Entré a una farmacia para comprar
mis paquetes de condones XL semanales cuando escucho que un guardia comienza a
gritarle con rabia a un tipo en un rincón, llamando automáticamente la atención
de todos.
−¡Devuelve las cosas que te echaste adentro, devuélvelas!
Luego se levantó un apagado murmullo entre los
espectadores antes que el acusado comenzara su intento por defenderse.
−¡Oe’, si no pasa na’ oe’, si no estoy robando na’!
Me acerqué un poco para ver mejor la escena después de
sacar mi número de atención: el acusado resultó ser un tipo joven de pinta
andrajosa, flaco y chato como la mayoría de los desempleados de nuestro país;
detrás suyo se escondían sus dos hijos, niña y niño, de unos cinco y tres años
correspondientemente. Parecían estar muertos de miedo.
−¡Devuelve las cosas si no querís que llame a los Pacos!
–dijo el guardia, apuntándolo con su índice.
−¡Oe’, si no tengo na’ te dicen!
Uno de los farmaceutas se acercó sigilosamente a la
puerta para salir por ella y cerrarla del otro lado, tratando de ubicar a algún
Carabinero en servicio por ahí cerca.
−¡Sé que te echaste una de esas cosas en el pantalón, te
vi! –insistía el guardia.
−¡Oe’, si no tengo na’!
La entrada volvió a abrirse, esta vez para dejar pasar a
tres personas: era el farmaceuta acompañado de dos Carabineros altos y
fornidos.
−¿Qué está pasando aquí? –dijo uno de ellos con dejo
autoritario, recorriendo el lugar con la mirada.
−Este hombre –dijo el guardia, indicándole a los
Carabineros que se le acercaran−. Está robando.
−¡Pero si yo no estoy robando, oiga! ¡Estoy con mis
hijos, mire! –El acusado se hizo a un lado para mostrar a sus dos hijos tras
él. Ahora parecían a punto de llorar.
−Lo tiene escondido atrás –dijo el guardia−. Lo que se
robó.
−A ver, hombre, date vuelta –ordenó el mismo Carabinero.
−¡Pero mi cabo…!
−¡Date vuelta!
Todos en la farmacia enmudecieron y al tipo no le quedó
otra que girar su cuerpo y levantarse la polera para mostrar su coxis. Ahí no
había nada.
−No hay nada… −susurró el otro Carabinero, como pensando
en voz alta.
−¡No hay nada porque no robé nada! –estaba diciendo el
acusado mientras volvía a su posición original, cuando se escuchó un sordo
golpe bajo sus pies. Todos miraron lentamente en esa dirección: se trataba de
dos tubos de pasta dental para niños. La cara del hombre se puso pálida.
−¡Ven, yo les dije que sí había robado! –comentó el
guardia con aire triunfal.
−Bueno, señor, creo que tendremos que formalizarlo por
robo –dijo el Carabinero que hablaba.
−¡Pero mi cabo, cómo, no puedo dejar a mis hijos solos!
−Lo siento.
Y dicho esto, entre los dos Carabineros tomaron al hombre
por los brazos y lo sacaron por la entrada, dejando a sus dos hijos olvidados
en el interior de la farmacia.
Dentro del local todo era un tenso silencio.
Entonces uno de los farmaceutas hizo sonar el indicador
de turnos −avanzándolo− y todo volvió a ser como antes: una mujer compró jarabe
para la tos de sus hijos, otra un par de paquetes de toallas higiénicas y un
hombre unos cuantos tarros de vitaminas encapsuladas. Para cuando tocó mi turno
y pedí mis condones XL para la semana, el tipo que me atendió me dijo al
pasarme la compra, como contándome una infidencia:
−No falta la gente ladrona, ¿no?
−Sí, nunca falta.
−Ojalá hubiera mano dura para ellos. Así no robarían más.
−Estaría muy bueno –comenté antes de irme y echarle una
última mirada al par de niños abandonados al medio del local, pensando en lo
errada que estaba la gente al pensar que los verdaderos ladrones se dedican a
robar un par de dentífricos para sus hijos en las farmancias, las mismas
regentadas por empresarios amigos de los políticos que no sólo roban dentífricos
ni cosas de esa índole, sino que millones de millones de pesos, nuestros
millones de pesos, los de todos. Pero no: la gente cree todo lo contrario.
Igual, de todas maneras, mi caja de condones XL para la
semana estaba ya guardada dentro de mi mochila. Todo lo demás me importaba una
mierda.