Este jardín de penumbras, Capítulo #3


Hernán debía de estar igual de asustado que él: acababa de cometer un asesinato, y como cualquier humano luego de perpetrar un asesinato, debía de estar arrepintiéndose por haber apretado el gatillo, pensando en toda la avalancha de consecuencias que traía una acción tan terrible como esa.
            “A menos, claro, que fuera un loco de mierda”. Los locos de mierda no sentían arrepentimiento, era cosa de pensar superficialmente en todas las cosas que mostraban por la tele y las redes sociales para hacerse una idea. A Alberto se le vino a la cabeza irremediablemente el caso de la famosa María del Pilar –lo recordaba por la banda punk de unos amigos que habían acuñado el nombre de pila de la mujer–, alias La Quintrala, quien había mandado a matar a su pareja, a su ex esposo y al novio de su sobrina sin tener un mínimo de conmiseración por ellos. “Pero este tipo acaba de matar a su esposa él mismo”, recapacitó Alberto. “No utilizó un intermediario como ella”; eso, en palabras básicas, era mucho peor.
            Daba la impresión de que Hernán estaba recostado sobre su cama a juzgar por los crujidos que emitía ésta de tanto en tanto, como si su propietario no pudiera encontrar una posición en la cual hallarse por completo cómodo. “Como si alguien pudiera estar cómodo después de matar a su esposa”.
Alberto pensó en la posibilidad de que en ese mismo momento Hernán estuviera hablando con algún amigo suyo para que le ayudara a salir del entuerto en el que se había metido.
“No, estoy equivocado: entre menos personas sepan, más seguro para él”.
El joven se lo imaginó sin sus zapatos (a pesar de no haber escuchado un ruido similar al de alguien quitarse los zapatos), acostado y con su celular en la mano, moviendo sus pulgares de forma incansable, mirando la pantalla con los ojos entrecerrados, con su papada abultándosele en el cuello y respirando con la dificultad propia de quien sufre un serio sobrepeso.
(¡Espera!)
            Una idea terrible cruzó por la cabeza de Alberto.
            ¿Y si el celular que manipulaba Hernán en ese instante no era el suyo, sino el de…?
            –Mierda…
            Alberto no supo si insultó en voz alta o no: lo único que tenía en mente era el celular que sostenía en su mano y el hecho de que debía estar apagado para cuando Hernán revisara las llamadas de Tatiana y decidiera cerciorarse de ciertos detallitos.
            Temeroso de que Hernán lo pillara por sorpresa con los brazos fuera de la cobertura de la cama, el joven tuvo que alzar un poco su cabeza –sintiendo nuevamente una punzada horrible en su cuello– y moverla hacia su derecha; era su diestra la que sostenía el aparato incriminador en cuestión. Alberto ni siquiera pensó en el mensaje que no le había alcanzado a enviar a su amigo Mario, así como tampoco pensó en que de esa manera también se iba a la mierda una gran oportunidad para salvar su pellejo del asesino del cuarto contiguo: lo único que tenía en mente el joven era que el celular se encontrara apagado lo más pronto posible.
            En última instancia Alberto tuvo el miedo atroz de oír la horrible fanfarria con la que contaban todos los aparatos de la compañía telefónica con la cual había hecho contrato, mas fue un pequeño alivio ver como la pantalla del celular se iba a negro sin emitir ningún ruido de mierda.
            Aún quedaba comprobar si Hernán lo había oído o no.
            “¡¿Cómo puedo ser tan estúpido?!”.
            Alberto esperó expectante, conteniendo la respiración. Podía escuchar sus propios latidos como si alguien estuviera dándole al bombo de una batería ahí mismo, junto a él. ¿Y si Hernán escuchaba los latidos de su corazón y lo descubría?; ¿podía suceder algo así? Alberto no quiso ni pensar en eso.
Los músculos del joven estaban más tensos que nunca; sus oídos, agudos, intentaban captar cualquier sonido que le confirmara que Hernán le había escuchado maldecir.
“Quizá fue sólo tu imaginación”.
“O tal vez no”, le susurró otra voz. “Tal vez sí maldijiste en voz alta”.
