Se
despertó con un sobresalto. Al principio tuvo la desesperada sensación de no
estar donde debería, pero al sentir el mullido espacio en que se encontraba
inclinado, supo…
(espera: ¡¿inclinado?!).
Roberto abrió los ojos de par en par
y fue consciente del particular ronroneo bajo su cuerpo, uno familiar pero
inexplicable. Se hallaba, sin saber cómo y en medio de la noche, sobre un bus
rumbo a quién sabía dónde.
Miró a todos lados, tratando de dar
con alguien con quien poder preguntarle cuál era el destino de aquella
pesadilla. Intentó levantarse, pero sus piernas le parecieron más pesadas; se
dejó caer en el asiento, sintiendo también un fuerte dolor de cabeza y un gran
retorcijón en el estómago que le recordó inmediatamente que hacía unos momentos
atrás, antes de abrir los ojos, se hallaba con sus amigos tomando cerveza,
viendo la presentación de una banda metal en un local bastante concurrido.
Se llevó una mano a una sien y
susurró un insulto, sin poder creerlo.
La persona que iba durmiendo en el
asiento contiguo se removió en las sombras.
Roberto buscó en sus bolsillos
(percatándose que su chaqueta de cuerpo había desaparecido) tratando de dar con
sus celular, pero al no hallarlo de inmediato, su preocupación subió unos
cuantos niveles más. Pensó que sin celular no podría pedirles ayuda a sus
padres en caso que fuera lo que fuera lo que estuviera haciendo no diera
resultado…, pero gracias a todos los dioses paganos, ahí estaba: en un bolsillo
apretado contra su nalga. Mas, como tanto temía, se encontraba completamente
descargado; intentó encenderlo un montón de veces resuelto, pero todo fue en
vano.
Roberto manoseó la idea de ir donde
el auxiliar y preguntarle que adónde se dirigían. No obstante juzgó (por el
estado de la fermentación de la cerveza en su cuerpo) debía estar apestando a
borracho de cantina, lo suficiente como para que se cuestionaran el estar
viajando con él y su continuidad ahí dentro. Por lo mismo decidió mantenerse
quieto y esperar a que lo más malo sucediera.
Otra sombra se removió en su lugar,
unos cuantos metros más allá; alguien, al parecer al fondo del bus, tosió un
par de veces antes de sumirse nuevamente en el silencio.
“¿Adónde mierda voy?”, se dijo
Roberto, alarmado. Si no encontraba su chaqueta por ningún lado, su billetera,
su carné, su tarjeta del banco…
El indicador de traspaso del límite
de velocidad chilló unas tres veces en unos ocho minutos antes que Roberto
pudiera serenarse un poco y sentirse atacado por el sueño en su asiento. Estaba
claro que el indicador de velocidad debía estar adulterado en un cien por
ciento por la empresa de buses para acortar presupuesto y esas porquerías, y
que probablemente, si tenía algo de suerte, no despertaría acribillado por
fierros y gente muerte al día siguiente. “Ojalá tenga suerte”, pensó Roberto
con vaguedad.
Pero al cabo de lo que pareció una
simple pestañada, el joven despertó entre un mar de luz cegadora y un ambiente
enrarecido por el calor de muchos cuerpos reunidos en un espacio tan reducido.
Los auxiliares habían encendido las luces del bus anunciando el comienzo de una
nueva jornada, y Roberto continuaba sin saber adónde carajo se dirigía.
Al comienzo creyó que lo podría
aguantar, que si se mantenía pegado a su asiento reclinado, podía pasar por
alto la terrible sensación que lo aquejaba. Sin embargo algo le mordía las
entrañas, se las desgarraba mientras pugnaba por salir de su esófago con
violencia y dejar su marca ahí donde los demás pudieran contemplarla. Por lo
mismo, y haciendo acopio de todas sus energías, Roberto se levantó –sintiendo
el mundo derrumbarse bajo sus pies– y trastrabilló unas cuantas veces en
dirección al fondo del pasillo. Tenía la sensación de no poder retenerlo por
más tiempo cuando se encontró con la puerta del bajo cerrada.
Roberto, con su mirada borrosa, se
percató que la placa que señalaba la disponibilidad del baño se encontraba
encendida. Desesperado, miró a su lado para encontrarse con los rostros
soñolientos y extrañados de los demás pasajeros. Lo observaban como si tuvieran
al rente al más harapiento y miserable de los vagabundos. Roberto recordó que
aún no se había visto en un espejo.
