Hernán debía de estar igual
de asustado que él: acababa de cometer un asesinato, y como cualquier humano
luego de perpetrar un asesinato, debía de estar arrepintiéndose por haber
apretado el gatillo, pensando en toda la avalancha de consecuencias que traía
una acción tan terrible como esa.
“A menos, claro, que fuera un loco de mierda”. Los locos
de mierda no sentían arrepentimiento, era cosa de pensar superficialmente en
todas las cosas que mostraban por la tele y las redes sociales para hacerse una
idea. A Alberto se le vino a la cabeza irremediablemente el caso de la famosa María
del Pilar –lo recordaba por la banda punk de unos amigos que habían acuñado el
nombre de pila de la mujer–, alias La Quintrala, quien había mandado a matar a
su pareja, a su ex esposo y al novio de su sobrina sin tener un mínimo de
conmiseración por ellos. “Pero este tipo acaba de matar a su esposa él mismo”,
recapacitó Alberto. “No utilizó un intermediario como ella”; eso, en palabras
básicas, era mucho peor.
Daba la impresión de que Hernán estaba recostado sobre su
cama a juzgar por los crujidos que emitía ésta de tanto en tanto, como si su
propietario no pudiera encontrar una posición en la cual hallarse por completo
cómodo. “Como si alguien pudiera estar cómodo después de matar a su esposa”.
Alberto pensó
en la posibilidad de que en ese mismo momento Hernán estuviera hablando con
algún amigo suyo para que le ayudara a salir del entuerto en el que se había
metido.
“No, estoy
equivocado: entre menos personas sepan, más seguro para él”.
El joven se lo
imaginó sin sus zapatos (a pesar de no haber escuchado un ruido similar al de
alguien quitarse los zapatos), acostado y con su celular en la mano, moviendo
sus pulgares de forma incansable, mirando la pantalla con los ojos entrecerrados,
con su papada abultándosele en el cuello y respirando con la dificultad propia
de quien sufre un serio sobrepeso.
(¡Espera!)
Una idea terrible cruzó por la cabeza de Alberto.
¿Y si el celular que manipulaba Hernán en ese instante no
era el suyo, sino el de…?
–Mierda…
Alberto no supo si insultó en voz alta o no: lo único que
tenía en mente era el celular que sostenía en su mano y el hecho de que debía
estar apagado para cuando Hernán revisara las llamadas de Tatiana y decidiera
cerciorarse de ciertos detallitos.
Temeroso de que Hernán lo pillara por sorpresa con los
brazos fuera de la cobertura de la cama, el joven tuvo que alzar un poco su
cabeza –sintiendo nuevamente una punzada horrible en su cuello– y moverla hacia
su derecha; era su diestra la que sostenía el aparato incriminador en cuestión.
Alberto ni siquiera pensó en el mensaje que no le había alcanzado a enviar a su
amigo Mario, así como tampoco pensó en que de esa manera también se iba a la
mierda una gran oportunidad para salvar su pellejo del asesino del cuarto
contiguo: lo único que tenía en mente el joven era que el celular se encontrara
apagado lo más pronto posible.
En última instancia Alberto tuvo el miedo atroz de oír la
horrible fanfarria con la que contaban todos los aparatos de la compañía
telefónica con la cual había hecho contrato, mas fue un pequeño alivio ver como
la pantalla del celular se iba a negro sin emitir ningún ruido de mierda.
Aún quedaba comprobar si Hernán lo había oído o no.
“¡¿Cómo puedo ser tan estúpido?!”.
Alberto esperó expectante, conteniendo la respiración.
Podía escuchar sus propios latidos como si alguien estuviera dándole al bombo
de una batería ahí mismo, junto a él. ¿Y si Hernán escuchaba los latidos de su
corazón y lo descubría?; ¿podía suceder algo así? Alberto no quiso ni pensar en
eso.
Los músculos
del joven estaban más tensos que nunca; sus oídos, agudos, intentaban captar
cualquier sonido que le confirmara que Hernán le había escuchado maldecir.
“Quizá fue sólo
tu imaginación”.
“O tal vez no”,
le susurró otra voz. “Tal vez sí maldijiste en voz alta”.
