Historia #89: Reencuentro



Luego de un fuerte y prolongado espasmo, Alonso se echó a un lado de la desordenada cama con el corazón completamente agitado; Carla, por su lado, cansada pero con una radiante sonrisa estampada en su rostro, se recostó a su lado, apoyando la cabeza en su pecho. Estuvieron así un buen rato, mientras sus pulsos se regulaban con lentitud.

            −¿Desde hace cuánto que no hacíamos esto? –preguntó ella mientras contemplaba el techo.

            −No sé… Ya perdí la cuenta.

            −Ah…

            Alonso se acomodó un poco, poniendo el brazo derecho bajo su cabeza.

−Siempre me ha llamado la atención que dos personas coincidan tan bien al momento de acabar; como nosotros –dijo él.

            −Es por la costumbre –explicó Carla, sonriendo antes de añadir−: Es porque lo hicimos tantas veces, por tantos años, que nuestros cuerpos ya no se olvidan de eso.

            Alonso, por toda respuesta, besó la coronilla de su ex novia.

            −¿Qué hacías en la fiesta de Javiera? –preguntó esta última.

            −Me invitó ella.

            −¿Desde cuándo que eres su amiga?

            −Desde hace un tiempo; no me acuerdo mucho.

            −Ah…

            Carla removió un poco las sábanas con sus pies y se reacomodó en el pecho de Alonso.

            −¿Sabes? –dijo ella−, cuando terminamos, siempre supe que esto iba a pasar algún día; reencontrarnos por casualidad.

            −¿En serio?

            −Sí; de hecho, fue una coincidencia lo que nos unió la primera vez, ¿no?

            −Tienes razón: todavía me acuerdo de ese día que nos quedamos atrapados en el ascensor –Alonso esbozó una sonrisa que Carla no pudo ver−. ¿Te acuerdas de lo que decía el tipo que nos debía salvar?

            −¡Sí! –Carla rió antes de carraspear la voz y hablar grave, imitando al interlocutor de aquel día−: “Si no quieren morir aplastados abajo como tomates, será mejor que no se muevan; ya vamos en camino”.

            Alonso comenzó a reír; Carla hizo lo mismo, divertida.

            −¡Era el salvador con menos tacto del mundo!

            −¡Deberían contratarlo para anunciarle a la gente que se va a morir de cáncer! –dijo Carla, y ambos volvieron a reír.

            −¿Quién agregó primero a quién?; no lo recuerdo.

            −Yo tampoco… −Carla se sonrojó−. Pero creo que fui yo.

            −Nadie puede negar que eres una chica osada.

            −Pero si no hubiera sido yo, jamás hubiera pasado nada –dijo Carla con un dejo molesto.

            −Tranquila, Charlie, nadie te está diciendo nada –Alonso volvió a besar la cabeza de la chica−. Te agradezco un montón que hayas hecho eso.

            −Gracias –dijo Carla, incorporándose un poco sobre su codo para darle un beso en la boca−. Pero la forma en que intentabas calmarme fue adorable. De hecho, me atrevería a decir que fue eso lo que me enamoró de ti.

            −Siempre me dices lo mismo.

            −¿No te gusta que te lo repita?

            −No te he dicho eso.

            Carla se mantuvo en silencio, volviendo a posar su cabeza en el pecho de Alonso. Alonso, por su parte, empezó a acariciar los pechos de Carla.

            −Me gustan tus tetas –comentó este último.

            −¿En serio te gustan?

            −Te lo he dicho un montón de veces.

            −Sí, claro, pero ya que ha pasado un montón de tiempo…

            −Pero tus tetas no han cambiado en lo absoluto; siguen siendo igual de deliciosas que siempre –y dicho esto, Alonso apretó uno de sus pechos con delicadeza.

            −¡Ay, basta, me haces cosquillas! –Carla se movió a todos lados, riendo con creciente desesperación; tuvo que volver a incorporarse y besar en la boca a Alonso para que éste se detuviera−. Lo mismo podría decir yo de tus besos.