Fue una suerte que el pestillo de la
puerta frente a él emitiera su característico chasquido cuando Roberto sentía
que ya no podía más del asco y el mareo.
Balbuceando un ligero perdón, el
joven entró en el baño golpeando a un mujer de entrada edad que justamente
salía del cubículo en aquel momento; no le importó que la taza metálica tuviera
un penetrante olor a orines, ni que sus bordes estuvieran llenos de
salpicaduras de lo mismo: Roberto se dejó caer de rodillas frente a él, como si
se dispusiera a rezar una oración, y abrió la boca para dejar que todo lo que
le estaba pudriendo el estómago por dentro acabara por salir de sus entrañas.
Roberto no tuvo claridad de cuanto
rato estuvo ahí, haciendo arcadas y expulsando un montón de cerveza como si
fuera un grifo, pero el haber tenido que abrir el agua de la raza dos veces le
daba una noción muy cercana de lo mucho que había vomitado.
Para cuando el joven se incorporó
sintiéndose un poco mejor que antes, se dio cuenta que se había arrodillado
justamente en una poza de meados, ahí donde se acumulaban las gota de los
perezosos de mierda que aún no aprendían a sacudirse la herramienta. Roberto se
miró en el espejo sucio y mal cuidado que había apostado a un lado del baño.
El reflejo le devolvió la imagen de
un joven desaliñado, de unos veinte años pero con aspecto de treinta y tantos,
el pelo largo, negro y enmarañado hasta los omóplatos, cejas y barba pobladas y
una polera del Ride the lightning de
Metallica con manchas recientes de vómito alrededor del cuello. Roberto se
acercó al cristal para analizar la resequedad de su piel y labios; estaba –y se
sentía− muy, muy deshidratado.
“Un poco de agua”, pensó, sintiendo
lo horriblemente pastosa que se encontraba su boca en ese momento.
«Cerveza-vómito, cerveza-vómito, cerveza-vómito», parecía decirle una voz en el
fondo de su cerebro inflamado. “Sólo necesito un poco de agua”.
El joven accionó el interruptor que
daba agua en el lavamanos, pero ni con tres puñetazos soltó algo más que media
docena de gotitas. “Quizá sea mejor”, se dijo resignado, recordando el líquido
terroso que salía a veces de su cavidad.
Del otro lado de la puerta del baño
se hallaba un hombre de unos cuarenta años que lo observaba ceñudo, igual que
otras tres personas sentadas a su alrededor. Roberto supo de inmediato que le
habían escuchado vomitar.
En vez de decirles cualquier cosa,
el joven los saludó con un movimiento de cabeza y pasó por al lado del hombre
ceñudo, evitando tener cualquier tipo de roce –y por consiguiente problemas−
con él.
Sin embargo, al llegar a su puesto,
el corazón de Roberto se detuvo por un breve segundo solo para llenarse de
vergüenza al siguiente: ahí, junto a su asiento, se hallaba despierta una joven
de piel lechosa y pelo oscuro y liso mirando por la ventana a su derecha. Se
encontraba envuelta en una chaqueta oscura y gruesa, y parecía muy absorta en
el amplio desierto que se extendía frente a sus ojos. Cuando Roberto se situó a
su lado, la joven le dedicó una mirada no exenta de rabia.
“De seguro he roncado toda la noche”.
Entonces reparó en que debía de oler a rayos, presentando un aspecto totalmente
deplorable.
La joven arrugó la nariz cuando
Roberto se acomodó a su lado; el muchacho la vio hacerlo por el reflejo de la
ventana a su derecha. Pero aquella no era lo que más le preocupaba: del otro
lado del cristal no había nada más que arena, piedras y una inmensa porción de
desierto, casi infinita.
Roberto no sabía qué mierda ocurría
hasta que sus agotadas neuronas conectaron toda la información que no había
sabido interpretar en primera instancia; que el bus se encontrara en una
carretera en medio del desierto sólo significaba que éste se dirigía inexpugnable
al árido norte del país.
