Cuento #80: El regreso de nuestro tío de Alemania



Mi mamá nos había pedido que limpiásemos el cuarto de invitados de toda la porquería que se había acumulado ahí por años, pues no quería que estuviera impresentable cuando llegara nuestro tío de Alemania. ¡Qué horror!, dijo mirándonos desde su asiento, cómo podía ser posible que ese cuarto no se hubiera limpiado desde que su hermano Alberto había ido a parar a otro continente por culpa de esos milicos de mierda que casi los habían matado a todos. Entonces reflexioné: claro, me dije, recordando lo que mi mamá siempre nos decía al respecto de esa habitación: que no se movería ninguna cosa de ahí hasta que su hermano volviera; pero en vez de cambiar algo en su interior o quitárselo como tanto temía, todos en la casa (incluida ella) habíamos adquirido la mala costumbre de agregárselas, dejando ahí los objetos que ya no nos eran útiles: enciclopedias, libros, montones de ropa, chaquetas, jaulas de mascotas perdidas y muertas, adornos obsoletos, maletas roñosas, etcétera, etcétera. Por lo mismo entonces nos vimos con Alejandra, mi hermana pequeña, ataviados y listos para dejarlo todo como cuando nuestro tío había partido lejos: comenzamos con el polvo, barriéndolo y sacudiéndolo de todas las superficies a nuestro alcance; luego sacamos la ropa, clasificándola según su utilidad, arrojando un montón que no servía a una esquina; frotamos con paños las jaulas antes de sacarlas al patio junto a un montón de otros trastos muy pasados de moda, apilándolos para cuando pasara la basura, o para cuando se aproximara el cumpleaños de algún ser cercano a la familia; pero fue cuando íbamos a echar los libros y las enciclopedias −viejos tomos deteriorados por el desuso y el tiempo− dentro de una de esas bolsas plásticas negras inmensas, que mi hermana dijo: mira, soy un fantasma negro, y todo cambió drásticamente. Mi hermana abrió la bolsa hasta su máxima capacidad, para luego sonreírme y meterse dentro de ella, como si lo hiciera bajo una sábana blanca; me dio risa y todo, mi hermana y sus tonterías como siempre, pero la sonrisa se me enfrió en el rostro al notar que no se movía y que pasaba mucho rato ahí sin hacer nada. Alejandra, te puedes ahogar, le dije, mas no me hizo caso. Tuve que acercarme a ella −conocedor de lo peligroso que era estar dentro de ése plástico− para quitarle su improvisado disfraz de encima; mas grité de miedo al ver que del otro lado no había nada, absolutamente nada, solo aire y nada más que aire. ¡Alejandra!, grité, llenando el cuarto con su nombre; llegó nuestra mamá asustada, pensando que nos había picado una araña o algo así, pero luego de contarle la versión de los hechos, se rió y dijo que si queríamos almorzar, mejor termináramos luego. Pero Alejandra no estaba por ningún lado. No puede ser, me dije lívido. No puede ser, no puede ser. Alejandra no estaba por ningún lado.
            Cuando me senté a almorzar y mi mamá aun creyendo que la desaparición de mi hermana no era más que otra de sus bromas, pensé que el destino por fin nos había cobrado la deuda familiar que teníamos sin saldar desde hacía tiempo, arrebatándonos a mi hermana a cambio de nuestro tío que había escapado por poco de las garras de esos malditos milicos de mierda y que ahora, después de mucho tiempo, volvería a pisar nuestras tierras, su casa que había abandonado hacía tantos años.