            −¿En serio te gustan?

            −Es como besar una almohada.

            −¿Estás diciendo que soy un afeminado? –dijo Alonso, sonriendo.

            −Sí, estoy diciendo que eres el tipo más afeminado del mundo –y dicho esto, le dio un suave mordisco en su cuello−. También me gusta tu mancha con forma de espada que tienes en la oreja izquierda.

            −Pocos se dan cuenta de ella.

            −Ya lo creo…

            Carla parecía a punto de agregar algo, pero al final no dijo nada.

            −Creo que ha crecido un poco –dijo Alonso, sin percatarse de aquel detalle.

            −¿En serio?

            −No lo sé; mi mamá dijo eso.

            −Tu mamá siempre ha sido media ciega.

            −Tú lo has dicho.

            Carla se acercó a la cara de Alonso y comenzó a examinar su mancha.

            −No sé…, podría ser que tal vez haya crecido uno o dos milímetros.

            −Entonces mi mamá estaba en lo cierto.

            −Puede ser posible.

            Alonso tomó la muñeca de Carla con delicadeza y la trajo hacia sí para besarla de manera más prolongada.

            −Se me había olvidado lo rico que besas –dijo el primero, dedicándole una tierna sonrisa a su ex.

            −Ya lo creo…

            −¿Te pasa algo, Carla?; de hace rato que estás un poco rara.

            −No me pasa nada –dijo la aludida, sin mirarlo a los ojos y volviendo al pecho de Alonso. Estuvo en silencio por unos cuantos segundos, mirando el techo como si esperara que de él apareciera algo, cualquier cosa. Entonces tragó saliva y añadió−: ¿Con cuántas mujeres has estado después que terminaste conmigo?

            −¿Cómo? –La pregunta había pillado por sorpresa a Alonso.

            −Que con cuántas mujeres has estado después que terminaste conmigo, con cuántas has follado…

            −¿Qué te pasa, Carla? –Alonso se incorporó (quitando suavemente la cabeza de la chica de su pecho) hasta quedar cara a cara−. ¿Por qué preguntas eso?

            −Sólo es… curiosidad.

            −¿Debería interesarte lo que hice o no hice cuando no estuve contigo?

            Carla se quedó callada.

            −Creo que eso está fuera de lugar, Carla…

            −Supe que te follaste a la Sofía, en la fiesta de Navidad del año pasado.

            Alonso hizo el gesto de no poder creer lo que estaba escuchando.

            −Si así fuera, ¿por qué debería importarte?

            −¡Porque es tu amiga! –dijo Carla totalmente compungida−. ¡Porque es tu amiga, maldición!

            −¿Ya, y?

            −¡O sea que lo aceptas!

            −¡Tú fuiste quien me mandó a la mierda ese verano, no yo! –Alonso se incorporó un poco, quedando unos cuantos centímetros distanciado de Carla−. ¡Yo no fui quien vino con toda esa mierda de que te hacía mal y que no sabía qué quería: esa fuiste tú!

            −¡Pero estaba confundida, qué querías que hiciera!

            −¡Escucharme, esperar, quererme un poco, maldición; me trataste peor que un perro y yo no sabía qué mierda te pasaba!

            −¡Cuando te iba a decir lo arrepentida que estaba te fuiste!

            −¡Obvio, si estaba hecho mierda!

            Carla agachó un poco la cabeza.

            −Podrías haber esperado un poco.

            −Carla –Alonso respiró hondo−, ¿por qué haces esto ahora?

            −No sé, sólo quería saber si te habías metido con más personas…

            −Eso no es de tu incumbencia…

            −¡Pero si me acabas de decir que te culiaste a la Sofía en su fiesta de Navidad!

            −¡No estaba contigo, entiéndelo!

            −¡Pero era tu amiga, cómo quieres que confíe en ella de ahora en adelante si…!

            −Carla, me voy a casar con ella.

