie lo podía creer: con todos mis amigos pensábamos que piratear un disco de música era algo totalmente imposible, una idea que muchos planteaban desde la ensoñación, pero que nadie se atrevía a manosearla por mucho rato por temor a saborear algo que nunca llegarían a vivir o ver con sus propios ojos.
            Pero ahí estaba: ese gran y moderno computador capaz de copiar discos cuantas veces quisiéramos, imponente, anunciándonos que ya éramos parte del futuro con el que soñaban muchos desde hacía unos diez o veinte años atrás.
            El primer disco que copiamos fue uno de Los Prisioneros que justamente se llamaba El caset pirata, un compilado de grandes éxitos en vivo de la época del Pateando piedras y el Corazones. El primer intento fue un fiasco: como no sabíamos utilizar el programa para copiar los discos, la velocidad seleccionada para llevar el trabajo a cabo fue demasiado rápida, permitiendo que solo un par de canciones fuera a parar a nuestro disco virgen, dejando todas las demás quién sabía dónde. Por un momento pensamos que habíamos echado a perder la nueva adquisición de nuestro amigo por no saber cómo manipularlo, pero como nos quedaban más discos vírgenes, optamos por intentarlo una vez más, ajustando la velocidad de grabación a la más lenta. Al ver que la pantalla arrojaba el estado del proceso cuya duración fluctuaba entre los cuarenta y cinco minutos y la hora, decidimos con los demás que era mejor ir a la plaza ubicada al frente de la casa a jugar a la pelota y dejar que el computador hiciera lo suyo en la mayor tranquilidad posible; eran esos tiempos en que las máquinas se comportaban de manera más quisquillosa que hoy en día, y en que cualquier toque al computador mientras estuviera realizando algo importante era capaz de detenerlo y producir el error más grande en el sistema.
            Recuerdo que gritamos y hasta aplaudimos cuando comprobamos que el disco había sido pirateado con éxito: habíamos superado nuestra primera prueba de fuego. Entonces fue ahí cuando empezamos a prestarnos discos (colecciones de nuestros papás amantes de la música, principalmente) para copiarlos y añadirlos a la nuestra.
            Y así, sin siquiera tener verdadera noción de lo que sucedía en el ámbito musical durante ese año, llegó hasta mi poder la versión pirata del Hybrid theory, el disco debut de Linkin Park listado como uno de los más vendidos de la década pasada. Y mierda, con sólo escuchar Papercut quedé prendido a ellos y su sonido duro, pegajoso y melódico: los tipos rapeaban, lanzaban frases que se adherían a tu cabeza para no dejarlas jamás, y mierda, se sentía tanta rabia en sus palabras, que era difícil no levantarse y mover la cabeza al ritmo de su música. Lo recuerdo perfectamente, porque desde ese entonces no dejé de escuchar el disco al menos una vez por día.
            Hybrid theory era algo que no había escuchado hasta mis cortos diez años de edad (y eso que para ese entonces ya había escuchado un montón de música de estilos muy variados): fue una revolución, el descubrir el fuego, la pólvora; fue el primer abrazo a los sonidos que perduran en las bandas y músicos en los que influyeron hasta hoy en día. Es por lo mismo que una perdida como la de su vocalista me duele tanto como si lo hubiera conocido de toda la vida; y no soy el único: un montón de gente, toda una generación, alega de padecer la misma sensación dolorosa como si hubieran llegado a perder a uno de sus seres más queridos. Porque con él se va nuestra primera década de vida, y la que le sigue, nuestra madurez y los momentos que seguramente acompañamos con sus canciones; Linkin Park, querámoslo o no, nunca volverá a ser lo mismo sin su impronta y su voz principal, y eso es lo más doloroso de todo, igual que nuestras vidas. Nos han arrebatado un trozo importante de nuestra existencia, dejando un gran vacío en su lugar.
            Ahora existen dispositivos virtuales para escuchar los discos cuantas veces queramos sin pagar un peso; podemos descargar discos, discografías enteras sólo por tener una simple conexión a Internet; pero en esos tiempos, cuando los discos se tenían que piratear en la casa del amigo afortunado que tenía el mejor computador del barrio, joyas como In the end, Crawling, Points of authority y, mi amor a primera escuchada, Papercut, no podían ser menos que atesoradas y adoradas con respeto. Hybrid theory, además de ser mi primer disco pirata, fue una de las puertas que tuve que descubrir para luego abrir y avanzar rumbo al misterioso y encantador mundo de la música.
            Gracias a todos los dioses que la muerte aún no pueda quitarnos los grandes discos y canciones que hacen que podamos seguir en este mundo. De lo contrario, ¿cómo podríamos continuar aquí y soportar nuestra existencia?

            

Reseña #3: La niebla

Llegué a trabajar al supermercado justo cuando cayó una densa niebla sobre toda la villa. La vimos expandirse desde el enorme vidrio que nos separa del exterior, tapándolo todo como un gran trozo de algodón; entonces me acordé de la película La Niebla, basada en una novela corta de Stephen King (uno de sus primeros textos, de hecho) y dirigida por Frank Darabont, el mismito de The Walking Dead, pensando en lo buena que era.
            A pesar de carecer de buenos efectos visuales para hacer más creíble todas las situaciones en que los protagonistas se ven envueltos, la ambientación, los diálogos y la forma en que está dirigida hacen que La Niebla siempre te mantenga pegado al sillón, comiéndote las uñas o arrancándote el pelo a tirones; especial para verla con alguien en tu pieza, con la luz apagada y un pocillo lleno de porquerías para comer al lado.
            Recuerdo que la primera vez que la vi, no pude mover un solo músculo luego que ésta se acabara y los créditos comenzaran a aparecer con una gran banda sonora sonando de fondo; y es que su final es demoledor; tanto así que el mismo Stephen King, quien había escrito un desenlace bastante distinto en su versión escrita, admitió haber sido superado enormemente por la de su amigo y director. 

