Largo camino a la ruina #16: Crecer apesta

Llevaba dos días sintiéndome mal del estómago y nadie en la casa podía hacer nada: el botiquín de primeros auxilios llevaba un buen tiempo vacío y las plantas medicinales que estaban en el patio se habían secado hacía rato, quemadas por los meados de algún borracho imbécil que había conseguido llegar hasta allá. Había ido al consultorio la noche anterior, pero como no tenía previsión ni plata para costear la consulta, no conseguí que solucionaran mi problema. Por eso estaba ahí, echado bajo las frazadas, mientras el Juan y el Mauro desayunaban su clásica pelea de Smash Bros. de todos los días.
            Alguien llamó afuera en el antejardín y me asomé por la ventana para ver quién era. Se trataba del Agustín, un amigo que venía a visitarme. Lo saludé al tiempo que el Juan salía para abrirle la puerta.
            −¿Qué te pasó, güeón, cómo estai’? –me preguntó al entrar al cuarto y verme ahí, todo pal pico.
            −Comí unos completos con esa güeá de rocoto y me hizo cagar la guata. Llevo dos días cagando más que GG Allin.
            −Mmmm –Agustín miró para todos lados−. ¿Dónde están los discos?
            −Están por ahí, en esa mochila –Le indiqué una de las esquinas de la habitación−. Ahí.
            −Ah, acá está.
            −Ábrela; ahí van a estar.
            Agustín corrió el cierre de la mochila y sacó de su interior unos cuantos discos de The Cure edición de lujo, parte de mi gloriosa colección musical de toda la vida.
            −¿A cuánto me dijiste que teníai’ estos tres? –me preguntó, levantando el Pornography, el Faith y el Disintegration, mi favorito.
            −A $15.000.
            −Pero si me habíai’ dicho ayer que eran cuatro por $15.000¸ no tres.
            “Fiebre culiá’, cómo me hace ofrecer cuatro de mis joyas por $15.000”, me dije, puteándome por dentro.
            −Está bien, güeón, llévate uno más.
            Agustín siguió revisando entre los discos (dejando los otros tres aparte) hasta que dio con el Japanese whispers; lo tomó, sonrió y dijo:
            −¡Éste! Me lo llevo.
            Tragué saliva, sintiendo un nudo en la garganta.
            −Ya, güeón, está bien.
            Agustín sacó de su bolsillo un billete de $10.000 y otro de $5.000; no podía creer que estuviera haciendo eso sólo para pagar una consulta médica en un consultorio donde se suponía trataban a toda la gente pobre y necesitada.
            −Ahí está –Tomé sus billetes y los dejé dentro del velador a mi lado−. Ya, güeón, me tengo que ir a clases –Chocamos nuestros puños a modo de despedida; acto seguido, echó los cuatro discos que me había comprado en su mochila−. Mejórate, po’, güeón, pa’ tomarnos un copete luego.

            −Ojalá, güeón, ojalá –le respondí antes que se fuera y me dejara a solas con el pensamiento de que crecer y volverse adulto realmente apestaba. 