Pero Hernán nunca se movió de su posición. Luego de tres minutos con el alma colgando de un hilo, Alberto pudo volver a serenarse lo más que pudo: ahí dentro no había más sonido que el del viento soplar afuera, el del canto de unos cuantos pájaros y el sonido de las olas romperse a la distancia acarreados por él.
“A lo mejor está dormido”, pensó Alberto, sintiendo una punzada de optimismo. Podía ser cierto que el choque de adrenalina y todo el trajín que le siguió al asesinato de su propia esposa lo hubieran dejado exhausto. Sin embargo, luego de manosear la idea de volver a salir de la cama para huir de ahí mientras el hombre estuviera dormido (o golpearlo, maniatarlo, hacerle pagar por el crimen que acababa de cometer), creyó oportuno no hacer absolutamente nada hasta que unos cuantos ronquidos confirmaran el verdadero estado en el que se encontraba. Porque Hernán bien podía estar fingiendo, eso lo sabía a la perfección.
El joven también pensó en utilizar su celular para mandar el mensaje pidiendo ayuda que no había alcanzado a enviar minutos atrás; pero ¿y si el aparato metía ese famoso y odiado ruidito al encenderse?; Alberto no recordaba si su celular entonaba esa maldita melodía de mierda habiéndolo apagado en modo silencioso la última vez ejecutada esta acción. El joven apretó los dientes, sintiéndose muy idiota. Por lo mismo, antes de arruinarlo todo y darse por muerto antes de tiempo, prefirió no correr ninguna clase de riesgos y dejarlo todo como estaba.
“No hasta que esté con todas las de ganar”, se dijo, tratando de infundirse algo de energía y paciencia.
            Pero a decir verdad, Alberto sabía que tenía todas las de perder.



Alberto dio un ligero respingo al ocurrírsele una idea muy retorcida y cruel pero totalmente buena y útil para su situación: ¿y si Hernán había decidido quitarse la vida en el cuarto contiguo? Tenía sentido, sopesó el muchacho: desde hacía un buen rato no se escuchaba ningún signo vital de su parte –una tos, un suspiro, el sonido de su respiración–, así como tampoco la pronunciación de alguna palabra suya o algún balbuceo que le confirmaba que trataba de comunicarse con otra persona externa a la casa donde se hallaba; es más: ni la cama ni la madera bajo sus pies habían indicado su presencia luego de que Alberto lo perdiera de vista. “Puede que se haya encerrado en su baño, tomado unas cuantas pastillas guardadas en el mueble sobre el lavamanos, y hasta la vista, baby”. Era una realidad muy plausible: mucha gente se quitaba la vida después de haber perdido los estribos y quitarle la suya a otra persona, sobre todo cuando se trataba de una tan querida o al menos importante para la vida y el contexto que los regía.
            Alberto se imaginó el rostro de Hernán amoratado y congestionado, más hinchado de lo que había supuesto anteriormente; se imaginó a Hernán sentado sobre su retrete con la tapa abajo, con la cabeza echada atrás y un hilillo grueso de saliva corriendo cuesta abajo por una de sus comisuras, sus ojos bizcos, casi blancos, y una mano de piel pálida, muerta, con un frasco plástico vacío –minutos atrás lleno de pastillas esperando un buen uso– deslizándose irremediablemente en dirección al suelo.
            “Si está muerto… Si está muerto…”. Si Hernán estaba muerto, lógicamente podría irse de ahí como si lo llevara el diablo; podría denunciar todo lo que había sucedido y buscar una forma para que la muerte de Tatiana no fuera del todo inútil.  
No obstante, luego de pensar en el caso hipotético de llegar hasta el retén de Carabineros más cercano a aquel lugar-alejado-de-la-mano-de-Dios y contarles toda la verdad, rumió en lo incómodo que sería decirle a todo quien le escuchara que él había sido el amante de Tatiana, por ende, también, el principal causante de tamaña desgracia. “El culpable de dos muertes. El culpable de arruinar un matrimonio. El culpable de un asesinato a sangre fría y un suicidio”. ¿La justicia lo culparía a él por todo lo acontecido? Alberto pensó que como estaba la cosa en el país, probablemente así fuera.