            Me acuerdo y pienso sobre todo esto mientras le empaco las compras a una señora que no para de comentar algo sobre el frío, como que está llegando a puntos inaguantables o algo así; entonces me digo: “si quedara la cagá’ como en la película, ¿podríamos sobrevivir con nuestras condiciones?”. Recorro los pasillos con la mirada, de derecha a izquierda, hasta dar con el de los licores y otros brebajes. “Sí −pienso−, estamo’ dao’”.

Cuento #97: Llamada de domingo por la mañana

Se despertó con un sobresalto. Al principio tuvo la desesperada sensación de no estar donde debería, pero al sentir el mullido espacio en que se encontraba inclinado, supo…
            (espera: ¡¿inclinado?!).
            Roberto abrió los ojos de par en par y fue consciente del particular ronroneo bajo su cuerpo, uno familiar pero inexplicable. Se hallaba, sin saber cómo y en medio de la noche, sobre un bus rumbo a quién sabía dónde.
            Miró a todos lados, tratando de dar con alguien con quien poder preguntarle cuál era el destino de aquella pesadilla. Intentó levantarse, pero sus piernas le parecieron más pesadas; se dejó caer en el asiento, sintiendo también un fuerte dolor de cabeza y un gran retorcijón en el estómago que le recordó inmediatamente que hacía unos momentos atrás, antes de abrir los ojos, se hallaba con sus amigos tomando cerveza, viendo la presentación de una banda metal en un local bastante concurrido.
            Se llevó una mano a una sien y susurró un insulto, sin poder creerlo.
            La persona que iba durmiendo en el asiento contiguo se removió en las sombras.
            Roberto buscó en sus bolsillos (percatándose que su chaqueta de cuerpo había desaparecido) tratando de dar con sus celular, pero al no hallarlo de inmediato, su preocupación subió unos cuantos niveles más. Pensó que sin celular no podría pedirles ayuda a sus padres en caso que fuera lo que fuera lo que estuviera haciendo no diera resultado…, pero gracias a todos los dioses paganos, ahí estaba: en un bolsillo apretado contra su nalga. Mas, como tanto temía, se encontraba completamente descargado; intentó encenderlo un montón de veces resuelto, pero todo fue en vano.
            Roberto manoseó la idea de ir donde el auxiliar y preguntarle que adónde se dirigían. No obstante juzgó (por el estado de la fermentación de la cerveza en su cuerpo) debía estar apestando a borracho de cantina, lo suficiente como para que se cuestionaran el estar viajando con él y su continuidad ahí dentro. Por lo mismo decidió mantenerse quieto y esperar a que lo más malo sucediera.
            Otra sombra se removió en su lugar, unos cuantos metros más allá; alguien, al parecer al fondo del bus, tosió un par de veces antes de sumirse nuevamente en el silencio.
            “¿Adónde mierda voy?”, se dijo Roberto, alarmado. Si no encontraba su chaqueta por ningún lado, su billetera, su carné, su tarjeta del banco…
            El indicador de traspaso del límite de velocidad chilló unas tres veces en unos ocho minutos antes que Roberto pudiera serenarse un poco y sentirse atacado por el sueño en su asiento. Estaba claro que el indicador de velocidad debía estar adulterado en un cien por ciento por la empresa de buses para acortar presupuesto y esas porquerías, y que probablemente, si tenía algo de suerte, no despertaría acribillado por fierros y gente muerte al día siguiente. “Ojalá tenga suerte”, pensó Roberto con vaguedad.
            Pero al cabo de lo que pareció una simple pestañada, el joven despertó entre un mar de luz cegadora y un ambiente enrarecido por el calor de muchos cuerpos reunidos en un espacio tan reducido. Los auxiliares habían encendido las luces del bus anunciando el comienzo de una nueva jornada, y Roberto continuaba sin saber adónde carajo se dirigía.
            Al comienzo creyó que lo podría aguantar, que si se mantenía pegado a su asiento reclinado, podía pasar por alto la terrible sensación que lo aquejaba. Sin embargo algo le mordía las entrañas, se las desgarraba mientras pugnaba por salir de su esófago con violencia y dejar su marca ahí donde los demás pudieran contemplarla. Por lo mismo, y haciendo acopio de todas sus energías, Roberto se levantó –sintiendo el mundo derrumbarse bajo sus pies– y trastrabilló unas cuantas veces en dirección al fondo del pasillo. Tenía la sensación de no poder retenerlo por más tiempo cuando se encontró con la puerta del bajo cerrada.
            Roberto, con su mirada borrosa, se percató que la placa que señalaba la disponibilidad del baño se encontraba encendida. Desesperado, miró a su lado para encontrarse con los rostros soñolientos y extrañados de los demás pasajeros. Lo observaban como si tuvieran al rente al más harapiento y miserable de los vagabundos. Roberto recordó que aún no se había visto en un espejo.
            Fue una suerte que el pestillo de la puerta frente a él emitiera su característico chasquido cuando Roberto sentía que ya no podía más del asco y el mareo.
            Balbuceando un ligero perdón, el joven entró en el baño golpeando a un mujer de entrada edad que justamente salía del cubículo en aquel momento; no le importó que la taza metálica tuviera un penetrante olor a orines, ni que sus bordes estuvieran llenos de salpicaduras de lo mismo: Roberto se dejó caer de rodillas frente a él, como si se dispusiera a rezar una oración, y abrió la boca para dejar que todo lo que le estaba pudriendo el estómago por dentro acabara por salir de sus entrañas.
            Roberto no tuvo claridad de cuanto rato estuvo ahí, haciendo arcadas y expulsando un montón de cerveza como si fuera un grifo, pero el haber tenido que abrir el agua de la raza dos veces le daba una noción muy cercana de lo mucho que había vomitado.