Pero Hernán nunca
se movió de su posición. Luego de tres minutos con el alma colgando de un hilo,
Alberto pudo volver a serenarse lo más que pudo: ahí dentro no había más sonido
que el del viento soplar afuera, el del canto de unos cuantos pájaros y el
sonido de las olas romperse a la distancia acarreados por él.
“A lo mejor
está dormido”, pensó Alberto, sintiendo una punzada de optimismo. Podía ser
cierto que el choque de adrenalina y todo el trajín que le siguió al asesinato
de su propia esposa lo hubieran dejado exhausto. Sin embargo, luego de manosear
la idea de volver a salir de la cama para huir de ahí mientras el hombre
estuviera dormido (o golpearlo, maniatarlo, hacerle pagar por el crimen que
acababa de cometer), creyó oportuno no hacer absolutamente nada hasta que unos
cuantos ronquidos confirmaran el verdadero estado en el que se encontraba.
Porque Hernán bien podía estar fingiendo, eso lo sabía a la perfección.
El joven
también pensó en utilizar su celular para mandar el mensaje pidiendo ayuda que
no había alcanzado a enviar minutos atrás; pero ¿y si el aparato metía ese
famoso y odiado ruidito al encenderse?; Alberto no recordaba si su celular
entonaba esa maldita melodía de mierda habiéndolo apagado en modo silencioso la
última vez ejecutada esta acción. El joven apretó los dientes, sintiéndose muy
idiota. Por lo mismo, antes de arruinarlo todo y darse por muerto antes de
tiempo, prefirió no correr ninguna clase de riesgos y dejarlo todo como estaba.
“No hasta que
esté con todas las de ganar”, se dijo, tratando de infundirse algo de energía y
paciencia.
Pero a decir verdad, Alberto sabía que tenía todas las de
perder.
Alberto dio un ligero
respingo al ocurrírsele una idea muy retorcida y cruel pero totalmente buena y
útil para su situación: ¿y si Hernán había decidido quitarse la vida en el
cuarto contiguo? Tenía sentido, sopesó el muchacho: desde hacía un buen rato no
se escuchaba ningún signo vital de su parte –una tos, un suspiro, el sonido de
su respiración–, así como tampoco la pronunciación de alguna palabra suya o
algún balbuceo que le confirmaba que trataba de comunicarse con otra persona
externa a la casa donde se hallaba; es más: ni la cama ni la madera bajo sus
pies habían indicado su presencia luego de que Alberto lo perdiera de vista.
“Puede que se haya encerrado en su baño, tomado unas cuantas pastillas
guardadas en el mueble sobre el lavamanos, y hasta la vista, baby”. Era una
realidad muy plausible: mucha gente se quitaba la vida después de haber perdido
los estribos y quitarle la suya a otra persona, sobre todo cuando se trataba de
una tan querida o al menos importante para la vida y el contexto que los regía.
Alberto se imaginó el rostro de Hernán amoratado y
congestionado, más hinchado de lo que había supuesto anteriormente; se imaginó
a Hernán sentado sobre su retrete con la tapa abajo, con la cabeza echada atrás
y un hilillo grueso de saliva corriendo cuesta abajo por una de sus comisuras,
sus ojos bizcos, casi blancos, y una mano de piel pálida, muerta, con un frasco
plástico vacío –minutos atrás lleno de pastillas esperando un buen uso–
deslizándose irremediablemente en dirección al suelo.
“Si está muerto… Si está muerto…”. Si Hernán estaba
muerto, lógicamente podría irse de ahí como si lo llevara el diablo; podría
denunciar todo lo que había sucedido y buscar una forma para que la muerte de
Tatiana no fuera del todo inútil.
No obstante,
luego de pensar en el caso hipotético de llegar hasta el retén de Carabineros
más cercano a aquel lugar-alejado-de-la-mano-de-Dios y contarles toda la
verdad, rumió en lo incómodo que sería decirle a todo quien le escuchara que él
había sido el amante de Tatiana, por ende, también, el principal causante de
tamaña desgracia. “El culpable de dos muertes. El culpable de arruinar un
matrimonio. El culpable de un asesinato a sangre fría y un suicidio”. ¿La
justicia lo culparía a él por todo lo acontecido? Alberto pensó que como estaba
la cosa en el país, probablemente así fuera.