            El joven caviló en el hecho de salir de ahí y no decirle nunca nada a nadie. Tal vez no fuera difícil hacer borrón y cuenta nueva y dejar todo como estaba; podía fingir que Hernán y Tatiana habían tenido una fuerte disputa por quien-sabía-qué-mierda, que el primero había perdido la chaveta y no había dudado en darle un buen disparo en la cabeza a su esposa cuando la discusión se había salido de control. Eran una pareja mayor, probablemente con muchos años de problemas y conflictos encima, sin una pizca ya de amor ni cariño por el otro, abatidos por la rutina, abrumados por las deudas, el mundo y sus días cada vez más premurosos y cortos; además estaba la casa y el lugar donde se habían perpetrado sus muertes: parecía, a todas luces, el escenario propicio para una situación así. La gente probablemente se tragara una historia como esa con más facilidad de la que imaginaba, ¿no?
            Sin embargo, estaba el asunto de los peritos forenses y todo lo que pudieran hallar ahí dentro capaz de involucrarlo a él como presunto perpetuador de los hechos; porque de seguro había dejado un montón de huellas digitales repartidas por ahí, en la entrada de la casa, en el vestíbulo, en el timbre que había accionado al bajarse del taxi.
Alberto intentó recordar concienzudamente todas las superficies por las que había deslizado su mano, pero aquello le daba una respuesta demasiado amplia. Además estaba el asunto de los pelos; bastaba que un perito forense encontrara una sola hebra de cabello suyo en el suelo, para que Alberto empezara a despedirse de su amada libertad.
El joven tragó saliva al imaginarse rodeado de un montón de presos de aspecto temible, solos en las duchas, desnudos, con unas ansias tremendas de penetrar cualquier cosa, lo que fuera…
            No: definitivamente, la solución estaba en no evadir el problema.
            Alberto se removió, fatigado, sintiendo nuevamente cómo sus músculos se agarrotaban debido a la dificultosa posición en la que se encontraban sus miembros. El joven no se creía capaz de soportar ahí debajo por mucho más tiempo.
“¿Pero qué otra cosa puedo hacer?”, pensó algo desesperado.
“Esperar”, le respondió otra voz.
Era la segunda vez en lo que llevaba del día que Alberto escuchaba a su hermano aconsejarle que tuviera paciencia. Continuaba hablando en el mismo tono juicioso que en la primera ocasión, pero en el fondo era lo mismo. Se estuviera volviendo loco o no por culpa de la situación que vivía, Alberto creyó que lo mejor sería hacerle caso a su hermano menor al menos una vez en la vida.



Los acontecimientos fueron confusos en un principio, mas luego de calmar los ánimos y la temperatura de la sangre de los involucrados, las cosas se pudieron apreciar de una forma mucho más detallista y clara.
Gabriel, el hermano menor de Alberto, tenía un montón de amigos que mantenía desde sus años de colegio. Solían andar en bicicleta junto a ellos por los alrededores de su barrio, iban a las mismas fiestas, compartían jornadas de videojuegos por las tardes y, cómo no, se emborrachaban cada vez más duro por las noches a medida que avanzaba el tiempo y crecían tanto física como mentalmente. La localidad donde habían nacido era austera, pero con un montón de lugares para poder compartir con los buenos amigos.