            Para cuando el joven se incorporó sintiéndose un poco mejor que antes, se dio cuenta que se había arrodillado justamente en una poza de meados, ahí donde se acumulaban las gota de los perezosos de mierda que aún no aprendían a sacudirse la herramienta. Roberto se miró en el espejo sucio y mal cuidado que había apostado a un lado del baño.
            El reflejo le devolvió la imagen de un joven desaliñado, de unos veinte años pero con aspecto de treinta y tantos, el pelo largo, negro y enmarañado hasta los omóplatos, cejas y barba pobladas y una polera del Ride the lightning de Metallica con manchas recientes de vómito alrededor del cuello. Roberto se acercó al cristal para analizar la resequedad de su piel y labios; estaba –y se sentía− muy, muy deshidratado.
            “Un poco de agua”, pensó, sintiendo lo horriblemente pastosa que se encontraba su boca en ese momento. «Cerveza-vómito, cerveza-vómito, cerveza-vómito», parecía decirle una voz en el fondo de su cerebro inflamado. “Sólo necesito un poco de agua”.
            El joven accionó el interruptor que daba agua en el lavamanos, pero ni con tres puñetazos soltó algo más que media docena de gotitas. “Quizá sea mejor”, se dijo resignado, recordando el líquido terroso que salía a veces de su cavidad.
            Del otro lado de la puerta del baño se hallaba un hombre de unos cuarenta años que lo observaba ceñudo, igual que otras tres personas sentadas a su alrededor. Roberto supo de inmediato que le habían escuchado vomitar.
            En vez de decirles cualquier cosa, el joven los saludó con un movimiento de cabeza y pasó por al lado del hombre ceñudo, evitando tener cualquier tipo de roce –y por consiguiente problemas− con él.
            Sin embargo, al llegar a su puesto, el corazón de Roberto se detuvo por un breve segundo solo para llenarse de vergüenza al siguiente: ahí, junto a su asiento, se hallaba despierta una joven de piel lechosa y pelo oscuro y liso mirando por la ventana a su derecha. Se encontraba envuelta en una chaqueta oscura y gruesa, y parecía muy absorta en el amplio desierto que se extendía frente a sus ojos. Cuando Roberto se situó a su lado, la joven le dedicó una mirada no exenta de rabia.
            “De seguro he roncado toda la noche”. Entonces reparó en que debía de oler a rayos, presentando un aspecto totalmente deplorable.
            La joven arrugó la nariz cuando Roberto se acomodó a su lado; el muchacho la vio hacerlo por el reflejo de la ventana a su derecha. Pero aquella no era lo que más le preocupaba: del otro lado del cristal no había nada más que arena, piedras y una inmensa porción de desierto, casi infinita.
            Roberto no sabía qué mierda ocurría hasta que sus agotadas neuronas conectaron toda la información que no había sabido interpretar en primera instancia; que el bus se encontrara en una carretera en medio del desierto sólo significaba que éste se dirigía inexpugnable al árido norte del país.
            “Voy donde la Gloria”, pensó Roberto, sintiendo cómo se le helaba la sangre. Gloria era su polola desde finales de Cuarto Medio, hacía un año y tanto atrás, pero los estudios universitarios los habían separado y habían hecho de su relación algo con lo que nunca habían pensado cuando comenzaron. En un principio fueron los deseos incontenibles de tenerse cerca infructuosamente, luego la falta de tiempo por culpa de los trabajos de la universidad que les impedían comunicarse como querían, y por último los celos que más temprano que tarde dinamitaban la mayoría de las relaciones a distancia como la suya.
            Aun así, Roberto no tenía idea de por qué iba en dirección a ella, cuando era el amanecer de un día domingo y tenía −ahora− plena consciencia que al siguiente tenía que presentarse a rendir uno de sus últimos exámenes del semestre.
            “De seguro que revisando el celular me encuentro con alguna pista”. Roberto continuó mirando el desierto y el perfil hastiado de su compañera de asiento, pensando en que su celular no servía para nada si no tenía batería; y su cargador, con toda seguridad debía estar reposando sobre su mesita de noche, a cientos de kilómetros de donde estaba.
            Roberto no se acordaba de haber discutido con Gloria por teléfono; de hecho, su relación gozaba de una frágil pero tranquilizadora paz desde hacía semanas. No se explicaba por qué entonces hacía lo que estaba haciendo.
            El joven trató de recordar la noche anterior, sintiendo cómo sus tripas comenzaban una nueva petición para expulsar todo lo malo que restaba en su cuerpo, aunque esta vez no precisamente por la boca.
            Acudió a su mente la imagen de sus amigos en el concurrido pub donde solían escuchar bandas metal, rodeándolo, mientras no dejaban de sacudir sus cabezas al ritmo del doble bombo que imponía el baterista.
            Sí, estaba claro: había estado en una tocata con sus amigos metaleros, tomando cerveza hasta la inconsciencia como siempre. Pero todo aquello continuaba sin tener sentido. ¿Cómo pasar de un pub abarrotado al asiento de un bus en dirección al norte del país en un pestañeo?
            Roberto se acordaba de estar fumando afuera del recinto con sus amigos, y que se reían un montón sobre algo. “¿De qué nos reíamos?”. El joven hizo un esfuerzo por recordarlo; la cabeza le dolía de una manera bestial.
