Largo camino a la ruina #21: El autobús y la carretera

El Juan entró a la casa y cerró la puerta tras de sí con un golpe violento. Se veía muy pálido y nervioso. Eran cerca de las una de la madrugada.
            −¿Qué güeá te pasa? –le pregunté, dejando mi computador y el informe para la U que improvisaba a un lado.
            −No me vai’ a creer la güeá que vi.
            El Juan miró a la calle desde la ventana, como si comprobara que nadie lo seguía, y se sentó a la mesa, frente a mí.
            −Culiao’, ¿te acordai’ que quería comprar cigarro’ en el servicentro?
            −Sí –le dije−. Con la hora que es, culiao’, no hay otra güeá abierta.
            −Ya po’ –El Juan se pasó una mano por la boca−. Compré los cigarro’, me comí un helado y cuando venía pa’ acá, cruzando la carretera, vi una güeá pa’l pico.
            −¿Qué viste: un bus maneja’o por una calavera?
            El rostro del Juan, dentro de todo lo pálido que se encontraba, se volvió aún más blanco.
            −¿Cómo lo supiste? –me dijo, muerto de miedo−. ¿Tú también lo viste?
            −Güeón, te estaba güeando.
            −Puta la güeá.
            −Entonces viste un bus manejado por una calavera –repetí, usando un tono de voz suficientemente marcado, como para que supiera que no le creía ni una mierda.
            El Juan resopló.
            −Crucé la carretera y caché que venía un auto, un camión, algo raja’o del otro lado, haciendo mucho ruido, como si chirriaran las ruedas sin neumáticos contra el cemento. La güeá es que miré por donde se acercaba el ruido y vi, güeón, sin güearte, un bus echando chispa’ por las ruedas, como si no tuviera. Era uno de esos buses amarillos, ¡como el del Autobús Mágico!, y venía más rápido que la chucha.
            >>Me quedé quieto hasta que apareció por mi lado, güeón, y caché que caleta de niños dentro gritaban mientras los consumían las llamas, pegándole a las ventanas desesperados, pidiendo ayuda, manchando los vidrios con su sangre. ¡Y ni decir, güeón, que una…!
            −Una calavera lo estaba manejando –le corté, burlón−. Sí, sí, ya lo dijiste.
            −¡Pero, güeón, te estoy diciendo que lo vi!
            −Estabai’ volao’, seguro.
            −Güeón, no hemo’ fuma’o ni un pito hoy día, acuérdate.
            Era cierto: ese día nos habíamos propuesto no consumir ni una gota de alcohol ni drogas para poder terminar los informes universitarios atrasados.
            −Así que no sé qué onda –siguió el Juan−. Imposible que me haya imagina’o toda esa güeá. Además están los detalles: los niños, el fuego, sus gritos, su piel derritiéndose en llama, la calavera manejando, tomando whiskey de una botella mientras reía con risa aguda… ¿Te dije que la calavera estaba tomando whiskey y gritando? –me preguntó. Negué con la cabeza−. Eso era lo más loco de todo: ¡la calavera tomaba whiskey, güeón, tomaba copete como nosotros! –El Juan hizo una pequeña pausa para sacar un envoltorio de pastillas gris, sacar un par de ellas y echárselas a la boca−. ¿Podí’ creer esa güeá? Calavera culiá loca.
            −Oye, culiao’ –le dije, reparando en un detalle−. ¿Qué güeá te echaste a la boca?
            −Unas vitamina’ C que me encontré en la pieza del Mauro.
            −A ver, déjame –le pedí, extendiendo mi mano. El Juan me pasó el envoltorio y me di cuenta que le quedaban menos de la mitad de su total−. ¡Güeón, estas güeás son Ravotril!
            −¡Qué güeá! –gritó el Juan, poniendo expresión de horror−. ¡Me está hablando un orco!

Historia #241: Sé tú mismo, no importa lo que otros digan

−Álvaro, ¿qué te pasa, por qué esa cara?
            −Nada, papá…
            −Cuéntame qué te pasó; ¿te dijeron algo feo en el colegio?
            −…
            −Dime, no pasa nada, puedes contar conmigo.
            −Un compañero me dijo… me dijo que el ajedrez es para maricas, ¡y yo no soy ningún marica, papá!
            −Sé que no eres ningún marica, hijo; y si lo fueras, al demonio con ellos: siempre sé tú mismo, no importa lo que otros digan.
            −¿En serio puedo ser yo mismo?
            −Sí, hijo, eres tan libre para serlo como cualquiera de ellos. Además, el ajedrez es un juego para gente con sesos; de seguro esos idiotas ni siquiera tienen idea de cómo jugar.
            −Tienes razón… Te quiero, papá.
            −Yo igual te quiero, corazón.



Cuando el papá de Álvaro llegó al colegio al día siguiente para llevarse a su hijo a casa, se encontró con que una multitud curioseaba desde afuera; el sector estaba acordonado y totalmente resguardado por carabineros. Unas cuantas mujeres gritaban mientras otras gritaban y lloraban a la vez.
            Alarmado, el hombre se acercó lo más que pudo a la entrada del colegio; le bastó con agudizar el oído para enterarse de todo lo sucedido. Un niño había molido a palos a dos de sus compañeros hasta la muerte en el patio del colegio, mientras los demás estaban en clases y los inspectores se encargaban de cualquier otra mierda menos vigilar el patio. Nadie lo podía creer. Algunos decían que el niño era un esquizofrénico, otros que siempre había sido una manzana podrida capaz de cometer un acto como ése, incluso había quienes declaraban que se trataba de la mismísima reencarnación del demonio. Pero el papá de Álvaro no creyó nada de eso.
            Hasta que vio salir del colegio al famoso niño escoltado por un par de carabineros. Los periodistas se apostaron prestos a sacarles fotos para los titulares del día siguiente; algunas mamás lloraron con más fuerza, mientras que otras contuvieron el aliento al descubrir que el niño que había asesinado a sus compañeros era efectivamente un niño y no un adolescente capaz de semejante barbaridad.
            El papá de Álvaro corrió hacia la arcada de la entrada del colegio con el corazón en la mano. No podía creer que era su hijo, el pequeño Álvaro, el que sacaban los carabineros de manera brusca.
            −¡Álvaro, Álvaro!
            Su hijo le miró con una expresión extraña en la cara.
            −Hola, papá.
            −¿Qué mierda hiciste, Álvaro? No me digas que de verdad fuiste tú quien…
            −Sí, papá, fui yo –Entonces su padre se percató que el brillo que veía en sus ojos no era otra cosa más que rabia, odio y mucha satisfacción−. Fui yo mismo, y no me importó nada. Nada.