Largo camino a la ruina #15: Oportunidades en el consultorio

Resulta que me enfermé de la guata y tuve que ir al consultorio más cercano para que alguien detuviera el aluvión de mierda que salía de mi ano. Creo que fueron los completos con rocoto que comimos antes de dormir (borrachos de vino, por supuesto) los que me dejaron así, todo débil, cagón y deshidratado; ¿qué otra cosa podría haberme causado tanto daño en el estómago?
            Cuando llegué ahí, solo, la estancia se encontraba atiborrada de personas tosiendo, pálidas y con aspecto de estar más cerca de la muerte que de la vida, en un ambiente completamente tenso y nauseabundo; nadie hablaba, sólo tosían o susurraban cansadamente para decirse unas escuetas palabras entre ellos, y sería todo.
            “Esta gente se está muriendo”, pensé, mientras avanzaba en la fila hasta el mesón de atención, sintiendo cómo mi estómago parecía querer estallar repartiendo mierda por todos lados. Pasaban los minutos y no dejaba de llegar más y más gente a pesar de que ya eran casi las diez de la noche; algunas guaguas comenzaron a llorar a grito pelado, unas señoras se tambaleaban a punto de desmayarse y un hombre medio borracho no dejaba de quejarse del corte que tenía en su cabeza, el cual apretaba fuertemente con un pañuelo teñido de sangre.
            −Buenas noches –me saludó la mujer del mesón de atención; se notaba cansada, como si quisiera estar en cualquier lugar menos ahí, con toda esa gente sufriente reunida−. ¿Cuál es su nombre?
            −Felipe Cortés.
            −¿A qué viene?
            −Tengo un dolor estomacal que me viene jodiendo de la mañana –Vi cómo la mujer tecleaba la información que le daba.
            −¿Sufre de alguna enfermedad?
            −No –repliqué, sabiendo que el ser excesivamente caliente no era una enfermedad como las que se refería ella (creo).
            −¿Alérgico a algo?
            −No, a nada –excepto a los ladrones de terno y corbata.
            −Muy bien; páseme su carné, por favor.
            Con un movimiento lento saqué mi billetera y le extendí mi descuidado carné que seguía conservando desde que tenía dieciocho años, el mismo donde salía mi cara resacosa por haber estado carretiando dos días seguidos antes de hacer el trámite. La mujer lo miró y anotó mi rut en su computador. Luego chequeó la información, puso mala cara y me devolvió el carné (dejándolo sobre el mesón) antes de decirme:
            −Serían $14.900.
            Creo que si hubiera estado tomando té o comiendo arroz en ese momento, se lo hubiera escupido, sin querer, en la cara.
            −¡¿Qué?!
            −Sí –me confirmó ella−, serían $14.900.
            −¡Pero si antes no me cobraban nada! ¿Cómo pasó esto?
            −Usted es mayor de 24 años y no tiene previsión, según lo que dice aquí.
            “Ah, claro”, entendí, “ahora ya no soy más carga de mis padres”. Claro, había cumplido el límite de edad para seguir fagocitándoles sus previsiones de salud, maldita sea. Pensé que el Gobierno era injusto al no pensar en esas personas que no sacan las carreras universitarias de un solo tirón y que a los 24 años aún no ingresan en su hermoso sistema de funcionamiento y esclavitud.
            Revisé mi billetera, pero ahí no me quedaba un solo peso: lo había gastado todo en cervezas, vino, hierba, comida, gastos comunes en la casa del Juan, fotocopias y pasajes para llegar a la universidad y viceversa; tampoco quería llamar a mis padres para decirles que me depositaran más plata, porque estando ellos sin trabajo, sería como abusar el doble de su buena disposición.
            −Pucha, no tengo plata –le dije a la mujer, haciendo una mueca más de rabia que de tristeza.
            −Lo siento, hijo –Hizo una ligera pausa−. Si quieres, mañana puedes venir a hablar con la asistente social para que te dé un carné de estudiante; porque estás estudiando, ¿cierto?
            −Así es –resoplé.
            −Lo siento, hijo –repitió.
            −La culpa no es de usted, en realidad –Guardé mi billetera en el bolsillo−. Bueno, que esté bien.
            −Buenas noches.
            Y di media vuelta hacia la salida, viendo cómo no dejaban de entrar ancianos que apenas podían sostenerse en sus piernas y madres con sus bebés en brazos; ¿y si alguno de ellos se estaba muriendo de verdad y no tenía previsión ni plata para pagar la consulta como yo?; entendía que mi problema no era tan serio como el de ellos (porque siendo sincero, mi problema lo había buscado yo mismo), pero ellos…, ellos estaban ahí porque les había tocado la mala fortuna de ser pobres y vivir en un país donde los servicios públicos son una mierda, mientras que los privados, como siempre, tenían lo mejor y lo más exclusivo. Pensé en lo mucho que me gustaría ver a un político ahí, entre ese olor a enfermedad, desesperación y desesperanza, a ver si se dignaba después a hablar de igualdad y justicia al momento de hacer otra campaña para agenciarse más dinero de la gente pobre, la misma que moría hacinada en un solo lugar creyendo que, después de todo, las votaciones del próximo año cambiarían un poco las cosas y sus tristes realidades.