“Voy donde la Gloria”, pensó
Roberto, sintiendo cómo se le helaba la sangre. Gloria era su polola desde
finales de Cuarto Medio, hacía un año y tanto atrás, pero los estudios
universitarios los habían separado y habían hecho de su relación algo con lo
que nunca habían pensado cuando comenzaron. En un principio fueron los deseos
incontenibles de tenerse cerca infructuosamente, luego la falta de tiempo por
culpa de los trabajos de la universidad que les impedían comunicarse como querían,
y por último los celos que más temprano que tarde dinamitaban la mayoría de las
relaciones a distancia como la suya.
Aun así, Roberto no tenía idea de
por qué iba en dirección a ella, cuando era el amanecer de un día domingo y
tenía −ahora− plena consciencia que al siguiente tenía que presentarse a rendir
uno de sus últimos exámenes del semestre.
“De seguro que revisando el celular
me encuentro con alguna pista”. Roberto continuó mirando el desierto y el
perfil hastiado de su compañera de asiento, pensando en que su celular no
servía para nada si no tenía batería; y su cargador, con toda seguridad debía
estar reposando sobre su mesita de noche, a cientos de kilómetros de donde
estaba.
Roberto no se acordaba de haber
discutido con Gloria por teléfono; de hecho, su relación gozaba de una frágil
pero tranquilizadora paz desde hacía semanas. No se explicaba por qué entonces
hacía lo que estaba haciendo.
El joven trató de recordar la noche
anterior, sintiendo cómo sus tripas comenzaban una nueva petición para expulsar
todo lo malo que restaba en su cuerpo, aunque esta vez no precisamente por la
boca.
Acudió a su mente la imagen de sus
amigos en el concurrido pub donde solían escuchar bandas metal, rodeándolo,
mientras no dejaban de sacudir sus cabezas al ritmo del doble bombo que imponía
el baterista.
Sí, estaba claro: había estado en
una tocata con sus amigos metaleros, tomando cerveza hasta la inconsciencia
como siempre. Pero todo aquello continuaba sin tener sentido. ¿Cómo pasar de un
pub abarrotado al asiento de un bus en dirección al norte del país en un
pestañeo?
Roberto se acordaba de estar fumando
afuera del recinto con sus amigos, y que se reían un montón sobre algo. “¿De
qué nos reíamos?”. El joven hizo un esfuerzo por recordarlo; la cabeza le dolía
de una manera bestial.
De repente, como un chispazo, tuvo
la imagen mental del Esteban, uno de sus amigos del colegio, besando a una
muchacha pálida y pintarrajeada unos cuantos metros más allá. Roberto tenía la
noción de que su amigo la había conocido ahí mismo, y no antes, porque de otra
manera no se habría sentido tan extasiado al respecto; ninguno de sus amigos –ni
él, por supuesto− era de esos que consigue una conquista en una primera
oportunidad.
−Me dieron gana de ponerlo –le había
dicho Roberto a sus amigos (o algo por el estilo) viendo cómo la mano del
Esteban bajaba de la espalda de la joven hasta el inicio de su culo.
No se acordaba qué le habían dicho
los demás, pero volvieron a su cabeza unas cuantas risotadas y los comentarios
de alguien diciéndole que aquello era una estupidez.
“Una estupidez que me tiene ahora
con ganas de cagar en un bus de mierda”. Roberto no tenía conocimiento claro de
lo que venía luego, sin embargo tampoco necesitaba de toda su astucia para
concluir qué había ocurrido después: se vio tomando su chaqueta, caminando en
dirección al terminal de buses que no distaba mucho del pub en el que se
hallaba, y luego comprando un pasaje para el primer bus que partiera rumbo al
norte, probablemente pensando que una sorpresa como ésa no haría otra cosa que mejorar
su relación con Gloria.
Roberto se llevó una mano a la sien
atacado por una sed de dimensiones catastróficas; la muchacha a su lado se
removió en su asiento, incómoda.
“¿Sabrá la Gloria que voy donde
ella?”. Roberto comenzó a sentir que su preocupación carecía de motivos para el
relajo. ¿Y si la había llamado durante la noche para hablarle estupideces como
hacía de vez en cuando?
Tal vez fuera probable; además no
tenía cómo comprobarlo: mientras no tuviera su celular encendido, no tendría
como saber nada, ni mucho menos recibir cualquier tipo de ayuda en caso de
necesitarla…
La extensión de desierto frente a
sus ojos se encontraba ahora completamente bañada por la luz del sol, lo que
significaba –según Roberto– que debían ser eso de las ocho de la mañana,
provocando que la temperatura al interior del bus comenzara a ascender y los cuerpos
de sus tripulantes empezaran a sudar de forma cada vez más profusa. Por
consiguiente, los poros de Roberto comenzaron a secretar el alcohol fermentado
de su interior, levantando un olor rancio y penetrante por todo el metro
cuadrado.
