Largo camino a la ruina #14: Joven de fe

Fue el Carlos (un ex compañero mío y del Juan durante nuestra época escolar) el que me contó que el José estaba grave en el hospital cuando me lo encontré de casualidad en la calle. Tuvo un accidente en auto, me explicó, y yo no supe cómo reaccionar.
            Porque en un principio pensé en su salud y en lo horrible que sería que el José muriera a la temprana edad en que nos encontrábamos; pero inmediatamente recordé todo lo hijo de puta que había sido para conmigo. Entonces tuve ganas de sonreír y responder: “pues bien merecido se lo tiene el hijo de puta”. Mas, naturalmente, le dije al Carlo que qué pena, que ojalá se mejorara y que si lo veía dentro de poco, que le diera mis saludos. El Carlos me miró como si yo no entendiera la gravedad del asunto. Me dio a conocer un poco más la sucesión de los hechos y nos despedimos para seguir con nuestros caminos.
            El José siempre fue ese hijo de padres religiosos que no paraba de hacer cosas malas (pillaje puro) en el colegio por las cuales terminaba siendo juzgado otro compañero cuyos progenitores no tenían la misma devoción por Dios que los suyos. Una historia que, según tengo entendido tras muchas conversaciones con amigos recientes, es habitual en muchos establecimientos y contextos.
            Sin embargo, lo que más me molestaba de su comportamiento era el que cada vez que algo bueno le sucedía, creía y anunciaba que se debía a que Dios había obrado a su favor, intercediendo en su destino como premio por “vaya a saber qué pasaba por su cabeza de ególatra de mierda”. Lo decía cuando sacaba buena nota (por copiarles las respuestas a los demás), cuando traía los mejores almuerzos (que había preparado su mamá), cuando se encontraba una moneda a mitad de la cancha (que seguramente le pertenecía a uno de los niños que siempre jugaban a la pelota durante los recreos). No sé, no lo soportaba porque sabía que era mentira, ¿o acaso es Dios quien se desgasta el lomo por llevarte un plato de comida a la mesa, cuando en realidad todo lo ha hecho tu madre? Entonces por qué darle gracias a alguien que no existe; me resulta ilógico.
Y bueno, así tuvo que pasar un día conmigo algún día: fue cuando íbamos en Cuarto Medio y teníamos y teníamos que rendir una de las últimas pruebas del año. No sé por qué el profesor nos hizo juntarnos en parejas (escogidas al azar) antes de entregarnos un par de hojas con una batería infame de ejercicios matemáticos y darnos un par de horas para terminarlos.
Confieso que siempre he sido un mollera dura para con los números, pero como en esos tiempos corrían los miedos e inseguridades frente a la fatídica e inminente PSU entre nosotros, y yo ya había estudiado un montón al respecto por lo mismo, entendí cómo poder resolver la mayoría; ahora se suponía que el José, con todo el conocimiento que demostraban sus últimas calificaciones en la asignatura, diera el mismo esfuerzo por terminar en conjunto la prueba de la manera más satisfactoria posible. Pero éste, limpia y llanamente, no hizo otra cosa más que decirme: “no cacho na’ de esto”, antes de dejar su copia de la prueba de lado y dejarme solo frente a ella.
No lo podía creer: me hervía la mierda por dentro. No obstante, creí que lo correcto sería terminar con todos los ejercicios que pudiera y entregárselos al profesor sin el nombre del José encima, dejando en claro que era MI PRUEBA, no la de ese flojo hijo de la perra.
Pero al momento de entregarle los ejercicios al profesor al acabarse el tiempo para finalizarla, éste, guiado por la idea prevaleciente que el José era un alumno ejemplar dentro del curso, escribió su nombre en el espacio donde faltaba el suyo, comentando que por pajarón estaba dejando fuera a mi compañero. No pude hacer otra cosa más que apretar los puños y tragarme la rabia.
Al José no le hablé hasta un par de semanas después, tras recibir un milagroso 6 por todo el esfuerzo sobrehumano que realicé para resolverla, le escuché decir que todo aquello se debía nada más y nada menos que a la obra y gracia de Dios.
Lo esperé a la salida, para arrinconarlo antes que escapara. Pero como era de esperar, supo huir sin que lo viera. Para al día siguiente, la rabia que me gobernaba me había abandonado un poco y decidí quitarle importancia al asunto, esperando que algún día se hiciera justicia por todas aquellas miserables bajezas que había cometido hasta la fecha. Porque a la larga tampoco se trataba que yo tuviera que pegarle para hacerle entender que las cosas no funcionaban así, que las religiones no te protegían de todo.
Pero henos aquí, el José accidentado grave en el hospital por culpa de una colisión de autos ocasionada por él mismo y su gran irresponsabilidad: por lo que el Carlos me contó, el José venía de un carrete muerto de curao’, en el auto de sus papás. Su papás, por supuesto, no sabían que su hijo predilecto ingería alcohol, como era de esperar; me los imaginé sollozando que aquello era culpa del demonio, de algún amigo universitario mala junta con los que solía juntarse a hacer sus trabajos, así como también me los imaginé llorando que Dios había hecho lo suyo para ponerles una prueba de fe en sus vida, cosa que me dio un fuerte escalofrío en el espinazo.
Entonces pensé en qué estaría pensando su familia, el José, aquellos que tenían la mala costumbre de debérselo todo a algo más grande y desconocido por esfuerzos humanos y no divinos, y supe que probablemente estarían arrojando dardos sobre el otro conductor afectado; porque un religioso, ojo, jamás tendrá la culpa de nada: siempre la tendrá otro.
Por un momento manoseé la idea de ir a ver al José al hospital, darle a entender que frente a los peligros y embates de la vida, la aspereza puede dejarse siempre en segundo plano. Pero tuve miedo que al verlo, todo débil y hecho mierda, me dieran ganas de reírme como un poseso y decirle: “¡dónde está tu puto Dios ahora!”.