Eran los meses de verano, y los recién salidos del colegio estaban descubriendo que se podía llevar una refrescante pero nociva dieta de cerveza helada al aire libre por mucho tiempo gracias a la bendita mayoría de edad recién cumplida. Se reunían afuera de las botillerías, juntaban unas cuantas monedas entre todos y partían siempre en una dirección distinta de la anterior. A veces iban a la ribera del río; otras al bosque al norte de la localidad; de vez en cuando a la vieja línea ferroviaria que desde hacía años ningún tren ocupaba; pero el lugar más frecuentado por ellos eran los cimientos quemados de la antigua casa de los Rojas. Al principio nadie quería acercarse mucho a ella, puesto que uno de los hijos de sus dueños había muerto quemado en el momento del siniestro. No obstante fue avanzando el tiempo, los jóvenes más osados no dudaron en utilizar aquel sitio tan rehuido por los demás para dedicarlo a la recreación y los hechos que contrariaran la ley. Aun con los años, muchos pobladores seguían insistiendo que dentro de la casa continuaba merodeando el espíritu del hijo quemado de los Rojas, pero a decir verdad, ahí no se escuchaba otra cosa más que risas, eructos, guitarras entonando canciones y los gemidos y gritos de los que follaban por las noches. Así fue como con el paso de los años aquel sitio se convirtió en el más popular de entre todos los demás.
Su mamá siempre decía que durante ese verano hacía un calor insoportable; “el más caluroso de todos”, puntualizaba, como si con eso quitara la culpa que cualquier persona podía dejar caer sobre el recuerdo de su hijo menor. Alberto lo recordaba caluroso, sí, pero él se encontraba en el extremo más frío del país junto a la Maca, su ex, y no había logrado padecer los efectos de sus altas temperaturas hasta que tuvo que volver a casa luego de recibir la noticia.
Sucedió un día cualquiera, uno más entre los extensos días estivales de la temporada. Gabriel y sus amigos habían comprado unas cuantas botellas de cerveza, la echaron en sus mochilas, y se dirigieron a la vieja casa de los Rojas, donde justamente habían más grupos de jóvenes haciendo de las suyas tal como lo harían ellos. Todo iba bien, según dijeron los testigos horas después: ahí no había nada más que buena onda reinando el ambiente. Sin embargo, la llegada de otro grupo de adolescentes de mucha más edad hizo que las cosas tomaran un cariz muy distinto del que tenían. Al parecer iban jalados hasta la mierda: los amigos de Gabriel no dejaban de señalar que tenían los ojos inyectados, las mandíbulas apretadísimas y una forma de actuar bastante sospechosa y violenta. Llegaron pidiendo cigarros, primero a gritos y riéndose de manera estruendosa, luego a punta de las armas cortantes que llevaban consigo.
Al principio nadie los tomó en serio; borrachos y todo, los más jóvenes creían que los recién llegados no querían hacer otra cosa más que jugarles una broma o algo así uno de los amigos de Gabriel aceptó, mucho después, lo ingenuos que habían sido al pensar eso de ellos–, mas luego de ver cómo sacaban los cuchillos de sus pantalones supieron que las cosas marchaban y marcharían muy mal desde ese momento.
Entonces fue que el joven de más edad entre los que pasaban la tarde en la casa quemada se levantó y les dijo, valiente y achispado, que se largaran de ahí, que fueran a molestar a otros con sus cigarros de mierda y los dejaran tranquilos. Naturalmente decirles todo eso fue un error, puesto que sus palabras no hicieron más enfurecerlos y tomarse el asunto aun con más violencia que antes.
A una orden del mayor de los del grupo de jalados, estos se abalanzaron contra los que se hallaban ahí antes de su llegada dispuestos a hacerles mucho, mucho daño. Los más sobrios alcanzaron a incorporarse y salir de la casa por las grietas con las que contaban muchas de sus paredes, huyendo del alcance de sus manos; los demás, por desgracia, no tuvieron tanta suerte. Luego del recuento de lesionados, incluso unas cuantas jóvenes ahí presente exhibieron magulladuras y golpes por parte de ellos. “Parecían bestias”, dijo una de las atacadas, que había logrado escapar por el marco destartalado de una ventana. Si no tuvieron consideración por ellas, era lógico que no la tendrían por nadie más. Y desafortunadamente, Gabriel nunca tuvo consciencia de eso: en un comienzo pensó que hablando con sus atacantes lograría detenerlos y llegar, digamos, a una especie de acuerdo con ellos. Sin embargo, cuando intentó hacerlo, fue callado inmediatamente con un corte en la garganta. Según dijo su atacante, el joven había intentado agredirlo, mas durante el juicio que le siguió a los acontecimientos, todos los testigos coincidieron en que estaba mintiendo rotundamente.