Roberto se percató que la joven a su
derecha lucía una evidente mueca de disgusto. Y bueno, en realidad ¿a quién
carajos le gustaba sentarse al lado de un maldito borracho como él, todo
salpicado de vómitos, el pelo grasiento y un aliento que de seguro hedía a
cadáver?
El muchacho no sabía qué hacer para
mantenerse calmo: por un lado no dejaba de pensar en su polola y en la reacción
que tendría ella al verlo; por otro lado, estaba el lacerante dolor de la
resaca pinchando cada miembro de su cuerpo, además de la sed, el creciente
hambre, el revoltijo en el estómago, la sensación de que la cabeza le iba a
estallar en cualquier momento.
Un leve toque en su brazo derecho
hizo que Roberto diera un respingo, sacándolo de sus doloridas cavilaciones.
Ahí estaba ella mirándolo, con su
cabellera negra, larga y lisa. Sus ojos oscuros brillaban con algo que Roberto
reconoció como una pizca de rabia.
–¿Me podrías dejar pasar, por favor?
–le preguntó ella, con un dejo de molestia.
Roberto, que no quería que la
muchacha notara su pésimo aliento, asintió con un gesto y se incorporó para
dejarla pasar, sintiendo un fuerte estremecimiento en su estómago. Sabía que si
no llegaba a un baño con premura, terminaría por cagarse en los pantalones o,
mucho peor, tendría que cagar en el baño del bus y así recibir la animadversión
y las burlas de todos los demás pasajeros.
De sólo pensar en eso, Roberto
apretó un puño –como si aquello le diera más fuerzas para resistir las férreas
ganas de ir al baño– y se sentó con cuidado.
Giró su cabeza para mirar el paisaje
afuera; pero lo que le llamó la atención no se encontraba del otro lado de la
ventana, si no que ahí, reposando en el asiento de la muchacha que le había
pedido que la dejara pasar.
“Agua”, babeó Roberto, contemplando
la botella plástica arrinconada ahí donde estaba antes la muchacha, llena hasta
la mitad. El joven observó al fondo del pasillo, en dirección al baño. La joven
no estaba: seguramente ya se encontraba dentro del cubículo previamente
vomitado por él.
Debía ser rápido.
Roberto tomó la botella, la destapó
con sus manos temblorosas por la resaca, y se echó un trago adentro,
sintiéndola fresca y deliciosa. Cuando la iba a devolver a su sitio, el joven
creyó que otro sorbo no haría la diferencia, así que repitió la operación temeroso
de ser descubierto in fraganti.
Sin embargo, y por fortuna, la muchacha demoró mucho
más de lo que había llegado a temer. Roberto la miró con su mejor cara de
inocencia cuando ésta le volvió a pedir un espacio para poder llegar hasta su
lugar, pero no pudo evitar sentir una vergüenza enorme al ver por el rabillo
del ojo cómo la muchacha abría su botella plástica y hacía una mueca de asco al
tocar la boca de ésta con la suya, probablemente con un nauseabundo sabor a
vómito impregnado en ella, regalo de su indeseado compañerito de asiento.
“Ya, quizá sea otra cosa”, se dijo el joven, tratando
de quitarle importancia al asunto. “Estás muy paranoico, Roberto”.
No obstante, la mirada fulminante
que le dedicó ésta le hizo saber que así era: le habían descubierto y había
quedado como un maldito canalla. Roberto se sintió morir al presenciar a la
joven dejar su botella de agua a un lado, como si no fuera a beber más de ella.
A medida que transcurría el tiempo,
más se elevaba la temperatura al interior del vehículo, y Roberto sólo quería
una ducha fría y revitalizante. Se imaginó con Gloria, bañándose juntos para
luego hacer el amor bajo el agua de la ducha. Oh, cuánto, cuánto deseaba aquello…
Por suerte, su destino no demoró
mucho en aparecer dentro de su campo visual como un espejismo del tiempo de las
cruzadas, llenándolo de optimismo y esperanza.