            De repente, como un chispazo, tuvo la imagen mental del Esteban, uno de sus amigos del colegio, besando a una muchacha pálida y pintarrajeada unos cuantos metros más allá. Roberto tenía la noción de que su amigo la había conocido ahí mismo, y no antes, porque de otra manera no se habría sentido tan extasiado al respecto; ninguno de sus amigos –ni él, por supuesto− era de esos que consigue una conquista en una primera oportunidad.
            −Me dieron gana de ponerlo –le había dicho Roberto a sus amigos (o algo por el estilo) viendo cómo la mano del Esteban bajaba de la espalda de la joven hasta el inicio de su culo.
            No se acordaba qué le habían dicho los demás, pero volvieron a su cabeza unas cuantas risotadas y los comentarios de alguien diciéndole que aquello era una estupidez.
            “Una estupidez que me tiene ahora con ganas de cagar en un bus de mierda”. Roberto no tenía conocimiento claro de lo que venía luego, sin embargo tampoco necesitaba de toda su astucia para concluir qué había ocurrido después: se vio tomando su chaqueta, caminando en dirección al terminal de buses que no distaba mucho del pub en el que se hallaba, y luego comprando un pasaje para el primer bus que partiera rumbo al norte, probablemente pensando que una sorpresa como ésa no haría otra cosa que mejorar su relación con Gloria.
            Roberto se llevó una mano a la sien atacado por una sed de dimensiones catastróficas; la muchacha a su lado se removió en su asiento, incómoda.
            “¿Sabrá la Gloria que voy donde ella?”. Roberto comenzó a sentir que su preocupación carecía de motivos para el relajo. ¿Y si la había llamado durante la noche para hablarle estupideces como hacía de vez en cuando?
            Tal vez fuera probable; además no tenía cómo comprobarlo: mientras no tuviera su celular encendido, no tendría como saber nada, ni mucho menos recibir cualquier tipo de ayuda en caso de necesitarla…
            La extensión de desierto frente a sus ojos se encontraba ahora completamente bañada por la luz del sol, lo que significaba –según Roberto– que debían ser eso de las ocho de la mañana, provocando que la temperatura al interior del bus comenzara a ascender y los cuerpos de sus tripulantes empezaran a sudar de forma cada vez más profusa. Por consiguiente, los poros de Roberto comenzaron a secretar el alcohol fermentado de su interior, levantando un olor rancio y penetrante por todo el metro cuadrado.
            Roberto se percató que la joven a su derecha lucía una evidente mueca de disgusto. Y bueno, en realidad ¿a quién carajos le gustaba sentarse al lado de un maldito borracho como él, todo salpicado de vómitos, el pelo grasiento y un aliento que de seguro hedía a cadáver?
            El muchacho no sabía qué hacer para mantenerse calmo: por un lado no dejaba de pensar en su polola y en la reacción que tendría ella al verlo; por otro lado, estaba el lacerante dolor de la resaca pinchando cada miembro de su cuerpo, además de la sed, el creciente hambre, el revoltijo en el estómago, la sensación de que la cabeza le iba a estallar en cualquier momento.
            Un leve toque en su brazo derecho hizo que Roberto diera un respingo, sacándolo de sus doloridas cavilaciones.
            Ahí estaba ella mirándolo, con su cabellera negra, larga y lisa. Sus ojos oscuros brillaban con algo que Roberto reconoció como una pizca de rabia.
            –¿Me podrías dejar pasar, por favor? –le preguntó ella, con un dejo de molestia.
            Roberto, que no quería que la muchacha notara su pésimo aliento, asintió con un gesto y se incorporó para dejarla pasar, sintiendo un fuerte estremecimiento en su estómago. Sabía que si no llegaba a un baño con premura, terminaría por cagarse en los pantalones o, mucho peor, tendría que cagar en el baño del bus y así recibir la animadversión y las burlas de todos los demás pasajeros.
            De sólo pensar en eso, Roberto apretó un puño –como si aquello le diera más fuerzas para resistir las férreas ganas de ir al baño– y se sentó con cuidado.
            Giró su cabeza para mirar el paisaje afuera; pero lo que le llamó la atención no se encontraba del otro lado de la ventana, si no que ahí, reposando en el asiento de la muchacha que le había pedido que la dejara pasar.
            “Agua”, babeó Roberto, contemplando la botella plástica arrinconada ahí donde estaba antes la muchacha, llena hasta la mitad. El joven observó al fondo del pasillo, en dirección al baño. La joven no estaba: seguramente ya se encontraba dentro del cubículo previamente vomitado por él.
            Debía ser rápido.
            Roberto tomó la botella, la destapó con sus manos temblorosas por la resaca, y se echó un trago adentro, sintiéndola fresca y deliciosa. Cuando la iba a devolver a su sitio, el joven creyó que otro sorbo no haría la diferencia, así que repitió la operación temeroso de ser descubierto in fraganti.
Sin embargo, y por fortuna, la muchacha demoró mucho más de lo que había llegado a temer. Roberto la miró con su mejor cara de inocencia cuando ésta le volvió a pedir un espacio para poder llegar hasta su lugar, pero no pudo evitar sentir una vergüenza enorme al ver por el rabillo del ojo cómo la muchacha abría su botella plástica y hacía una mueca de asco al tocar la boca de ésta con la suya, probablemente con un nauseabundo sabor a vómito impregnado en ella, regalo de su indeseado compañerito de asiento.
“Ya, quizá sea otra cosa”, se dijo el joven, tratando de quitarle importancia al asunto. “Estás muy paranoico, Roberto”.
            No obstante, la mirada fulminante que le dedicó ésta le hizo saber que así era: le habían descubierto y había quedado como un maldito canalla. Roberto se sintió morir al presenciar a la joven dejar su botella de agua a un lado, como si no fuera a beber más de ella.
