−Mira,
mi abuela tenía un azucarero igual a éste.
Andrea alzó el objeto del estante
para mostrárselo a Gustavo.
−Bonito, ¿no? –continuó la muchacha.
−Sí –afirmó su acompañante−: la flor
estampada del costado le da un toque muy particular. Me hace acordar a ese
pintor famoso que se llama… se llama…, ay, no me acuerdo…
−Nunca pensé que los orientales
vendieran tantas cosas así –dijo Andrea, prestándole más atención a la infinita
variedad de artículos para cocina al frente suyo que a sus palabras−. ¡Y mira,
son muy baratos!
Gustavo echó una mirada rápida a los
precios de los objetos y se sorprendió al notar que Andrea tenía razón. Las
cosas estaban al alcance de prácticamente cualquier bolsillo.
−Podría aprovechar de comprar algo
para mi mamá –dijo éste un poco más entusiasmado, mientras ambos llegaban al
final del pasillo; el siguiente tenía un sinfín de artículos para el baño−.
Está de cumpleaños la otra semana.
−Podrías regalarle una toalla –dijo
Andrea, tomando una que tenía a mano−, o un depilador de estos –agregó
sonriendo–; probablemente lo necesite mucho.
−Eso lo necesitas tú –replicó
Gustavo, tratando de dar con algo que a su mamá pudiera gustarle. Había
montones de guarda jabones plásticos de diferentes tamaños y formas, toallas
con una gran variedad de diseños, percheros, posa cepillos de dientes, cepillos
de dientes adaptables, depiladores para hombres y mujeres, espejos de todos los
portes, dispensadores de…
Gustavo se detuvo al percatarse que
de uno de los espejos apilados salía una débil y fría luz azul, como la de una
linterna cuya batería está a punto de morir; hacía que los contornos de los
espejos superiores quedaran vagamente iluminados a contraluz. Picado por la
curiosidad, se agachó para remover estos últimos hasta dejar al descubierto uno
pequeño y redondo que no correspondía a aquél lugar, el de los grandes y
rectangulares, y quedó sorprendido al ver con sus propios ojos que su
superficie era capaz de iluminar como ningún otro.
Gustavo miró por sobre su hombro
para saber si había algún punto por el cual le llegara un poco de luz, pero
sólo vio a Andrea cernirse sobre él.
−¿Qué tienes ahí?
−Mira este espejo –le dijo Gustavo−.
Brilla por sí solo.
Andrea lo observó con expresión
pasmada.
−¿Sabes si usa pilas?
Gustavo tomó el espejo en cuestión y
lo giró boca abajo. No se veía ninguna ranura por donde insertarlas.
−No, no ocupa pilas –aseguró,
volviendo el objeto a su posición anterior−. Debe ser algún efecto de… ¡MIERDA!
El ruido de los vidrios romperse
contra el suelo resonó por los pasillos como el mazo de un juez en pleno
juicio.
−Ahí van cuatro años de mala suerte
–le dijo Andrea con un dejo burlón; mas al ver que su amigo no reaccionaba al
respecto, le tomó un hombro y añadió−: Yo sé que no es fácil para ti aceptarlo,
pero con esto somos capaces de darnos cuenta que tienes las aptitudes necesarias
para romper un espejo con tu cara –Pero Gustavo seguía sin responder. Parecía
petrificado, ahí, en cuclillas frente al montón de espejos del estante−.
Gustavo, ¿estás bien?
−No me creerás lo que acabo de ver
–dijo el muchacho sin voltear su cabeza.
−Tu cara, obvio…
−¡No, Andrea, basta! –le espetó su
interlocutor. Entonces giró su rostro para mirarla a los ojos; Andrea se
percató que los tenía llorosos−. Vi algo horrible, algo que… −El muchacho se
tapó el rostro con sus manos−. Fue horrible, mierda, fue horrible…
Andrea miró los trozos del pequeño
espejo repartidos por el suelo. Ninguno brillaba como antes, así como tampoco
parecían cumplir a cabalidad con su objetivo principal: reflejar las cosas que
tenían al frente; era como si se hubieran apagado −oscurecido− al fragmentarse.
−¿Qué viste? ¡Dime!
−Vi algo, algo, cuyo ojo… –Gustavo tragó saliva−. Su ojo era tan grande como…
nosotros.
−¿Estás seguro que no era…?
−¡No, era real, te lo juro! ¡Pude
sentir su respiración y que me decía…!
−¿Qué te decía? –Andrea se había
puesto muy nerviosa al respecto; a decir verdad, nunca había visto a su amigo
tan asustado como ahora.
−Que el fin está cerca –respondió
Gustavo con aire lúgubre−. Que pronto los mundos chocaran y será el fin de
todo.
−Ya, Gustavo, si es una broma…
−¡Te digo que no lo es! –le frenó el
otro, gritando; Andrea se quedó de una pieza, con la boca un poco abierta. Del lado
opuesto del pasillo se acercaba una de las vendedoras del local para ver a qué
se debía tanto alboroto−. Lo siento, Andrea, no quise gritarte, pero… debes
creerme, no te estoy mintiendo.
−¿Qué pasó aquí? –preguntó la
vendedora al ver los trozos del espejo por el suelo−. Quien rompe, paga. Regla
del local –agregó con su acento oriental marcado.
−No se preocupe, señora, que yo se
lo pago –le dijo Andrea, ayudando a su amigo a levantarse. La vendedora hizo un
gesto, indicó que los esperaría en la caja a la salida del recinto y se fue con
los mismos movimientos rápidos con los que había llegado−. No sé qué te habrá
pasado, Gustavo, pero espero me puedas dar alguna explicación luego.
Gustavo no sabía qué hacer al
respecto. Pensó en decirle: “Andrea, te lo juro por lo que más quieras: vi lo
que parecía ser el ojo de un hombre gigantesco, horrible; sentí su olor, su
respiración en mi cara, en mi piel, y fue horrible. Te lo juro, te lo juro por
lo que más quieras”. Pero naturalmente, nada de eso salió de su boca.
En vez de eso, siguió a su amiga a
la caja para pagar el espejo roto al tiempo que otra vendedora se acercaba al
pasillo con una escoba y una pala para limpiar sus restos. La mujer de la caja
ni siquiera le dio las gracias.
Una vez fuera del local, bajo el
cielo opalino del mediodía, Andrea se acercó a Gustavo para darle un breve y
cariñoso apretón en la cintura.
−No te preocupes por el espejo –le
dijo con tono conciliador−. Esa gente debe tener un montón de esos por ahí.
−Sí, seguro que tienen más de esos
guardados en la bodega.
Pero Gustavo sabía que aquello no
era cierto: espejos como esos no se veían todos los días ni se encontraban por
ahí azarosamente; porque en realidad lo que había tenido en sus manos no había
sido un espejo como tal, y eso lo sabía muy bien: se lo decía una parte muy
profunda de su ser, un instinto que por lo general nunca le fallaba.
Lo que había visto en su superficie, por lo tanto, había
sido tan real como los trozos de éste esparcidos por el suelo; tan real como el
aire denso que sintió palpar la piel de su rostro cuando miró en él buscando su
propio reflejo; tan real como la mano de su amiga buscando la suya para hacerlo
sentir más seguro bajo ese cielo opalino del mediodía.