Como era temprano por la mañana –de
un día domingo, por lo demás–, el bus no tuvo mayores inconvenientes para
recorrer las calles que lo llevaban hasta el terminal.
Debían ser eso de las diez y algo de
la mañana cuando el vehículo se detuvo por fin en el andén que le correspondía.
Roberto se levantó para dejar pasar
a la muchacha a su lado (dedicándole una mirada cargada –esta vez no había
duda– de odio) y buscar su chaqueta de cuero en el portaequipajes sobre su
asiento, mas ahí no había nada. Su chaqueta con sus efectos personales no
estaban por ningún lugar.
“Mi billetera”, pensó el joven,
alarmado. “¡Ahí estaba mi billetera!”. Y sin billetera, pues bien poco podía
hacer para volver a casa. “Tendré que pedirle plata a la Gloria”, concluyó,
resuelto.
Afuera estaba un poco menos caluroso
que dentro del bus, pero caluroso de todas maneras, cosa mala para la resaca
que no dejaba de recrudecer en su interior. Roberto hubiera dado lo que fuera
por un sándwich y un poco de agua o un té cargado con dos cucharadas de azúcar…
De repente se acordó de la botella que había abandonado la muchacha dentro del
bus por sentir el agrio regusto de su bilis y las demás porquerías que había
arrojado por su boca. Roberto se quedó mirando el imponente vehículo por un
rato, hasta que decidió que ya era muy tarde para devolverse a buscarla.
El muchacho no tenía muy clara cuál
era la dirección de Gloria en aquella ciudad, pero tenía nociones sobre su
ubicación: ya había estado una vez ahí, con ella, cuando le había ayudado a
instalarse en su nueva casa; recordaba que no estaba tan, tan lejos del terminal de buses donde se encontraba, así como
tampoco se encontraba a una distancia enorme del campus de la universidad donde
estudiaba ahora.
Mientras caminaba, sintiendo cómo
sus energías se evaporaban bajo el inclemente sol arriba suyo –“¡y eso que es
invierno!”–, Roberto recordó que una vez había bromeado al respecto del nombre
de la calle donde vivía; tenía algo que ver con Chile y su proceso de
independencia. ¿Se trataba de Miguel Carrera? ¿O era la fecha de la Primera
Junta de Gobierno?
Roberto forzó su cerebro hasta dar
con la palabra “Balmasida”.
¡Ése era: Balmaceda!; la calle donde
vivía su polola se llamaba Balmaceda! Lo recordaba bien porque no habían dejado
de reírse al respecto luego de confundirse y pronunciar mal el apellido del
prócer.
“Balmaceda”, se dijo Roberto. “Ahí
es donde tengo que ir”.
A pesar de ser domingo por la mañana,
el terminal de buses se encontraba prácticamente atiborrado de gente. No
obstante, de las seis personas a las que solicitó algún tipo de ayuda, las dos
primeras hicieron un olímpico caso omiso de sus palabras después de hacer un
breve chequeo de su aspecto; las tres siguientes alegaron ser turistas y no
saber dónde quedaba la calle que estaba buscando. Sólo la sexta, una mujer
mayor que vendía frutos sexos a la salida del recinto, le indicó que debía
caminar unas tres calles al sur para llegar hasta ella. Roberto no se acordaba
de la calle que intersectaba la avenida Balmaceda, pero sabía que en su esquina
había un pintoresco local de tacos llamado “Tacontento”, ingenioso nombre que
le provocó una risotada la primera vez que lo vio.
Con esas señales, Roberto creía que
contaba con información suficiente para llegar donde Gloria.
Roberto pensaba que las tres cuadras
mencionadas por la mujer mayor serían pan comido, pero el sol parecía aumentar
su rabia a cada minuto que pasaba. El muchacho sentía su polera adherida a su
cuerpo, además de un intenso hedor a empanada de pino y cantina de mala muerte.
Para cuando llegó a la esquina de la avenida Balmaceda, Roberto creyó que
terminaría por derretirse ahí mismo. Se apoyó en el letrero para acopiar un
poco más de fuerzas y miró avenida arriba y abajo: hacia abajo, la avenida
terminaba a un par de cuadras; hacia arriba, el camino se pronunciaba
inclinada, con muchas calles saliendo de ella.