El joven caviló en el hecho de salir de ahí y no decirle
nunca nada a nadie. Tal vez no fuera difícil hacer borrón y cuenta nueva y
dejar todo como estaba; podía fingir que Hernán y Tatiana habían tenido una
fuerte disputa por quien-sabía-qué-mierda, que el primero había perdido la
chaveta y no había dudado en darle un buen disparo en la cabeza a su esposa
cuando la discusión se había salido de control. Eran una pareja mayor,
probablemente con muchos años de problemas y conflictos encima, sin una pizca ya
de amor ni cariño por el otro, abatidos por la rutina, abrumados por las deudas,
el mundo y sus días cada vez más premurosos y cortos; además estaba la casa y
el lugar donde se habían perpetrado sus muertes: parecía, a todas luces, el
escenario propicio para una situación así. La gente probablemente se tragara
una historia como esa con más facilidad de la que imaginaba, ¿no?
Sin embargo, estaba el asunto de los peritos forenses y
todo lo que pudieran hallar ahí dentro capaz de involucrarlo a él como presunto
perpetuador de los hechos; porque de seguro había dejado un montón de huellas
digitales repartidas por ahí, en la entrada de la casa, en el vestíbulo, en el
timbre que había accionado al bajarse del taxi.
Alberto intentó
recordar concienzudamente todas las superficies por las que había deslizado su
mano, pero aquello le daba una respuesta demasiado amplia. Además estaba el
asunto de los pelos; bastaba que un perito forense encontrara una sola hebra de
cabello suyo en el suelo, para que Alberto empezara a despedirse de su amada
libertad.
El joven tragó
saliva al imaginarse rodeado de un montón de presos de aspecto temible, solos
en las duchas, desnudos, con unas ansias tremendas de penetrar cualquier cosa,
lo que fuera…
No: definitivamente, la solución estaba en no evadir el
problema.
Alberto se removió, fatigado, sintiendo nuevamente cómo
sus músculos se agarrotaban debido a la dificultosa posición en la que se
encontraban sus miembros. El joven no se creía capaz de soportar ahí debajo por
mucho más tiempo.
“¿Pero qué otra
cosa puedo hacer?”, pensó algo desesperado.
“Esperar”, le
respondió otra voz.
Era la segunda
vez en lo que llevaba del día que Alberto escuchaba a su hermano aconsejarle
que tuviera paciencia. Continuaba hablando en el mismo tono juicioso que en la
primera ocasión, pero en el fondo era lo mismo. Se estuviera volviendo loco o
no por culpa de la situación que vivía, Alberto creyó que lo mejor sería
hacerle caso a su hermano menor al menos una vez en la vida.
Los acontecimientos fueron
confusos en un principio, mas luego de calmar los ánimos y la temperatura de la
sangre de los involucrados, las cosas se pudieron apreciar de una forma mucho
más detallista y clara.
Gabriel, el
hermano menor de Alberto, tenía un montón de amigos que mantenía desde sus años
de colegio. Solían andar en bicicleta junto a ellos por los alrededores de su
barrio, iban a las mismas fiestas, compartían jornadas de videojuegos por las
tardes y, cómo no, se emborrachaban cada vez más duro por las noches a medida
que avanzaba el tiempo y crecían tanto física como mentalmente. La localidad
donde habían nacido era austera, pero con un montón de lugares para poder
compartir con los buenos amigos.
Eran los meses
de verano, y los recién salidos del colegio estaban descubriendo que se podía llevar
una refrescante pero nociva dieta de cerveza helada al aire libre por mucho
tiempo gracias a la bendita mayoría de edad recién cumplida. Se reunían afuera
de las botillerías, juntaban unas cuantas monedas entre todos y partían siempre
en una dirección distinta de la anterior. A veces iban a la ribera del río;
otras al bosque al norte de la localidad; de vez en cuando a la vieja línea ferroviaria
que desde hacía años ningún tren ocupaba; pero el lugar más frecuentado por
ellos eran los cimientos quemados de la antigua casa de los Rojas. Al principio
nadie quería acercarse mucho a ella, puesto que uno de los hijos de sus dueños
había muerto quemado en el momento del siniestro. No obstante fue avanzando el
tiempo, los jóvenes más osados no dudaron en utilizar aquel sitio tan rehuido
por los demás para dedicarlo a la recreación y los hechos que contrariaran la
ley. Aun con los años, muchos pobladores seguían insistiendo que dentro de la
casa continuaba merodeando el espíritu del hijo quemado de los Rojas, pero a
decir verdad, ahí no se escuchaba otra cosa más que risas, eructos, guitarras
entonando canciones y los gemidos y gritos de los que follaban por las noches. Así
fue como con el paso de los años aquel sitio se convirtió en el más popular de
entre todos los demás.