            −¡…si te la culiaste y todo!

            Hubo una tensa y corta pausa entre ambos.

            −¿Qué acabas de decir? –preguntó Carla, pestañeando rápidamente.

            −Que me voy a casar con ella; me voy a casar con Sofía.

            −¡¿Qué?!

            Alonso se relamió los labios; sus manos y su boca temblaban.

            −Me voy a casar con Sofía dentro de cuatro meses.

            Carla lo miró fijo.

            −En serio, Alonso, si esto es una broma, es mejor que pares ahora, porque…

            −Estoy lejos de estar bromeando, Carla.

            −¿Pero cómo, si son… amigos?

            −Y lo seguimos siendo.

            −¿Cómo… pudiste?

            −¡Me dejaste tirado, Carla, me dejaste tirado cuando más te necesitaba! ¡Mi papá se estaba muriendo en el hospital, en mi casa nadie tenía trabajo y tú llegaste y me dejaste así como si nada, todo porque a la muy tonta se le ocurrió tener otro de sus brillantes episodios de locura!

            −¡Estaba confundida, Alonso, te lo dije!

            −¡Ya, pero poco te importó todo lo demás, ¿no?!

            −Alonso…

            −Carla, mi papá se estaba muriendo… Ni siquiera estuviste ahí cuando fueron sus funerales –Alonso se mordió un labio para no ponerse a llorar; los recuerdos le llegaban como un fuerte torrente a la cabeza−. Pero claro, ahora debo pensar en ti y en que el tener una relación con tu mejor amiga es el peor error del mundo, ¿no?

            −Cómo puedes ser así, Alonso, era tu amiga…

            −¡Me dejaste tirado, Carla, me dejaste como a un perro, me dejaste y todo te importó una mierda!

            −Yo no… Yo no quería… No sé qué decirte, Alonso, no sé…

            −Nunca sabes nada, ése es tu problema.

Dicho esto, Alonso se levantó de la cama y empezó a buscar sus ropas arrojadas por toda la habitación.

−¡No te vayas, por favor, no te vayas! –exclamó Carla, agarrándose de uno de sus brazos−. ¡Por favor, no me dejes, por favor!

−¡Suéltame, Carla, ya, déjate de tonteras!

−¡Alonso, escúchame, lo siento, no quise hacerte daño, no quise…!

−Pero ya lo hiciste, Carla, ya está hecho –dijo Alonso mientras se alejaba del alcance de Carla y se ponía los pantalones.

−¡No, Alonso, aún falta, aún nos queda mucho por delante, yo…!

−¿Sabes lo que es peor, Carla? –dijo Alonso−, es que cuando te vi donde la Javiera, supe que lo que sentía por ti jamás ha muerto; se congeló por un tiempo sí, y lo creí enterrado, pero nunca lo estuvo. Fue cosa de mirarte a los ojos, verte sonreír, para saber que por ti seguía sintiendo lo mismo de siempre, lo mismo que sentía cuando nos besamos por primera vez.

Los ojos de Carla brillaban esperanzados.

−Fue por eso que me importó una mierda el matrimonio y decidí aceptar tu invitación a este motel aun cuando sabía el mal que le estaba haciendo a la pobre Sofía. Te di una nueva oportunidad…, de hecho, nos la dimos, y todo salió bien…, hasta que vuelves a hacer tus niñerías de siempre.

−¡Yo sólo quería saber…!

−Pero ahora sabes más de la cuenta –Alonso se puso la camisa y abrochó su cinturón−. Si le dijera a Sofía que no estoy seguro del matrimonio con ella, que quizá podríamos cancelarlo y todo, podría dar por hecho que su respuesta sería un está bien, quizá no deberíamos haber ido tan rápido, porque ella me entiende, es mi amiga, lo ha sido toda la vida… Pero llegaste tú con tus cosas tontas y lo arruinaste de nuevo.

−¡Eres tú el que se va a casar y acaba de tener sexo conmigo!