–Mierda –dijo el joven, saboreando
una gota de sudor que resbalaba por la comisura de sus labios. Pensó que sería
mejor detenerse ahí por un rato y recuperar el aliento, mas no había nada que
le brindara una sombra digna para refugiarse. De hecho, daba la sensación que
ahí, o no crecían árboles, o bien los habían cortado todos, dejando la ciudad
sumida en sus altas temperaturas dignas de un horno.
Así, sin tener otra elección,
Roberto resopló y empezó su ascenso por la inclinación. Estuvo a punto de
rendirse un par de veces y dejarse caer a un lado y esperar a que alguien se
apiadara de él; deseaba más que nada en el mundo un poco de agua, algo de
comida y un baño cualquiera para echar una gran cagada; un baño para cagar por
sobre todas las demás cosas, para ser sinceros. Deseaba aquello incluso más que
ver a Gloria.
“Pero si llego donde Gloria, podré
hacer todo eso y más”. Aquél pensamiento le infundió el ánimo suficiente para
volver a bufar y seguir avanzando con la cabeza –“y los intestinos”, balbuceó
Roberto– llenos de esperanza.
Debía de haber transcurrido cerca de
una hora cuando le muchacho dio con el pintoresco local de tacos que recordaba
de hacía tiempo; salvo que ahora el local vendía sushis en vez de tacos, y se
llamaba “Sushileno” en vez de “Tacontento”.
–Como si el sushi fuera chileno
–murmuró el joven.
Sin embargo, ubicada a contra
esquina de aquel local, estaba la casa que arrendaba su novia: contaba con un
descuidado antejardín, una sola planta y una reja que parecía no haber sido
pintada desde hacía años. Roberto reparó en que la estructura se encontraba en
peor estado que la primera vez que había estado ahí. De seguro la falta de
tiempo por los estudios había impedido que Gloria cuidara más de ella; porque
cuando uno estudiaba en la universidad, el tiempo era lo que más escaseaba.
El muchacho se plantó frente a la
reja de la casa, atacado por una idea repentina y espantosa que había pasado
por alto hasta ese entonces. ¿Y si Gloria no se encontraba ahí? Porque también
existía la posibilidad que Gloria fuera a estudiar donde una compañera (o
bueno, siendo más realista, que Gloria fuera a una fiesta donde una amiga de su
carrera) y se quedara a dormir en su casa; cuando él se quedaba en casa de
amigos, no volvía a la suya hasta la tarde del día siguiente, con el cuerpo
algo repuesto y sin tanto alcohol ahogando su organismo.
Roberto respiró hondo, tomó una
piedra pequeña de la calle y empezó a golpear la reja sin mucha convicción. En
realidad creía que todo había sido en vano, partiendo por la loca idea de ir de
una región a otra para visitar a su novia estando borracho e inconsciente. Sin
embargo, la puerta de entrada de la casa se abrió pillándolo totalmente
desprevenido.
–¿Qué quieres? –le preguntó un joven
de barba incipiente, polera negra y calzoncillos observándolo desde el umbral
de la puerta.
Lo primero que pensó Roberto fue que
se había equivocado de dirección, después de todo; luego creyó que tal vez
Gloria había cambiado de hogar sin mencionárselo. Pero cuando Roberto fue a
contestarle que buscaba a una tal Gloria, sintió que le propinaban un fuerte
puñetazo en la boca del estómago.
Había cambiado de aspecto, por
supuesto: el tiempo transcurre y produce cambios en la gente, naturalmente. Su
rostro se había vuelto más afilado, su cabello estaba más largo (y desordenado)
y había bajado, así, a primera vista, unos cuantos y significantes kilos.
Gloria lo observaba con los ojos cargados de sorpresa desde la puerta de su
casa.
–¡Roberto!
–¡Gloria!
El joven de los calzoncillos
giró su cabeza para mirar a Gloria.
–¿Conoces a este vagabundo? –le preguntó,
aireado.
–Déjame un rato con él –dijo la
muchacha–. Tenemos que hablar.
–¿Hablar sobre qué?
–Ya te lo diré.
Gloria hizo un ademán con la mano y
encaminó hacia la reja, dejando al joven de los calzoncillos con la
interrogante clavada en su rostro. Vestía un viejo pantalón de piyama que en
los tiempos de colegio había sido su pantalón de deportes favorito. Roberto
notó que parecían quedarle holgados pero cómodos.
