Mi mamá nos había pedido que
limpiásemos el cuarto de invitados de toda la porquería que se había acumulado
ahí por años, pues no quería que estuviera impresentable cuando llegara nuestro
tío de Alemania. ¡Qué horror!, dijo mirándonos desde su asiento, cómo podía ser
posible que ese cuarto no se hubiera limpiado desde que su hermano Alberto
había ido a parar a otro continente por culpa de esos milicos de mierda que casi
los habían matado a todos. Entonces reflexioné: claro, me dije, recordando lo
que mi mamá siempre nos decía al respecto de esa habitación: que no se movería
ninguna cosa de ahí hasta que su hermano volviera; pero en vez de cambiar algo
en su interior o quitárselo como tanto temía, todos en la casa (incluida ella)
habíamos adquirido la mala costumbre de agregárselas, dejando ahí los objetos
que ya no nos eran útiles: enciclopedias, libros, montones de ropa, chaquetas,
jaulas de mascotas perdidas y muertas, adornos obsoletos, maletas roñosas,
etcétera, etcétera. Por lo mismo entonces nos vimos con Alejandra, mi hermana
pequeña, ataviados y listos para dejarlo todo como cuando nuestro tío había
partido lejos: comenzamos con el polvo, barriéndolo y sacudiéndolo de todas las
superficies a nuestro alcance; luego sacamos la ropa, clasificándola según su
utilidad, arrojando un montón que no servía a una esquina; frotamos con paños las
jaulas antes de sacarlas al patio junto a un montón de otros trastos muy
pasados de moda, apilándolos para cuando pasara la basura, o para cuando se
aproximara el cumpleaños de algún ser cercano a la familia; pero fue cuando
íbamos a echar los libros y las enciclopedias −viejos tomos deteriorados por el
desuso y el tiempo− dentro de una de esas bolsas plásticas negras inmensas, que
mi hermana dijo: mira, soy un fantasma negro, y todo cambió drásticamente. Mi
hermana abrió la bolsa hasta su máxima capacidad, para luego sonreírme y
meterse dentro de ella, como si lo hiciera bajo una sábana blanca; me dio risa
y todo, mi hermana y sus tonterías como siempre, pero la sonrisa se me enfrió
en el rostro al notar que no se movía y que pasaba mucho rato ahí sin hacer
nada. Alejandra, te puedes ahogar, le dije, mas no me hizo caso. Tuve que
acercarme a ella −conocedor de lo peligroso que era estar dentro de ése
plástico− para quitarle su improvisado disfraz de encima; mas grité de miedo al
ver que del otro lado no había nada, absolutamente nada, solo aire y nada más
que aire. ¡Alejandra!, grité, llenando el cuarto con su nombre; llegó nuestra
mamá asustada, pensando que nos había picado una araña o algo así, pero luego
de contarle la versión de los hechos, se rió y dijo que si queríamos almorzar,
mejor termináramos luego. Pero Alejandra no estaba por ningún lado. No puede
ser, me dije lívido. No puede ser, no puede ser. Alejandra no estaba por ningún
lado.
Cuando me senté a almorzar y mi mamá aun creyendo que la
desaparición de mi hermana no era más que otra de sus bromas, pensé que el
destino por fin nos había cobrado la deuda familiar que teníamos sin saldar
desde hacía tiempo, arrebatándonos a mi hermana a cambio de nuestro tío que
había escapado por poco de las garras de esos malditos milicos de mierda y que
ahora, después de mucho tiempo, volvería a pisar nuestras tierras, su casa que
había abandonado hacía tantos años.