Largo camino a la ruina #15: Oportunidades en el consultorio

Resulta que me enfermé de la guata y tuve que ir al consultorio más cercano para que alguien detuviera el aluvión de mierda que salía de mi ano. Creo que fueron los completos con rocoto que comimos antes de dormir (borrachos de vino, por supuesto) los que me dejaron así, todo débil, cagón y deshidratado; ¿qué otra cosa podría haberme causado tanto daño en el estómago?
            Cuando llegué ahí, solo, la estancia se encontraba atiborrada de personas tosiendo, pálidas y con aspecto de estar más cerca de la muerte que de la vida, en un ambiente completamente tenso y nauseabundo; nadie hablaba, sólo tosían o susurraban cansadamente para decirse unas escuetas palabras entre ellos, y sería todo.
            “Esta gente se está muriendo”, pensé, mientras avanzaba en la fila hasta el mesón de atención, sintiendo cómo mi estómago parecía querer estallar repartiendo mierda por todos lados. Pasaban los minutos y no dejaba de llegar más y más gente a pesar de que ya eran casi las diez de la noche; algunas guaguas comenzaron a llorar a grito pelado, unas señoras se tambaleaban a punto de desmayarse y un hombre medio borracho no dejaba de quejarse del corte que tenía en su cabeza, el cual apretaba fuertemente con un pañuelo teñido de sangre.
            −Buenas noches –me saludó la mujer del mesón de atención; se notaba cansada, como si quisiera estar en cualquier lugar menos ahí, con toda esa gente sufriente reunida−. ¿Cuál es su nombre?
            −Felipe Cortés.
            −¿A qué viene?
            −Tengo un dolor estomacal que me viene jodiendo de la mañana –Vi cómo la mujer tecleaba la información que le daba.
            −¿Sufre de alguna enfermedad?
            −No –repliqué, sabiendo que el ser excesivamente caliente no era una enfermedad como las que se refería ella (creo).
            −¿Alérgico a algo?
            −No, a nada –excepto a los ladrones de terno y corbata.
            −Muy bien; páseme su carné, por favor.
            Con un movimiento lento saqué mi billetera y le extendí mi descuidado carné que seguía conservando desde que tenía dieciocho años, el mismo donde salía mi cara resacosa por haber estado carretiando dos días seguidos antes de hacer el trámite. La mujer lo miró y anotó mi rut en su computador. Luego chequeó la información, puso mala cara y me devolvió el carné (dejándolo sobre el mesón) antes de decirme:
            −Serían $14.900.
            Creo que si hubiera estado tomando té o comiendo arroz en ese momento, se lo hubiera escupido, sin querer, en la cara.
            −¡¿Qué?!
            −Sí –me confirmó ella−, serían $14.900.
            −¡Pero si antes no me cobraban nada! ¿Cómo pasó esto?
            −Usted es mayor de 24 años y no tiene previsión, según lo que dice aquí.
            “Ah, claro”, entendí, “ahora ya no soy más carga de mis padres”. Claro, había cumplido el límite de edad para seguir fagocitándoles sus previsiones de salud, maldita sea. Pensé que el Gobierno era injusto al no pensar en esas personas que no sacan las carreras universitarias de un solo tirón y que a los 24 años aún no ingresan en su hermoso sistema de funcionamiento y esclavitud.
            Revisé mi billetera, pero ahí no me quedaba un solo peso: lo había gastado todo en cervezas, vino, hierba, comida, gastos comunes en la casa del Juan, fotocopias y pasajes para llegar a la universidad y viceversa; tampoco quería llamar a mis padres para decirles que me depositaran más plata, porque estando ellos sin trabajo, sería como abusar el doble de su buena disposición.
            −Pucha, no tengo plata –le dije a la mujer, haciendo una mueca más de rabia que de tristeza.
            −Lo siento, hijo –Hizo una ligera pausa−. Si quieres, mañana puedes venir a hablar con la asistente social para que te dé un carné de estudiante; porque estás estudiando, ¿cierto?
            −Así es –resoplé.
            −Lo siento, hijo –repitió.
            −La culpa no es de usted, en realidad –Guardé mi billetera en el bolsillo−. Bueno, que esté bien.
            −Buenas noches.
            Y di media vuelta hacia la salida, viendo cómo no dejaban de entrar ancianos que apenas podían sostenerse en sus piernas y madres con sus bebés en brazos; ¿y si alguno de ellos se estaba muriendo de verdad y no tenía previsión ni plata para pagar la consulta como yo?; entendía que mi problema no era tan serio como el de ellos (porque siendo sincero, mi problema lo había buscado yo mismo), pero ellos…, ellos estaban ahí porque les había tocado la mala fortuna de ser pobres y vivir en un país donde los servicios públicos son una mierda, mientras que los privados, como siempre, tenían lo mejor y lo más exclusivo. Pensé en lo mucho que me gustaría ver a un político ahí, entre ese olor a enfermedad, desesperación y desesperanza, a ver si se dignaba después a hablar de igualdad y justicia al momento de hacer otra campaña para agenciarse más dinero de la gente pobre, la misma que moría hacinada en un solo lugar creyendo que, después de todo, las votaciones del próximo año cambiarían un poco las cosas y sus tristes realidades.