–¿Qué haces acá, tan lejos? –le
preguntó ella.
–Vine a verte.
–¿Sin avisar?
Roberto no quería decirle que había
estado pensando en hacerle el amor la noche previa tras haber visto a uno de
sus amigos besando apasionadamente a una rubia afuera del pub en el que bebía
con ellos, menos decirle que había estado inconsciente al momento de decidir ir
en su búsqueda. No, con aquello no haría otra cosa más que arruinar todavía más
la situación.
–No tenía cómo –dijo Roberto, cosa
que era muy cierta.
Gloria parecía muy incómoda.
–Verás… –le dijo ella antes de hacer
una pausa–. Estoy… Estoy saliendo con otra persona, Roberto.
–¿Perdón? –Roberto creyó no haber
escuchado bien.
–Estoy saliendo con el David,
Roberto –Gloria hizo un ligero gesto con la cabeza hacia la entrada de la
casa–. Con él. David.
Roberto sintió como si le hubieran
arrancado todas sus entrañas de cuajo. ¿Gloria, su novia, estaba saliendo con
otra persona?
–¿Que sales con otra persona?
–Roberto no pudo evitar subir el volumen de su voz–. ¡Pero si estás pololeando
conmigo!
–Sé que debí decírtelo antes
–farfulló Gloria, observando al suelo–. Nos hubiéramos evitado todo esto.
–¡Claro que podríamos habernos
evitado todo esto! –Un fuerte acceso mezcla de rabia, dolor y ganas de vomitar
inundó el pecho de Roberto. Sentía que los ojos le escocían deseando llorar de
la frustración–. ¡Viajé por horas!
–Lo sé, Roberto, lo sé. Yo no quería
que…
–¡Puedes decirme qué le pasa a este
tipo! –El joven de los calzoncillos (que Gloria llamaba David) le interrumpió
con violencia. Daba la impresión de querer machacar con sus puños al primer
idiota que se le cruzara por el camino–. ¿Hay algo que pueda hacer, Gloria?
–agregó.
–No, no hay nada que puedas hacer,
David, entra a la casa, que ya voy.
David se quedó ahí un rato antes que
dedicarle una mirada asesina a Roberto y marcharse de vuelta al umbral de la
casa.
–¿Por qué no me lo dijiste, Gloria,
por qué mierda no me lo dijiste que estabas con otro? –dijo Roberto, sintiendo
cálidas lágrimas caer por sus mejillas–. ¿Por qué no me lo dijiste?
–Yo…, yo… –balbuceó Gloria, pero
Roberto supo que ella no daría nunca con una respuesta válida para su duda–.
Yo… me sentía sola –dijo por fin.
Esta vez fue el turno de Roberto
para quedarse sin palabras. ¿Qué podía decir al respecto? Tenían una relación a
distancia, existían entre ellos horas y kilómetros de diferencia y no tenían
contacto físico de ninguna índole desde hacía meses. Él mismo se había sentido
solo y débil unas cuantas veces, pero suponía que de haber tenido algún romance
paralelo al que tenía con Gloria, o al menos haber besado a otra mujer que no
fuera ella, se lo habría dicho para que pudiera seguir con su vida y hacer lo
que quisiera. Pero ella había actuado primero y la había jodido.
–Me hubieras dicho –fue lo único que
pudo decir Roberto–. Me hubiera ahorrado todo…
El muchacho no supo en qué instante
David cruzó el antejardín a zancadas, había echado a un lado a Gloria, abierto
la reja y lo había golpeado en la cara. La resaca y las lágrimas le habían
impedido hacer uso de sus reflejos en su máxima capacidad, pero como ya tenía
experiencia en peleas callejeras, hizo todo por mantenerse de pie y prepararse
para el siguiente golpe, el que detuvo con su brazo izquierdo. Acto seguido,
Roberto lo contraatacó con un rápido pero impreciso derechazo, haciéndole una
leve magulladura en su mentón.
Roberto sabía que de no haber tenido
hambre, sed, ganas de cagar ni resaca, podría haberle dado una buena paliza al
hijo de perra que tenía al frente. Sin embargo, su paupérrimo estado hizo que
sus golpes carecieran de fuerza y sus reflejos tuvieran la misma utilidad que
los de un tullido. Por lo mismo fue derribado por un fuerte izquierdazo de
David que no logró esquivar; y ahí, en el suelo, quedó a merced de sus
numerosas patadas hasta que Gloria se interpuso entre ellos llorando y
gritando. Roberto tenía unas imperiosas ganas de quedarse ahí y descansar por
siempre, pero en vez de eso, se alzó tambaleándose, ayudándose en la reja que
tenía a su espalda. La cabeza le dolía un montón, y no conseguía poder enfocar
las cosas con claridad.
