−Álvaro,
¿qué te pasa, por qué esa cara?
−Nada, papá…
−Cuéntame qué te pasó; ¿te dijeron
algo feo en el colegio?
−…
−Dime, no pasa nada, puedes contar
conmigo.
−Un compañero me dijo… me dijo que
el ajedrez es para maricas, ¡y yo no soy ningún marica, papá!
−Sé que no eres ningún marica, hijo;
y si lo fueras, al demonio con ellos: siempre sé tú mismo, no importa lo que
otros digan.
−¿En serio puedo ser yo mismo?
−Sí, hijo, eres tan libre para serlo
como cualquiera de ellos. Además, el ajedrez es un juego para gente con sesos;
de seguro esos idiotas ni siquiera tienen idea de cómo jugar.
−Tienes razón… Te quiero, papá.
−Yo igual te quiero, corazón.
Cuando
el papá de Álvaro llegó al colegio al día siguiente para llevarse a su hijo a
casa, se encontró con que una multitud curioseaba desde afuera; el sector
estaba acordonado y totalmente resguardado por carabineros. Unas cuantas mujeres
gritaban mientras otras gritaban y lloraban a la vez.
Alarmado, el hombre se acercó lo más
que pudo a la entrada del colegio; le bastó con agudizar el oído para enterarse
de todo lo sucedido. Un niño había molido a palos a dos de sus compañeros hasta
la muerte en el patio del colegio, mientras los demás estaban en clases y los
inspectores se encargaban de cualquier otra mierda menos vigilar el patio.
Nadie lo podía creer. Algunos decían que el niño era un esquizofrénico, otros
que siempre había sido una manzana podrida capaz de cometer un acto como ése,
incluso había quienes declaraban que se trataba de la mismísima reencarnación del
demonio. Pero el papá de Álvaro no creyó nada de eso.
Hasta que vio salir del colegio al
famoso niño escoltado por un par de carabineros. Los periodistas se apostaron
prestos a sacarles fotos para los titulares del día siguiente; algunas mamás
lloraron con más fuerza, mientras que otras contuvieron el aliento al descubrir
que el niño que había asesinado a sus compañeros era efectivamente un niño y no
un adolescente capaz de semejante barbaridad.
El papá de Álvaro corrió hacia la
arcada de la entrada del colegio con el corazón en la mano. No podía creer que
era su hijo, el pequeño Álvaro, el que sacaban los carabineros de manera
brusca.
−¡Álvaro, Álvaro!
Su hijo le miró con una expresión
extraña en la cara.
−Hola, papá.
−¿Qué mierda hiciste, Álvaro? No me
digas que de verdad fuiste tú quien…
−Sí,
papá, fui yo –Entonces su padre se percató que el brillo que veía en sus ojos
no era otra cosa más que rabia, odio y mucha satisfacción−. Fui yo mismo, y no
me importó nada. Nada.