            A medida que transcurría el tiempo, más se elevaba la temperatura al interior del vehículo, y Roberto sólo quería una ducha fría y revitalizante. Se imaginó con Gloria, bañándose juntos para luego hacer el amor bajo el agua de la ducha. Oh, cuánto, cuánto deseaba aquello…
            Por suerte, su destino no demoró mucho en aparecer dentro de su campo visual como un espejismo del tiempo de las cruzadas, llenándolo de optimismo y esperanza.
            Como era temprano por la mañana –de un día domingo, por lo demás–, el bus no tuvo mayores inconvenientes para recorrer las calles que lo llevaban hasta el terminal.
            Debían ser eso de las diez y algo de la mañana cuando el vehículo se detuvo por fin en el andén que le correspondía.
            Roberto se levantó para dejar pasar a la muchacha a su lado (dedicándole una mirada cargada –esta vez no había duda– de odio) y buscar su chaqueta de cuero en el portaequipajes sobre su asiento, mas ahí no había nada. Su chaqueta con sus efectos personales no estaban por ningún lugar.
            “Mi billetera”, pensó el joven, alarmado. “¡Ahí estaba mi billetera!”. Y sin billetera, pues bien poco podía hacer para volver a casa. “Tendré que pedirle plata a la Gloria”, concluyó, resuelto.
            Afuera estaba un poco menos caluroso que dentro del bus, pero caluroso de todas maneras, cosa mala para la resaca que no dejaba de recrudecer en su interior. Roberto hubiera dado lo que fuera por un sándwich y un poco de agua o un té cargado con dos cucharadas de azúcar… De repente se acordó de la botella que había abandonado la muchacha dentro del bus por sentir el agrio regusto de su bilis y las demás porquerías que había arrojado por su boca. Roberto se quedó mirando el imponente vehículo por un rato, hasta que decidió que ya era muy tarde para devolverse a buscarla.
            El muchacho no tenía muy clara cuál era la dirección de Gloria en aquella ciudad, pero tenía nociones sobre su ubicación: ya había estado una vez ahí, con ella, cuando le había ayudado a instalarse en su nueva casa; recordaba que no estaba tan, tan lejos del terminal de buses donde se encontraba, así como tampoco se encontraba a una distancia enorme del campus de la universidad donde estudiaba ahora.
            Mientras caminaba, sintiendo cómo sus energías se evaporaban bajo el inclemente sol arriba suyo –“¡y eso que es invierno!”–, Roberto recordó que una vez había bromeado al respecto del nombre de la calle donde vivía; tenía algo que ver con Chile y su proceso de independencia. ¿Se trataba de Miguel Carrera? ¿O era la fecha de la Primera Junta de Gobierno?
            Roberto forzó su cerebro hasta dar con la palabra “Balmasida”.
            ¡Ése era: Balmaceda!; la calle donde vivía su polola se llamaba Balmaceda! Lo recordaba bien porque no habían dejado de reírse al respecto luego de confundirse y pronunciar mal el apellido del prócer.
            “Balmaceda”, se dijo Roberto. “Ahí es donde tengo que ir”.
            A pesar de ser domingo por la mañana, el terminal de buses se encontraba prácticamente atiborrado de gente. No obstante, de las seis personas a las que solicitó algún tipo de ayuda, las dos primeras hicieron un olímpico caso omiso de sus palabras después de hacer un breve chequeo de su aspecto; las tres siguientes alegaron ser turistas y no saber dónde quedaba la calle que estaba buscando. Sólo la sexta, una mujer mayor que vendía frutos sexos a la salida del recinto, le indicó que debía caminar unas tres calles al sur para llegar hasta ella. Roberto no se acordaba de la calle que intersectaba la avenida Balmaceda, pero sabía que en su esquina había un pintoresco local de tacos llamado “Tacontento”, ingenioso nombre que le provocó una risotada la primera vez que lo vio.
            Con esas señales, Roberto creía que contaba con información suficiente para llegar donde Gloria.
            Roberto pensaba que las tres cuadras mencionadas por la mujer mayor serían pan comido, pero el sol parecía aumentar su rabia a cada minuto que pasaba. El muchacho sentía su polera adherida a su cuerpo, además de un intenso hedor a empanada de pino y cantina de mala muerte. Para cuando llegó a la esquina de la avenida Balmaceda, Roberto creyó que terminaría por derretirse ahí mismo. Se apoyó en el letrero para acopiar un poco más de fuerzas y miró avenida arriba y abajo: hacia abajo, la avenida terminaba a un par de cuadras; hacia arriba, el camino se pronunciaba inclinada, con muchas calles saliendo de ella.
            –Mierda –dijo el joven, saboreando una gota de sudor que resbalaba por la comisura de sus labios. Pensó que sería mejor detenerse ahí por un rato y recuperar el aliento, mas no había nada que le brindara una sombra digna para refugiarse. De hecho, daba la sensación que ahí, o no crecían árboles, o bien los habían cortado todos, dejando la ciudad sumida en sus altas temperaturas dignas de un horno.
            Así, sin tener otra elección, Roberto resopló y empezó su ascenso por la inclinación. Estuvo a punto de rendirse un par de veces y dejarse caer a un lado y esperar a que alguien se apiadara de él; deseaba más que nada en el mundo un poco de agua, algo de comida y un baño cualquiera para echar una gran cagada; un baño para cagar por sobre todas las demás cosas, para ser sinceros. Deseaba aquello incluso más que ver a Gloria.
            “Pero si llego donde Gloria, podré hacer todo eso y más”. Aquél pensamiento le infundió el ánimo suficiente para volver a bufar y seguir avanzando con la cabeza –“y los intestinos”, balbuceó Roberto– llenos de esperanza.