Su mamá siempre
decía que durante ese verano hacía un calor insoportable; “el más caluroso de
todos”, puntualizaba, como si con eso quitara la culpa que cualquier persona
podía dejar caer sobre el recuerdo de su hijo menor. Alberto lo recordaba
caluroso, sí, pero él se encontraba en el extremo más frío del país junto a la
Maca, su ex, y no había logrado padecer los efectos de sus altas temperaturas
hasta que tuvo que volver a casa luego de recibir la noticia.
Sucedió un día
cualquiera, uno más entre los extensos días estivales de la temporada. Gabriel
y sus amigos habían comprado unas cuantas botellas de cerveza, la echaron en
sus mochilas, y se dirigieron a la vieja casa de los Rojas, donde justamente
habían más grupos de jóvenes haciendo de las suyas tal como lo harían ellos. Todo
iba bien, según dijeron los testigos horas después: ahí no había nada más que
buena onda reinando el ambiente. Sin embargo, la llegada de otro grupo de
adolescentes de mucha más edad hizo que las cosas tomaran un cariz muy distinto
del que tenían. Al parecer iban jalados hasta la mierda: los amigos de Gabriel
no dejaban de señalar que tenían los ojos inyectados, las mandíbulas
apretadísimas y una forma de actuar bastante sospechosa y violenta. Llegaron
pidiendo cigarros, primero a gritos y riéndose de manera estruendosa, luego a
punta de las armas cortantes que llevaban consigo.
Al principio
nadie los tomó en serio; borrachos y todo, los más jóvenes creían que los
recién llegados no querían hacer otra cosa más que jugarles una broma o algo
así –uno de los
amigos de Gabriel aceptó, mucho después, lo ingenuos que habían sido al pensar
eso de ellos–, mas luego
de ver cómo sacaban los cuchillos de sus pantalones supieron que las cosas
marchaban y marcharían muy mal desde ese momento.
Entonces fue que el joven de más edad
entre los que pasaban la tarde en la casa quemada se levantó y les dijo,
valiente y achispado, que se largaran de ahí, que fueran a molestar a otros con
sus cigarros de mierda y los dejaran tranquilos. Naturalmente decirles todo eso
fue un error, puesto que sus palabras no hicieron más enfurecerlos y tomarse el
asunto aun con más violencia que antes.
A una orden del
mayor de los del grupo de jalados, estos se abalanzaron contra los que se
hallaban ahí antes de su llegada dispuestos a hacerles mucho, mucho daño. Los más sobrios alcanzaron a
incorporarse y salir de la casa por las grietas con las que contaban muchas de
sus paredes, huyendo del alcance de sus manos; los demás, por desgracia, no
tuvieron tanta suerte. Luego del recuento de lesionados, incluso unas cuantas
jóvenes ahí presente exhibieron magulladuras y golpes por parte de ellos. “Parecían
bestias”, dijo una de las atacadas, que había logrado escapar por el marco
destartalado de una ventana. Si no tuvieron consideración por ellas, era lógico
que no la tendrían por nadie más. Y desafortunadamente, Gabriel nunca tuvo
consciencia de eso: en un comienzo pensó que hablando con sus atacantes
lograría detenerlos y llegar, digamos, a una especie de acuerdo con ellos. Sin
embargo, cuando intentó hacerlo, fue callado inmediatamente con un corte en la
garganta. Según dijo su atacante, el joven había intentado agredirlo, mas
durante el juicio que le siguió a los acontecimientos, todos los testigos
coincidieron en que estaba mintiendo rotundamente.