Eran los días de un verano caluroso y los jóvenes no querían hacer otra cosa más que divertirse. Y todo terminó en un homicidio y unos cuantos heridos con cortes superficiales y cardenales en su cuerpo. Incluso mujeres. ¿En qué clase de lugar se había convertido el mundo en el que vivían?
“En uno donde la gente mata por un cigarro y una persona debe esconderse bajo una cama para no ser asesinado como su amante”, pensó Alberto.
Alberto supo de la muerte de su hermano ese mismo día, justamente cuando había arribado a Puerto Montt con la Maca después de una larga jornada de autoestop. Al principio pensó que era una broma, que su mamá le estaba diciendo todo eso para luego anunciarle, riendo, que era mentira, que no se preocupara, que las cosas también andaban bien por ahí. Pero estaba muy, muy equivocado.
El asesino de su hermano fue penado a tres años en la cárcel, de los cuales sólo dos pasó adentro; Alberto sintió una rabia inmensa al saber que, por motivos de buena conducta, habían decidido darle la libertad un año antes de cumplir con su condena. Tres años, mucho menos dos, no servían para escarmentar a un hijo de perra como el que le había cortado la garganta a su hermano. Pero bueno, Chile era un país donde los buenos solían perder y los malos ganar.
Alberto emitió un leve suspiro (removiendo las pelusas frente a su rostro) y recordó a su hermano, siempre tan bueno y colaborador, con sus extrañas ideas y recomendaciones. Habían pasado años desde su muerte, y Alberto debía aceptar que el tiempo y la rutina habían acabado paulatinamente con los deseos de tenerlo al lado y la excesiva reiteración de sus pensamientos relacionados a él. Era como cuando te olvidabas de tu primera polola luego de años con otra o más novias, y Alberto no dejaba de sentir una punzada de culpa cada vez que se volvía consciente de ello.    
¿Qué le diría su hermano Gabriel si se enterara de la situación que estaba viviendo? Alberto creyó que probablemente se reiría y después le diría que anduviera con más cuidado, que ser el patas negras en una relación de tantos años no era un título digno para una persona como él. Ésa era la forma en que reaccionaría Gabriel. Alberto recordaba muy bien una noche en que había llegado a su casa con otra joven que no era su polola de aquel entonces: la había conocido en la fiesta de un amigo, habían conversado mientras no dejaban de tomar ron con Coca Cola, y Alberto no dudó en llevarla a su casa para terminar lo que no podía hacer frente a los ojos de los demás. Se sorprendió un montón al encontrarse con Gabriel todavía despierto, viendo una película en el living; Alberto lo saludó y siguió con lo suyo, encerrándose en su cuarto. Sin embargo, al día siguiente, cuando la joven se hubo marchado mientras sus papás se encontraban encerrados en su habitación, Gabriel se le acercó con aire acusón y le dijo que lo que acababa de hacer no era justo para su novia.
–Qué vas a saber tú, pendejo de mierda –le había dicho Alberto como toda respuesta, antes de darle un empujón que significaba que no se metiera más en sus asuntos. Pero Gabriel era obstinado y nunca dejaba sus esfuerzos a medias.
–¿Te gustaría que te hicieran lo mismo? –le preguntó su hermano menor de vuelta, mirándolo de esa forma desafiante que tan bien se le daba; Alberto sabía que era una pregunta retórica, y que con esas palabras le había ganado limpiamente.
Alberto suponía que aquel consejo también era aplicable al inconveniente que estaba viviendo; porque ¿le hubiera gustado a él que un hombre más joven se inmiscuyera en su relación de años para terminar follándose a su esposa, más encima dentro de su propia casa de abandono y relajo? No, era obvio que no desearía eso.
¿Cómo había sido tan tonto para no ver el entuerto frente a sus ojos antes de enfrentarse a él?
“Eso pasa cuando piensas con el pico y no con la mente que Dios te dio”, recapacitó Alberto, sintiéndose más tonto que nunca.
Porque sí, debía ser sincero: en este asunto toda la culpa la tenía él, y nadie más que él.