Largo camino a la ruina #14: Joven de fe

Fue el Carlos (un ex compañero mío y del Juan durante nuestra época escolar) el que me contó que el José estaba grave en el hospital cuando me lo encontré de casualidad en la calle. Tuvo un accidente en auto, me explicó, y yo no supe cómo reaccionar.
            Porque en un principio pensé en su salud y en lo horrible que sería que el José muriera a la temprana edad en que nos encontrábamos; pero inmediatamente recordé todo lo hijo de puta que había sido para conmigo. Entonces tuve ganas de sonreír y responder: “pues bien merecido se lo tiene el hijo de puta”. Mas, naturalmente, le dije al Carlo que qué pena, que ojalá se mejorara y que si lo veía dentro de poco, que le diera mis saludos. El Carlos me miró como si yo no entendiera la gravedad del asunto. Me dio a conocer un poco más la sucesión de los hechos y nos despedimos para seguir con nuestros caminos.
            El José siempre fue ese hijo de padres religiosos que no paraba de hacer cosas malas (pillaje puro) en el colegio por las cuales terminaba siendo juzgado otro compañero cuyos progenitores no tenían la misma devoción por Dios que los suyos. Una historia que, según tengo entendido tras muchas conversaciones con amigos recientes, es habitual en muchos establecimientos y contextos.
            Sin embargo, lo que más me molestaba de su comportamiento era el que cada vez que algo bueno le sucedía, creía y anunciaba que se debía a que Dios había obrado a su favor, intercediendo en su destino como premio por “vaya a saber qué pasaba por su cabeza de ególatra de mierda”. Lo decía cuando sacaba buena nota (por copiarles las respuestas a los demás), cuando traía los mejores almuerzos (que había preparado su mamá), cuando se encontraba una moneda a mitad de la cancha (que seguramente le pertenecía a uno de los niños que siempre jugaban a la pelota durante los recreos). No sé, no lo soportaba porque sabía que era mentira, ¿o acaso es Dios quien se desgasta el lomo por llevarte un plato de comida a la mesa, cuando en realidad todo lo ha hecho tu madre? Entonces por qué darle gracias a alguien que no existe; me resulta ilógico.
Y bueno, así tuvo que pasar un día conmigo algún día: fue cuando íbamos en Cuarto Medio y teníamos y teníamos que rendir una de las últimas pruebas del año. No sé por qué el profesor nos hizo juntarnos en parejas (escogidas al azar) antes de entregarnos un par de hojas con una batería infame de ejercicios matemáticos y darnos un par de horas para terminarlos.
Confieso que siempre he sido un mollera dura para con los números, pero como en esos tiempos corrían los miedos e inseguridades frente a la fatídica e inminente PSU entre nosotros, y yo ya había estudiado un montón al respecto por lo mismo, entendí cómo poder resolver la mayoría; ahora se suponía que el José, con todo el conocimiento que demostraban sus últimas calificaciones en la asignatura, diera el mismo esfuerzo por terminar en conjunto la prueba de la manera más satisfactoria posible. Pero éste, limpia y llanamente, no hizo otra cosa más que decirme: “no cacho na’ de esto”, antes de dejar su copia de la prueba de lado y dejarme solo frente a ella.
No lo podía creer: me hervía la mierda por dentro. No obstante, creí que lo correcto sería terminar con todos los ejercicios que pudiera y entregárselos al profesor sin el nombre del José encima, dejando en claro que era MI PRUEBA, no la de ese flojo hijo de la perra.
Pero al momento de entregarle los ejercicios al profesor al acabarse el tiempo para finalizarla, éste, guiado por la idea prevaleciente que el José era un alumno ejemplar dentro del curso, escribió su nombre en el espacio donde faltaba el suyo, comentando que por pajarón estaba dejando fuera a mi compañero. No pude hacer otra cosa más que apretar los puños y tragarme la rabia.
Al José no le hablé hasta un par de semanas después, tras recibir un milagroso 6 por todo el esfuerzo sobrehumano que realicé para resolverla, le escuché decir que todo aquello se debía nada más y nada menos que a la obra y gracia de Dios.
Lo esperé a la salida, para arrinconarlo antes que escapara. Pero como era de esperar, supo huir sin que lo viera. Para al día siguiente, la rabia que me gobernaba me había abandonado un poco y decidí quitarle importancia al asunto, esperando que algún día se hiciera justicia por todas aquellas miserables bajezas que había cometido hasta la fecha. Porque a la larga tampoco se trataba que yo tuviera que pegarle para hacerle entender que las cosas no funcionaban así, que las religiones no te protegían de todo.
Pero henos aquí, el José accidentado grave en el hospital por culpa de una colisión de autos ocasionada por él mismo y su gran irresponsabilidad: por lo que el Carlos me contó, el José venía de un carrete muerto de curao’, en el auto de sus papás. Su papás, por supuesto, no sabían que su hijo predilecto ingería alcohol, como era de esperar; me los imaginé sollozando que aquello era culpa del demonio, de algún amigo universitario mala junta con los que solía juntarse a hacer sus trabajos, así como también me los imaginé llorando que Dios había hecho lo suyo para ponerles una prueba de fe en sus vida, cosa que me dio un fuerte escalofrío en el espinazo.
Entonces pensé en qué estaría pensando su familia, el José, aquellos que tenían la mala costumbre de debérselo todo a algo más grande y desconocido por esfuerzos humanos y no divinos, y supe que probablemente estarían arrojando dardos sobre el otro conductor afectado; porque un religioso, ojo, jamás tendrá la culpa de nada: siempre la tendrá otro.
Por un momento manoseé la idea de ir a ver al José al hospital, darle a entender que frente a los peligros y embates de la vida, la aspereza puede dejarse siempre en segundo plano. Pero tuve miedo que al verlo, todo débil y hecho mierda, me dieran ganas de reírme como un poseso y decirle: “¡dónde está tu puto Dios ahora!”.