Mientras Gloria y David se gritaban,
Roberto se dio cuenta que unos cuantos transeúntes observaban la escena desde
la otra vereda. Ninguno de ellos hizo algo para detener la pelea.
Roberto ignoró qué fue lo que le
dijo Gloria a su nuevo novio, pero al ver que éste ingresaba a la casa todo
iracundo, pudo volver a respirar un poco más tranquilo.
–Es mejor que te vayas –le dijo
Gloria, con el pelo revuelto y la cara roja por el llanto y los gritos–. Lo
siento, pero es mejor que te vayas.
“¿Pero dónde?”, quiso decirle. “No
tengo un puto peso”. Mas al ver salir a David nuevamente de la casa, esta vez
con un bate de béisbol en ristre, supo que era mejor dar por terminada esa
batalla. “La pelea, pero no la guerra”.
–¡No, David, no! –chilló Gloria–.
¡Detente! –le exhortó antes de saltarle encima a su nuevo novio para retenerlo.
Acto seguido, observó a Roberto con los ojos abiertos como platos–. ¡Ándate,
Roberto! ¡Aprovecha!
Roberto, magullado y famélico, no
pudo hacer otra cosa que lo recomendado por su polola
(mi ex polola).
Se relamió y encaminó por la avenida
Balmaceda (“Balmasida”) abajo rumbo al terminal de buses. ¿Qué otra cosa podía
hacer? Sentía que lo había perdido todo, tanto literal como metafóricamente. Su
única posibilidad de volver a casa se había ido a la mierda junto con su
relación a distancia. Ni hablar de su chaqueta de cuero y su billetera ahí
dentro. Todavía tenía su celular, sí, pero sin batería tenía menos utilidad que
un condón para una futura madre, pensó Roberto.
De vez en cuando el joven se detenía
para tomar aire y comprobar si el enfermo del nuevo pololo de Gloria lo seguía
con su bate de béisbol o algo por el estilo. De hecho, fue en una de esas
ocasiones, mientras esperaba que sus piernas se recuperaran un poco del dolor
provocado por su caída, que un hombre de aspecto correcto, acompañado de su
hijo, le dio un par de monedas de cien pesos a modo de saludo. Al principio
Roberto intentó devolvérselas sin entender muy bien qué le ocurría, pero
después de unos segundos se percató que su aspecto debía de ser el mismo que el
de un vagabundo.
Y bueno, obviando ciertos detalles
de la definición, lejos de casa, sin sus pertenencias y ningún peso encima,
Roberto podía adjudicarse aquella palabra para sí.
“Doscientos pesos”, pensó Roberto,
contemplando ambas monedas en su palma. No era mucho, pero sin duda era un buen
comienzo.
El joven se levantó trabajosamente y
continuó bajando por la avenida hasta que dio con un teléfono público. No
recordaba el número de celular de su papá, pero sí el de su casa. Ahora sólo
debía esperar a que alguien le contestara.
Roberto echó una de las monedas en
su interior y marcó el número de casa de su papá.
Un pitido…
Dos pitidos…
Tres pitidos…
Roberto solo esperaba que su padre
le contestara de una vez por todas. De lo contrario, no sabía qué podía hacer
para volver a su hogar y a clases al día siguiente.
Cuatro pitidos…
Cinco pitidos…
Cuando Roberto pensó que alguien
había contestado a su llamada, se percató que sólo había sido el chasquido de
ésta finalizándose y el golpe de la moneda al caer en la bandeja metálica
debajo de los dígitos del teléfono.
Roberto chasqueó la lengua, furioso;
sin embargo, cuando fue a recoger la moneda sobrante, se percató que en vez de
una, habían dos. “¡Otras dos monedas!”, pensó el joven, sonriente. ¡Ahora tenía
tres! La esperanza, después de todo, le había vuelto al cuerpo.
Entonces intentó llamar a casa de su
padre una vez más.
Esta vez, con toda seguridad,
tendría más suerte.