−Pero eres tú la que acabas de arruinar esto por segunda vez –Y dicho esto, Alonso tomó sus zapatos y salió de la habitación cerrando la puerta fuertemente detrás de sí.

Carla, sin moverse de la cama donde había hecho el amor por última vez con Alonso, susurró un leve perdón y se echó a llorar sobre ella. Aún podía sentir su olor entre las sábanas.

Cuento #53: El naranjo de la abuela



−¡Si este naranjo no da nada este invierno –sentenció Alonso, blandiendo un dedo−, juro que lo corto y lo hago leña!
            −¡Pero papá, qué onda, es el árbol de la abuela, cómo…!
            −¡Me da lo mismo! ¡Mira, si hasta está rompiendo el cemento!
            Alejandra no necesitó comprobarlo para saber que su papá estaba en lo cierto: la misma noche anterior había tropezado con un pedazo levantado del piso mientras trataba de no meter ruido al llegar a la casa. En vez de decir algo al respecto, bufó sintiéndose un poco avergonzada.
            Alonso dio media vuelta, y dirigiéndose al naranjo, dijo:
            −Si no dai’ nada este invierno, juro que te corto; ¿me escuchaste? –y acto seguido, entró en la casa. Alejandra resopló, segura de que su papá hablaba en serio, se acercó al árbol en cuestión y tomó una de sus hojas con cariño.
            −Lo siento, naranjo –dijo la chica, sintiéndose un tanto triste−, pero mi papá es un hijo de puta cuando se lo propone.
            Se acordó de lo mucho que le había importado a su abuela cuando estaba viva, aun cuando llevaba años sin dar frutos ni flores ni nada que se les pareciera; es un árbol estéril, decía su abuela riéndose después de regarlo, es un árbol como tu abuelo, y Alejandra también reía; y ahora que lo recordaba, en vez de sentir la misma alegría de aquellos días, sintió cómo una penetrante melancolía se filtraba por su pecho hasta su corazón.
            −Espero des algo, lo que sea –susurró la chica antes de ir por la manguera para regar el antejardín entero, percatándose que nadie lo había hecho desde hacía varios días.
            Esa misma noche Alejandra soñó con su abuela, las dos sentadas en la entrada de la casa observando cómo el naranjo parecía respirar lleno de frutos, moviéndose de un lado a otro como si bailara, y las dos no paraban de reírse, diciendo: “este árbol quiere bailar, no quiere que lo corten” cada cierto tiempo, como si fuera la cosa más graciosa del mundo.
            Al otro día la chica pensó que su sueño podría haber sido una especie de premonición, una señal de que tal vez el naranjo, gracias a una transmisión de emociones (como la esperanza o el miedo a no ser cortado) o algo por el estilo, podría haber provocado una especie de milagro en su organismo y hacer que por fin florecieran naranjas de sus ramas; pero, como era de esperar, no fue así: en el árbol no había ningún cambio.
            Fue por lo mismo que decidió dedicarle cierto tiempo a su cuidado, regándolo todas las tardes cuando el sol se ponía, hablándole, acariciándole las hojas y comenzando a rociarlo con polinizadores, además de echarle tierra de hojas en la base, desesperada por ver algún avance en él antes que su papá estimara que ya se había esperado suficiente.
            Pasaron los días, las semanas y Alonso estimó que el tiempo para ver buenos resultados se había acabado; lo dijo un día a la hora de la cena, blandiendo el dedo como siempre.
            −Si mañana no tiene una naranja, por más chica que sea, lo corto y se acabó el problema.
            Alejandra pensó en lo tonto que se escuchaba su papá, como si diciendo aquello fuera a cambiar las cosas. Por lo mismo solo resopló y caviló sobre la reacción que tendría su abuela al escuchar decir tamaña estupidez…, si estuviera viva, claro. El resto de la comida fue en silencio.