Eran los días
de un verano caluroso y los jóvenes no querían hacer otra cosa más que
divertirse. Y todo terminó en un homicidio y unos cuantos heridos con cortes
superficiales y cardenales en su cuerpo. Incluso mujeres. ¿En qué clase de
lugar se había convertido el mundo en el que vivían?
“En uno donde
la gente mata por un cigarro y una persona debe esconderse bajo una cama para
no ser asesinado como su amante”, pensó Alberto.
Alberto supo de
la muerte de su hermano ese mismo día, justamente cuando había arribado a Puerto
Montt con la Maca después de una larga jornada de autoestop. Al principio pensó
que era una broma, que su mamá le estaba diciendo todo eso para luego
anunciarle, riendo, que era mentira, que no se preocupara, que las cosas
también andaban bien por ahí. Pero estaba muy, muy equivocado.
El asesino de
su hermano fue penado a tres años en la cárcel, de los cuales sólo dos pasó
adentro; Alberto sintió una rabia inmensa al saber que, por motivos de buena
conducta, habían decidido darle la libertad un año antes de cumplir con su
condena. Tres años, mucho menos dos, no servían para escarmentar a un hijo de
perra como el que le había cortado la garganta a su hermano. Pero bueno, Chile
era un país donde los buenos solían perder y los malos ganar.
Alberto emitió un
leve suspiro (removiendo las pelusas frente a su rostro) y recordó a su
hermano, siempre tan bueno y colaborador, con sus extrañas ideas y
recomendaciones. Habían pasado años desde su muerte, y Alberto debía aceptar
que el tiempo y la rutina habían acabado paulatinamente con los deseos de
tenerlo al lado y la excesiva reiteración de sus pensamientos relacionados a
él. Era como cuando te olvidabas de tu primera polola luego de años con otra o
más novias, y Alberto no dejaba de sentir una punzada de culpa cada vez que se
volvía consciente de ello.
¿Qué le diría
su hermano Gabriel si se enterara de la situación que estaba viviendo? Alberto
creyó que probablemente se reiría y después le diría que anduviera con más
cuidado, que ser el patas negras en una relación de tantos años no era un
título digno para una persona como él. Ésa era la forma en que reaccionaría Gabriel.
Alberto recordaba muy bien una noche en que había llegado a su casa con otra
joven que no era su polola de aquel entonces: la había conocido en la fiesta de
un amigo, habían conversado mientras no dejaban de tomar ron con Coca Cola, y
Alberto no dudó en llevarla a su casa para terminar lo que no podía hacer
frente a los ojos de los demás. Se sorprendió un montón al encontrarse con
Gabriel todavía despierto, viendo una película en el living; Alberto lo saludó
y siguió con lo suyo, encerrándose en su cuarto. Sin embargo, al día siguiente,
cuando la joven se hubo marchado mientras sus papás se encontraban encerrados
en su habitación, Gabriel se le acercó con aire acusón y le dijo que lo que
acababa de hacer no era justo para su novia.
–Qué vas a saber tú, pendejo de mierda
–le había dicho Alberto como toda respuesta, antes de darle un empujón que
significaba que no se metiera más en sus asuntos. Pero Gabriel era obstinado y
nunca dejaba sus esfuerzos a medias.
–¿Te gustaría que te hicieran lo mismo?
–le preguntó su hermano menor de vuelta, mirándolo de esa forma desafiante que
tan bien se le daba; Alberto sabía que era una pregunta retórica, y que con
esas palabras le había ganado limpiamente.
Alberto suponía que aquel consejo
también era aplicable al inconveniente que estaba viviendo; porque ¿le hubiera
gustado a él que un hombre más joven se inmiscuyera en su relación de años para
terminar follándose a su esposa, más encima dentro de su propia casa de
abandono y relajo? No, era obvio que no desearía eso.
¿Cómo había sido tan tonto para no ver
el entuerto frente a sus ojos antes de enfrentarse a él?
“Eso pasa cuando piensas con el pico y
no con la mente que Dios te dio”, recapacitó Alberto, sintiéndose más tonto que
nunca.
Porque sí, debía ser sincero: en este
asunto toda la culpa la tenía él, y nadie más que él.