            Debía de haber transcurrido cerca de una hora cuando le muchacho dio con el pintoresco local de tacos que recordaba de hacía tiempo; salvo que ahora el local vendía sushis en vez de tacos, y se llamaba “Sushileno” en vez de “Tacontento”.
            –Como si el sushi fuera chileno –murmuró el joven.
            Sin embargo, ubicada a contra esquina de aquel local, estaba la casa que arrendaba su novia: contaba con un descuidado antejardín, una sola planta y una reja que parecía no haber sido pintada desde hacía años. Roberto reparó en que la estructura se encontraba en peor estado que la primera vez que había estado ahí. De seguro la falta de tiempo por los estudios había impedido que Gloria cuidara más de ella; porque cuando uno estudiaba en la universidad, el tiempo era lo que más escaseaba.
            El muchacho se plantó frente a la reja de la casa, atacado por una idea repentina y espantosa que había pasado por alto hasta ese entonces. ¿Y si Gloria no se encontraba ahí? Porque también existía la posibilidad que Gloria fuera a estudiar donde una compañera (o bueno, siendo más realista, que Gloria fuera a una fiesta donde una amiga de su carrera) y se quedara a dormir en su casa; cuando él se quedaba en casa de amigos, no volvía a la suya hasta la tarde del día siguiente, con el cuerpo algo repuesto y sin tanto alcohol ahogando su organismo.
            Roberto respiró hondo, tomó una piedra pequeña de la calle y empezó a golpear la reja sin mucha convicción. En realidad creía que todo había sido en vano, partiendo por la loca idea de ir de una región a otra para visitar a su novia estando borracho e inconsciente. Sin embargo, la puerta de entrada de la casa se abrió pillándolo totalmente desprevenido.
            –¿Qué quieres? –le preguntó un joven de barba incipiente, polera negra y calzoncillos observándolo desde el umbral de la puerta.
            Lo primero que pensó Roberto fue que se había equivocado de dirección, después de todo; luego creyó que tal vez Gloria había cambiado de hogar sin mencionárselo. Pero cuando Roberto fue a contestarle que buscaba a una tal Gloria, sintió que le propinaban un fuerte puñetazo en la boca del estómago.
            Había cambiado de aspecto, por supuesto: el tiempo transcurre y produce cambios en la gente, naturalmente. Su rostro se había vuelto más afilado, su cabello estaba más largo (y desordenado) y había bajado, así, a primera vista, unos cuantos y significantes kilos. Gloria lo observaba con los ojos cargados de sorpresa desde la puerta de su casa.
            –¡Roberto!
            –¡Gloria!
            El joven de los calzoncillos giró su cabeza para mirar a Gloria.
            –¿Conoces a este vagabundo? –le preguntó, aireado.
            –Déjame un rato con él –dijo la muchacha–. Tenemos que hablar.
            –¿Hablar sobre qué?
            –Ya te lo diré.
            Gloria hizo un ademán con la mano y encaminó hacia la reja, dejando al joven de los calzoncillos con la interrogante clavada en su rostro. Vestía un viejo pantalón de piyama que en los tiempos de colegio había sido su pantalón de deportes favorito. Roberto notó que parecían quedarle holgados pero cómodos.
            –¿Qué haces acá, tan lejos? –le preguntó ella.
            –Vine a verte.
            –¿Sin avisar?
            Roberto no quería decirle que había estado pensando en hacerle el amor la noche previa tras haber visto a uno de sus amigos besando apasionadamente a una rubia afuera del pub en el que bebía con ellos, menos decirle que había estado inconsciente al momento de decidir ir en su búsqueda. No, con aquello no haría otra cosa más que arruinar todavía más la situación.
            –No tenía cómo –dijo Roberto, cosa que era muy cierta.
            Gloria parecía muy incómoda.
            –Verás… –le dijo ella antes de hacer una pausa–. Estoy… Estoy saliendo con otra persona, Roberto.
            –¿Perdón? –Roberto creyó no haber escuchado bien.
            –Estoy saliendo con el David, Roberto –Gloria hizo un ligero gesto con la cabeza hacia la entrada de la casa–. Con él. David.
            Roberto sintió como si le hubieran arrancado todas sus entrañas de cuajo. ¿Gloria, su novia, estaba saliendo con otra persona?
            –¿Que sales con otra persona? –Roberto no pudo evitar subir el volumen de su voz–. ¡Pero si estás pololeando conmigo!
            –Sé que debí decírtelo antes –farfulló Gloria, observando al suelo–. Nos hubiéramos evitado todo esto.
            –¡Claro que podríamos habernos evitado todo esto! –Un fuerte acceso mezcla de rabia, dolor y ganas de vomitar inundó el pecho de Roberto. Sentía que los ojos le escocían deseando llorar de la frustración–. ¡Viajé por horas!
            –Lo sé, Roberto, lo sé. Yo no quería que…
            –¡Puedes decirme qué le pasa a este tipo! –El joven de los calzoncillos (que Gloria llamaba David) le interrumpió con violencia. Daba la impresión de querer machacar con sus puños al primer idiota que se le cruzara por el camino–. ¿Hay algo que pueda hacer, Gloria? –agregó.
            –No, no hay nada que puedas hacer, David, entra a la casa, que ya voy.
            David se quedó ahí un rato antes que dedicarle una mirada asesina a Roberto y marcharse de vuelta al umbral de la casa.
            –¿Por qué no me lo dijiste, Gloria, por qué mierda no me lo dijiste que estabas con otro? –dijo Roberto, sintiendo cálidas lágrimas caer por sus mejillas–. ¿Por qué no me lo dijiste?
            –Yo…, yo… –balbuceó Gloria, pero Roberto supo que ella no daría nunca con una respuesta válida para su duda–. Yo… me sentía sola –dijo por fin.