            Esa noche la chica volvió a soñar con su abuela, esta vez las dos recostadas bajo la sombra del naranjo, sintiendo cómo caían sus frutos a su lado sin golpearlas. Su abuela le decía: “Newton estaría orgulloso de esto” y ambas reían con ganas; en su sueño, Alejandra se sentía feliz de poder compartir otra vez con su abuela y poder comer los frutos de un árbol que había demorado años en poder darlos; era como cuando alguien que no podía tener hijos, los tenía.
            Al otro día Alejandra despertó por culpa de un ruido que provenía del patio; demoró un rato en darse cuenta de que se trataba de su papá buscando las herramientas para darle fin al árbol que cada día obstaculizaba más y más la entrada a la casa; para cuando se vistió, Alonso ya estaba en el antejardín listo para llevar a cabo su trabajo. Alejandra estuvo a punto de abalanzarse contra él, decirle que parara, que no hiciera nada idiota, cuando se percató que éste se encontraba pelando una pequeña naranja; apenas terminó con ella, se la echó a la boca y comenzó a masticarla. Alejandra temió que el hombre fuera a escupirla, alegando que la única naranja que daba el árbol era más encima una verdadera mierda, pero para su sorpresa, éste sonrío con los ojos iluminados; ¡está buenísima!, exclamó.
            Alejandra intentó dar con otra naranja además de ésa, pero fue en vano: la única que había salido por milagro, de la noche a la mañana, era la que había comido su padre.
            −Creo que este naranjo se quiere salvar –dijo Alonso, riendo pomposamente. Luego volvió al patio para guardar todas sus herramientas y así continuar con su rutina.
            Alejandra estuvo a punto de gritar de alegría, mas en vez de eso decidió acariciar las hojas del árbol y decirle en voz baja:
            −Vamos, sé que puedes más –antes de entrar a la casa para desayunar y tomar una ducha.
            El día, luego, continuó como siempre, hasta que volvió a llegar la noche y Alejandra escuchó cómo su padre refunfuñaba en su cuarto; por un momento pensó que se podría tratar de algún problema en los cálculos de sus finanzas o algo por el estilo, pero cuando oyó que éste gritó muerto de miedo (llenando la casa entera), no dudó en ir rápido hasta su cuarto para ver qué le sucedía; y claro, ella también gritó muerta de miedo al comprobar que su papá había dejado de ser como había sido hasta esa tarde: su piel se había tornado áspera, naranja, y sus ojos dos globos rojos llenos de sangre, a punto de explotar; se notaba que Alonso no veía nada con ellos.
            −¡Papá! ¡Papá, qué mierda!
            −¡Alejandra, Alejandra, ayúdame, por favor, Alejandra! –Su papá extendió sus brazos como para llegar hasta ella.
            −¡Papá, estoy acá, papá!
            Alonso, confuso y todo, intentó dar con su hija para que le ayudara, pero tropezó con un doblez de la alfombra bajo la cama y cayó sin poder hacer nada al respecto, estallando sus ojos sangrientos en el suelo, gritando desgarradoramente por culpa del dolor padecido.
            −¡Hija, por favor, ayúdame, no veo nada, por favor, ayúdame! –gemía, sollozando de la desesperación.
            Alejandra, sin saber qué hacer, miró por la ventana hacia el antejardín buscando a alguien que le prestara ayuda del otro lado de la calle, pero solo vio el antejardín desnudo y la tarde cayendo a lo lejos; entonces la chica reparó en que al lado de la entrada había un gran vacío de tierra removida, con los contornos del camino cementado destrozados de adentro hacia afuera. Alejandra intentó dar con lo que faltaba ahí, pero el naranjo no estaba por ningún lado; justo cuando se iba a preguntar dónde demonios se había metido el condenado árbol, escuchó, entre los chillidos cada vez más agudos de su padre, cómo la puerta de entrada se abría ligeramente, como si alguien la estuviera arañando para poder ingresar a la casa y acabar con el asunto pendiente de una vez por todas.