Largo camino a la ruina #18: Los lentes

He llegado a la conclusión de que en la vida hay dos maneras de despertar: una buena y una mala; la buena: cuando lo haces sin resaca, lleno de energía y hasta a veces con una buena y bonita mujer al lado; las malas: cuando despiertas enfermo, con horribles ganas de cagar (o ya cagado en la cama) y/o sin ropa ni dinero en tu billetera.
            Digo todo esto porque ese día no desperté de la manera buena; de hecho, apenas abrí mis ojos, supe que si no llegaba en menos de quince segundos al baño, me cagaría ahí mismo y tendría que limpiar las sábanas manchadas con mierda con mis propias manos; la lavadora se había echado a perder y nadie parecía estar dispuesto a no beber o fumar por un día para mandarla al servicio técnico. Así que me incorporé de un salto, me puse los lentes para aclarar un poco la visión borrosa de la resaca y fui directamente al baño, lo más rápido que pude; como nunca, no había una sola alma en pie en la casa (a pesar que eran las siete y algo de la mañana): todos dormían roncando profundamente en el lugar donde los había pillado el sueño (unos sobre el sofá, otros sobre la manchada alfombra del comedor, uno extrañamente acurrucado en un mueble de la cocina), por lo que no tuve problemas para encontrarlo vacío…, salvo con algunas manchas de vómito y papeles higiénicos con sangre.
            Y bueno, ahí sentí como si estuviera dando a luz, pero por el culo: sufrí unos espasmos tremendos antes de echarlo todo afuera, liberando un nauseabundo olor a desagüe que casi me hace vomitar a la vez que cagaba; pensé entonces en lo probable que era que mi hígado estuviera pudriéndose por culpa de la mierda de ritmo de vida que estaba llevando. Estuve pensando en eso hasta que los retorcijones se calmaron, la mierda salió toda afuera y la vida volvió a su normalidad. Entonces resoplé tranquilo, casi contento, y me levanté trabajosamente para limpiarme; sin embargo, sentí otra arcada (esta vez más violenta) al ver la masa pastosa y oscura (casi diabólica) llenando más de la mitad de la taza del baño. ¡Era como si hubiera cagado mi intestino grueso entero! 
            Me tapé la nariz con una mano y me acerqué a ella para verla de más cerca y así comprobar lo horrible que era mi propia y más aberrante creación (deseando haber tenido mi celular para haberla fotografiado), cuando mis lentes, resbalosos por la grasa matutina de mi cara, se desprendieron de mí y cayeron lentamente en ese montón de plasta humana, quedando incrustados en ella.
            Sentí deseos de gritar de rabia, fuerte; pero si gritaba, los demás se iban a enterar de lo ocurrido. Así que en vez de hacer eso, me mordí los labios y actué inmediatamente procurando no vomitar ni hacer más arcadas.
            Para cuando almorzábamos todos juntos, noté que los demás olían algo raro: no dejaban de mirarse los unos a los otros, arrugando la nariz, como buscando secretamente al culpable del silencioso hedor. Todo siguió así hasta que el Mauro dijo:
            −¿Quién se cagó?
            Nadie dijo nada.
            −Estoy seguro que soy vo’ –le dijo al Juan.
            −Yo no, güeón.
            −Claro, mentiroso culiao’.
            −¡Te estoy diciendo que no, güeón porfiao’!
            −¡Güeón, acepta que erís tú, por qué no lo aceptai’!
            −¡Porque no soy yo, güeón pao’!
            Y así siguió la discusión hasta que acabamos el almuerzo.

       Yo sólo rogaba porque el olor a mierda se me quitara de los lentes antes que tuviera que presentarme a clases.