            Esta vez fue el turno de Roberto para quedarse sin palabras. ¿Qué podía decir al respecto? Tenían una relación a distancia, existían entre ellos horas y kilómetros de diferencia y no tenían contacto físico de ninguna índole desde hacía meses. Él mismo se había sentido solo y débil unas cuantas veces, pero suponía que de haber tenido algún romance paralelo al que tenía con Gloria, o al menos haber besado a otra mujer que no fuera ella, se lo habría dicho para que pudiera seguir con su vida y hacer lo que quisiera. Pero ella había actuado primero y la había jodido.
            –Me hubieras dicho –fue lo único que pudo decir Roberto–. Me hubiera ahorrado todo…
            El muchacho no supo en qué instante David cruzó el antejardín a zancadas, había echado a un lado a Gloria, abierto la reja y lo había golpeado en la cara. La resaca y las lágrimas le habían impedido hacer uso de sus reflejos en su máxima capacidad, pero como ya tenía experiencia en peleas callejeras, hizo todo por mantenerse de pie y prepararse para el siguiente golpe, el que detuvo con su brazo izquierdo. Acto seguido, Roberto lo contraatacó con un rápido pero impreciso derechazo, haciéndole una leve magulladura en su mentón.
            Roberto sabía que de no haber tenido hambre, sed, ganas de cagar ni resaca, podría haberle dado una buena paliza al hijo de perra que tenía al frente. Sin embargo, su paupérrimo estado hizo que sus golpes carecieran de fuerza y sus reflejos tuvieran la misma utilidad que los de un tullido. Por lo mismo fue derribado por un fuerte izquierdazo de David que no logró esquivar; y ahí, en el suelo, quedó a merced de sus numerosas patadas hasta que Gloria se interpuso entre ellos llorando y gritando. Roberto tenía unas imperiosas ganas de quedarse ahí y descansar por siempre, pero en vez de eso, se alzó tambaleándose, ayudándose en la reja que tenía a su espalda. La cabeza le dolía un montón, y no conseguía poder enfocar las cosas con claridad.
            Mientras Gloria y David se gritaban, Roberto se dio cuenta que unos cuantos transeúntes observaban la escena desde la otra vereda. Ninguno de ellos hizo algo para detener la pelea.
            Roberto ignoró qué fue lo que le dijo Gloria a su nuevo novio, pero al ver que éste ingresaba a la casa todo iracundo, pudo volver a respirar un poco más tranquilo.
            –Es mejor que te vayas –le dijo Gloria, con el pelo revuelto y la cara roja por el llanto y los gritos–. Lo siento, pero es mejor que te vayas.
            “¿Pero dónde?”, quiso decirle. “No tengo un puto peso”. Mas al ver salir a David nuevamente de la casa, esta vez con un bate de béisbol en ristre, supo que era mejor dar por terminada esa batalla. “La pelea, pero no la guerra”.
            –¡No, David, no! –chilló Gloria–. ¡Detente! –le exhortó antes de saltarle encima a su nuevo novio para retenerlo. Acto seguido, observó a Roberto con los ojos abiertos como platos–. ¡Ándate, Roberto! ¡Aprovecha!
            Roberto, magullado y famélico, no pudo hacer otra cosa que lo recomendado por su polola
            (mi ex polola).
            Se relamió y encaminó por la avenida Balmaceda (“Balmasida”) abajo rumbo al terminal de buses. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sentía que lo había perdido todo, tanto literal como metafóricamente. Su única posibilidad de volver a casa se había ido a la mierda junto con su relación a distancia. Ni hablar de su chaqueta de cuero y su billetera ahí dentro. Todavía tenía su celular, sí, pero sin batería tenía menos utilidad que un condón para una futura madre, pensó Roberto.
            De vez en cuando el joven se detenía para tomar aire y comprobar si el enfermo del nuevo pololo de Gloria lo seguía con su bate de béisbol o algo por el estilo. De hecho, fue en una de esas ocasiones, mientras esperaba que sus piernas se recuperaran un poco del dolor provocado por su caída, que un hombre de aspecto correcto, acompañado de su hijo, le dio un par de monedas de cien pesos a modo de saludo. Al principio Roberto intentó devolvérselas sin entender muy bien qué le ocurría, pero después de unos segundos se percató que su aspecto debía de ser el mismo que el de un vagabundo.
            Y bueno, obviando ciertos detalles de la definición, lejos de casa, sin sus pertenencias y ningún peso encima, Roberto podía adjudicarse aquella palabra para sí.
            “Doscientos pesos”, pensó Roberto, contemplando ambas monedas en su palma. No era mucho, pero sin duda era un buen comienzo.
            El joven se levantó trabajosamente y continuó bajando por la avenida hasta que dio con un teléfono público. No recordaba el número de celular de su papá, pero sí el de su casa. Ahora sólo debía esperar a que alguien le contestara.
            Roberto echó una de las monedas en su interior y marcó el número de casa de su papá.
            Un pitido…
            Dos pitidos…
            Tres pitidos…
            Roberto solo esperaba que su padre le contestara de una vez por todas. De lo contrario, no sabía qué podía hacer para volver a su hogar y a clases al día siguiente.
            Cuatro pitidos…
            Cinco pitidos…
            Cuando Roberto pensó que alguien había contestado a su llamada, se percató que sólo había sido el chasquido de ésta finalizándose y el golpe de la moneda al caer en la bandeja metálica debajo de los dígitos del teléfono.
            Roberto chasqueó la lengua, furioso; sin embargo, cuando fue a recoger la moneda sobrante, se percató que en vez de una, habían dos. “¡Otras dos monedas!”, pensó el joven, sonriente. ¡Ahora tenía tres! La esperanza, después de todo, le había vuelto al cuerpo.
            Entonces intentó llamar a casa de su padre una vez más.

