Fue el Carlos (un ex
compañero mío y del Juan durante nuestra época escolar) el que me contó que el
José estaba grave en el hospital cuando me lo encontré de casualidad en la
calle. Tuvo un accidente en auto, me explicó, y yo no supe cómo reaccionar.
Porque en un principio pensé en su salud y en lo horrible
que sería que el José muriera a la temprana edad en que nos encontrábamos; pero
inmediatamente recordé todo lo hijo de puta que había sido para conmigo.
Entonces tuve ganas de sonreír y responder: “pues bien merecido se lo tiene el
hijo de puta”. Mas, naturalmente, le dije al Carlo que qué pena, que ojalá se
mejorara y que si lo veía dentro de poco, que le diera mis saludos. El Carlos
me miró como si yo no entendiera la gravedad del asunto. Me dio a conocer un
poco más la sucesión de los hechos y nos despedimos para seguir con nuestros
caminos.
El José siempre fue ese hijo de padres religiosos que no
paraba de hacer cosas malas (pillaje puro) en el colegio por las cuales
terminaba siendo juzgado otro compañero cuyos progenitores no tenían la misma
devoción por Dios que los suyos. Una historia que, según tengo entendido tras
muchas conversaciones con amigos recientes, es habitual en muchos
establecimientos y contextos.
Sin embargo, lo que más me molestaba de su comportamiento
era el que cada vez que algo bueno le sucedía, creía y anunciaba que se debía a
que Dios había obrado a su favor, intercediendo en su destino como premio por
“vaya a saber qué pasaba por su cabeza de ególatra de mierda”. Lo decía cuando
sacaba buena nota (por copiarles las respuestas a los demás), cuando traía los
mejores almuerzos (que había preparado su mamá), cuando se encontraba una moneda
a mitad de la cancha (que seguramente le pertenecía a uno de los niños que
siempre jugaban a la pelota durante los recreos). No sé, no lo soportaba porque
sabía que era mentira, ¿o acaso es Dios quien se desgasta el lomo por llevarte
un plato de comida a la mesa, cuando en realidad todo lo ha hecho tu madre?
Entonces por qué darle gracias a alguien que no existe; me resulta ilógico.
Y bueno, así
tuvo que pasar un día conmigo algún día: fue cuando íbamos en Cuarto Medio y
teníamos y teníamos que rendir una de las últimas pruebas del año. No sé por
qué el profesor nos hizo juntarnos en parejas (escogidas al azar) antes de
entregarnos un par de hojas con una batería infame de ejercicios matemáticos y
darnos un par de horas para terminarlos.
Confieso que
siempre he sido un mollera dura para con los números, pero como en esos tiempos
corrían los miedos e inseguridades frente a la fatídica e inminente PSU entre
nosotros, y yo ya había estudiado un montón al respecto por lo mismo, entendí
cómo poder resolver la mayoría; ahora se suponía que el José, con todo el
conocimiento que demostraban sus últimas calificaciones en la asignatura, diera
el mismo esfuerzo por terminar en conjunto la prueba de la manera más
satisfactoria posible. Pero éste, limpia y llanamente, no hizo otra cosa más
que decirme: “no cacho na’ de esto”, antes de dejar su copia de la prueba de
lado y dejarme solo frente a ella.
No lo podía
creer: me hervía la mierda por dentro. No obstante, creí que lo correcto sería
terminar con todos los ejercicios que pudiera y entregárselos al profesor sin
el nombre del José encima, dejando en claro que era MI PRUEBA, no la de ese
flojo hijo de la perra.
Pero al momento
de entregarle los ejercicios al profesor al acabarse el tiempo para finalizarla,
éste, guiado por la idea prevaleciente que el José era un alumno ejemplar
dentro del curso, escribió su nombre en el espacio donde faltaba el suyo,
comentando que por pajarón estaba dejando fuera a mi compañero. No pude hacer
otra cosa más que apretar los puños y tragarme la rabia.
Al José no le
hablé hasta un par de semanas después, tras recibir un milagroso 6 por todo el
esfuerzo sobrehumano que realicé para resolverla, le escuché decir que todo
aquello se debía nada más y nada menos que a la obra y gracia de Dios.
Lo esperé a la
salida, para arrinconarlo antes que escapara. Pero como era de esperar, supo
huir sin que lo viera. Para al día siguiente, la rabia que me gobernaba me
había abandonado un poco y decidí quitarle importancia al asunto, esperando que
algún día se hiciera justicia por todas aquellas miserables bajezas que había
cometido hasta la fecha. Porque a la larga tampoco se trataba que yo tuviera
que pegarle para hacerle entender que las cosas no funcionaban así, que las
religiones no te protegían de todo.
Pero henos
aquí, el José accidentado grave en el hospital por culpa de una colisión de
autos ocasionada por él mismo y su gran irresponsabilidad: por lo que el Carlos
me contó, el José venía de un carrete muerto de curao’, en el auto de sus
papás. Su papás, por supuesto, no sabían que su hijo predilecto ingería
alcohol, como era de esperar; me los imaginé sollozando que aquello era culpa
del demonio, de algún amigo universitario mala junta con los que solía juntarse
a hacer sus trabajos, así como también me los imaginé llorando que Dios había
hecho lo suyo para ponerles una prueba de fe en sus vida, cosa que me dio un
fuerte escalofrío en el espinazo.
Entonces pensé
en qué estaría pensando su familia, el José, aquellos que tenían la mala
costumbre de debérselo todo a algo más grande y desconocido por esfuerzos
humanos y no divinos, y supe que probablemente estarían arrojando dardos sobre
el otro conductor afectado; porque un religioso, ojo, jamás tendrá la culpa de
nada: siempre la tendrá otro.
Por un momento manoseé la idea de ir a ver al
José al hospital, darle a entender que frente a los peligros y embates de la
vida, la aspereza puede dejarse siempre en segundo plano. Pero tuve miedo que
al verlo, todo débil y hecho mierda, me dieran ganas de reírme como un poseso y
decirle: “¡dónde está tu puto Dios ahora!”.