Las Crónicas de Lago Ensueño #5: Día de compras



−Mira, mi abuela tenía un azucarero igual a éste.
            Andrea alzó el objeto del estante para mostrárselo a Gustavo.
            −Bonito, ¿no? –continuó la muchacha.
            −Sí –afirmó su acompañante−: la flor estampada del costado le da un toque muy particular. Me hace acordar a ese pintor famoso que se llama… se llama…, ay, no me acuerdo…
            −Nunca pensé que los orientales vendieran tantas cosas así –dijo Andrea, prestándole más atención a la infinita variedad de artículos para cocina al frente suyo que a sus palabras−. ¡Y mira, son muy baratos!
            Gustavo echó una mirada rápida a los precios de los objetos y se sorprendió al notar que Andrea tenía razón. Las cosas estaban al alcance de prácticamente cualquier bolsillo.
            −Podría aprovechar de comprar algo para mi mamá –dijo éste un poco más entusiasmado, mientras ambos llegaban al final del pasillo; el siguiente tenía un sinfín de artículos para el baño−. Está de cumpleaños la otra semana.
            −Podrías regalarle una toalla –dijo Andrea, tomando una que tenía a mano−, o un depilador de estos –agregó sonriendo–; probablemente lo necesite mucho.
            −Eso lo necesitas tú –replicó Gustavo, tratando de dar con algo que a su mamá pudiera gustarle. Había montones de guarda jabones plásticos de diferentes tamaños y formas, toallas con una gran variedad de diseños, percheros, posa cepillos de dientes, cepillos de dientes adaptables, depiladores para hombres y mujeres, espejos de todos los portes, dispensadores de…
            Gustavo se detuvo al percatarse que de uno de los espejos apilados salía una débil y fría luz azul, como la de una linterna cuya batería está a punto de morir; hacía que los contornos de los espejos superiores quedaran vagamente iluminados a contraluz. Picado por la curiosidad, se agachó para remover estos últimos hasta dejar al descubierto uno pequeño y redondo que no correspondía a aquél lugar, el de los grandes y rectangulares, y quedó sorprendido al ver con sus propios ojos que su superficie era capaz de iluminar como ningún otro.
            Gustavo miró por sobre su hombro para saber si había algún punto por el cual le llegara un poco de luz, pero sólo vio a Andrea cernirse sobre él.
            −¿Qué tienes ahí?     
            −Mira este espejo –le dijo Gustavo−. Brilla por sí solo.
            Andrea lo observó con expresión pasmada.
            −¿Sabes si usa pilas?
            Gustavo tomó el espejo en cuestión y lo giró boca abajo. No se veía ninguna ranura por donde insertarlas.
            −No, no ocupa pilas –aseguró, volviendo el objeto a su posición anterior−. Debe ser algún efecto de… ¡MIERDA!
            El ruido de los vidrios romperse contra el suelo resonó por los pasillos como el mazo de un juez en pleno juicio.
            −Ahí van cuatro años de mala suerte –le dijo Andrea con un dejo burlón; mas al ver que su amigo no reaccionaba al respecto, le tomó un hombro y añadió−: Yo sé que no es fácil para ti aceptarlo, pero con esto somos capaces de darnos cuenta que tienes las aptitudes necesarias para romper un espejo con tu cara –Pero Gustavo seguía sin responder. Parecía petrificado, ahí, en cuclillas frente al montón de espejos del estante−. Gustavo, ¿estás bien?
            −No me creerás lo que acabo de ver –dijo el muchacho sin voltear su cabeza.
            −Tu cara, obvio…
            −¡No, Andrea, basta! –le espetó su interlocutor. Entonces giró su rostro para mirarla a los ojos; Andrea se percató que los tenía llorosos−. Vi algo horrible, algo que… −El muchacho se tapó el rostro con sus manos−. Fue horrible, mierda, fue horrible…
            Andrea miró los trozos del pequeño espejo repartidos por el suelo. Ninguno brillaba como antes, así como tampoco parecían cumplir a cabalidad con su objetivo principal: reflejar las cosas que tenían al frente; era como si se hubieran apagado −oscurecido− al fragmentarse.
            −¿Qué viste? ¡Dime!
            −Vi algo, algo, cuyo ojo… –Gustavo tragó saliva−. Su ojo era tan grande como… nosotros.
            −¿Estás seguro que no era…?
            −¡No, era real, te lo juro! ¡Pude sentir su respiración y que me decía…!
            −¿Qué te decía? –Andrea se había puesto muy nerviosa al respecto; a decir verdad, nunca había visto a su amigo tan asustado como ahora.
            −Que el fin está cerca –respondió Gustavo con aire lúgubre−. Que pronto los mundos chocaran y será el fin de todo.
            −Ya, Gustavo, si es una broma…
            −¡Te digo que no lo es! –le frenó el otro, gritando; Andrea se quedó de una pieza, con la boca un poco abierta. Del lado opuesto del pasillo se acercaba una de las vendedoras del local para ver a qué se debía tanto alboroto−. Lo siento, Andrea, no quise gritarte, pero… debes creerme, no te estoy mintiendo.
            −¿Qué pasó aquí? –preguntó la vendedora al ver los trozos del espejo por el suelo−. Quien rompe, paga. Regla del local –agregó con su acento oriental marcado.
            −No se preocupe, señora, que yo se lo pago –le dijo Andrea, ayudando a su amigo a levantarse. La vendedora hizo un gesto, indicó que los esperaría en la caja a la salida del recinto y se fue con los mismos movimientos rápidos con los que había llegado−. No sé qué te habrá pasado, Gustavo, pero espero me puedas dar alguna explicación luego.
            Gustavo no sabía qué hacer al respecto. Pensó en decirle: “Andrea, te lo juro por lo que más quieras: vi lo que parecía ser el ojo de un hombre gigantesco, horrible; sentí su olor, su respiración en mi cara, en mi piel, y fue horrible. Te lo juro, te lo juro por lo que más quieras”. Pero naturalmente, nada de eso salió de su boca.
            En vez de eso, siguió a su amiga a la caja para pagar el espejo roto al tiempo que otra vendedora se acercaba al pasillo con una escoba y una pala para limpiar sus restos. La mujer de la caja ni siquiera le dio las gracias.
            Una vez fuera del local, bajo el cielo opalino del mediodía, Andrea se acercó a Gustavo para darle un breve y cariñoso apretón en la cintura.
            −No te preocupes por el espejo –le dijo con tono conciliador−. Esa gente debe tener un montón de esos por ahí.
            −Sí, seguro que tienen más de esos guardados en la bodega.
            Pero Gustavo sabía que aquello no era cierto: espejos como esos no se veían todos los días ni se encontraban por ahí azarosamente; porque en realidad lo que había tenido en sus manos no había sido un espejo como tal, y eso lo sabía muy bien: se lo decía una parte muy profunda de su ser, un instinto que por lo general nunca le fallaba.
Lo que había visto en su superficie, por lo tanto, había sido tan real como los trozos de éste esparcidos por el suelo; tan real como el aire denso que sintió palpar la piel de su rostro cuando miró en él buscando su propio reflejo; tan real como la mano de su amiga buscando la suya para hacerlo sentir más seguro bajo ese cielo opalino del mediodía.