            Esta vez, con toda seguridad, tendría más suerte.

Largo camino a la ruina #18: Los lentes

He llegado a la conclusión de que en la vida hay dos maneras de despertar: una buena y una mala; la buena: cuando lo haces sin resaca, lleno de energía y hasta a veces con una buena y bonita mujer al lado; las malas: cuando despiertas enfermo, con horribles ganas de cagar (o ya cagado en la cama) y/o sin ropa ni dinero en tu billetera.
            Digo todo esto porque ese día no desperté de la manera buena; de hecho, apenas abrí mis ojos, supe que si no llegaba en menos de quince segundos al baño, me cagaría ahí mismo y tendría que limpiar las sábanas manchadas con mierda con mis propias manos; la lavadora se había echado a perder y nadie parecía estar dispuesto a no beber o fumar por un día para mandarla al servicio técnico. Así que me incorporé de un salto, me puse los lentes para aclarar un poco la visión borrosa de la resaca y fui directamente al baño, lo más rápido que pude; como nunca, no había una sola alma en pie en la casa (a pesar que eran las siete y algo de la mañana): todos dormían roncando profundamente en el lugar donde los había pillado el sueño (unos sobre el sofá, otros sobre la manchada alfombra del comedor, uno extrañamente acurrucado en un mueble de la cocina), por lo que no tuve problemas para encontrarlo vacío…, salvo con algunas manchas de vómito y papeles higiénicos con sangre.
            Y bueno, ahí sentí como si estuviera dando a luz, pero por el culo: sufrí unos espasmos tremendos antes de echarlo todo afuera, liberando un nauseabundo olor a desagüe que casi me hace vomitar a la vez que cagaba; pensé entonces en lo probable que era que mi hígado estuviera pudriéndose por culpa de la mierda de ritmo de vida que estaba llevando. Estuve pensando en eso hasta que los retorcijones se calmaron, la mierda salió toda afuera y la vida volvió a su normalidad. Entonces resoplé tranquilo, casi contento, y me levanté trabajosamente para limpiarme; sin embargo, sentí otra arcada (esta vez más violenta) al ver la masa pastosa y oscura (casi diabólica) llenando más de la mitad de la taza del baño. ¡Era como si hubiera cagado mi intestino grueso entero! 
            Me tapé la nariz con una mano y me acerqué a ella para verla de más cerca y así comprobar lo horrible que era mi propia y más aberrante creación (deseando haber tenido mi celular para haberla fotografiado), cuando mis lentes, resbalosos por la grasa matutina de mi cara, se desprendieron de mí y cayeron lentamente en ese montón de plasta humana, quedando incrustados en ella.
            Sentí deseos de gritar de rabia, fuerte; pero si gritaba, los demás se iban a enterar de lo ocurrido. Así que en vez de hacer eso, me mordí los labios y actué inmediatamente procurando no vomitar ni hacer más arcadas.
            Para cuando almorzábamos todos juntos, noté que los demás olían algo raro: no dejaban de mirarse los unos a los otros, arrugando la nariz, como buscando secretamente al culpable del silencioso hedor. Todo siguió así hasta que el Mauro dijo:
            −¿Quién se cagó?
            Nadie dijo nada.
            −Estoy seguro que soy vo’ –le dijo al Juan.
            −Yo no, güeón.
            −Claro, mentiroso culiao’.
            −¡Te estoy diciendo que no, güeón porfiao’!
            −¡Güeón, acepta que erís tú, por qué no lo aceptai’!
            −¡Porque no soy yo, güeón pao’!
            Y así siguió la discusión hasta que acabamos el almuerzo.

       Yo sólo rogaba porque el olor a mierda se me quitara de los lentes antes que tuviera que presentarme a clases.

Datos curiosos #3: Corazones de pulpos

−¿Sabías tú que los pulpos cuentan con tres corazones?
            Arturo hizo una mueca de sorpresa.
            −¿Entonces pueden amar a otros tres pulpos hembra a la vez?
            Marcelo, su interlocutor, lo quedó mirando.

−Eres un idiota, ¿lo sabías?

Largo camino a la ruina #17: Decisiones importantes

Caminaba hacia el consultorio como si me dirigiera a cobrar venganza. Era otra vez de noche y hacía mucho más frío que el día anterior. Caminaba rumiando la rabia por haber tenido que vender mis discos de The Cure para poder pagar la maldita consulta que acabaría con mi dolor estomacal, las náuseas y esa avalancha de mierda que no paraba de salir de mi culo. Seguía maldiciendo para mis adentros cuando llegué al consultorio y lo vi otra vez repleto de gente de todo tipo, algunos en peor estado que otros. ¡Mierda, ahí estaba de nuevo frente a ese lugar lleno de muerte y desolación!
            Entonces me rasqué la mejilla, pensativo, y tomé una mejor decisión.
            Al cabo de media hora, volví a la casa del Juan (que seguía intentando terminar el juego de Silver Surfer de NES con el Mauro echados en el sofá) con $15.000 de marihuana entre mis manos.
            Al menos el dolor se me pasó hasta el otro día.