Como a eso de las una de la
tarde, me tocó empacarle los productos a una sonriente mujer (de entrada edad)
en el supermercado. Me saludó de muy buena manera, le dio las buenas tardes a
la cajera y esperó pacientemente a que todo estuviera listo para ser llevado a
casa. Ahí fue que la mujer aprovechó para sacar un colorido folleto de su
cartera y extendérmelo a modo de propina. “Estarás conmigo en el Paraíso”,
decía el título, presentando unos jóvenes europeos de aspecto muy confundido.
−Ahí adentro viene la palabra de Dios –dijo la señora con
cierta impaciencia−. Él no es dinero, no es una tele pantalla plana, no es un
Play Station ni uno de esos aparatos que los jóvenes usan para jugar en el
baño; Él es todo: amor, esperanza, lo mejor del mundo para ti –Llevó su mano
hasta la mía para que guardara el folleto que me había entregado−. Llévatelo:
su palabra ahí dentro llenará todos tus vacíos.
Y luciendo una mueca de suficiencia, la mujer se marchó
con sus bolsas colgando de sus manos.
Me encogí de hombros sin darle mucha importancia y pedí
permiso para salir un rato a comer mi almuerzo; siempre terminaba por darme
hambre a la misma hora del día, no lo podía evitar.
Sin embargo,
para molestia mía, me enteré que la última mujer que había atendido estaba lejos
de haber sido franca conmigo
(y yo que creí
en ella por la forma gentil en que nos había saludado y todo lo demás):
resultó que la
palabra dentro del folleto jamás llenó mi estómago hambriento como ella
aseguraba: sólo me produjo un enorme malestar, como si me hubiera echado mierda en la boca: entonces entendí por qué los niños del África continuaban en la misma condición precaria desde hacía años: la palabra de Dios jamás iba a llenar ninguno de sus estómagos como
prometía: porque ésta, a la larga, no hacía otra cosa más que contribuir con su malestar ahí
dentro, donde de verdad importaba, donde de verdad era necesaria.