Cuento #52: El consejo de la reponedora



A Sebastián le apestaba ir de compras a centros comerciales más que cualquier otra cosa en el mundo, pero como era Nicole, su polola quien se lo había pedido, un no como respuesta podía significar, con toda seguridad, al menos un par de noches sin sexo, y eso, cómo no, era uno de los peores castigos que podía caer sobre su persona. Así que no le quedó otra que aguantarse la rabia, apretar las manos hasta marcar sus uñas en las palmas y seguir adelante, escuchando cómo su novia despotricaba contra sus padres que siempre la mandaban a hacer compras estúpidas para sus hermanos pequeños.
            −Perdón –le dijo Nicole a un reponedor apenas entró al local−, ¿sabes dónde están esas cajas plásticas que sirven para guardar cosas adentro?
            El reponedor miró un rato los múltiples pasillos que se extendían frente a ellos y, luego de pensarlo un poco, indicó al número 8.
            Nicole y Sebastián le agradecieron y avanzaron en esa dirección.
            −Acá hay montones de esas cajas –comentó Sebastián un poco molesto−. ¿No te dijeron tus papás de qué tamaño las necesitaban?
            −Las quieren para guardar los cuadernos de mis hermanos chicos.
            −Entonces quizá sirva una como ésta, ¿no? –Sebastián apuntó un montón de cajas apiladas de color morado; respecto a las demás, parecían ser de tamaño medio.
            −Pero no se ven muy resistentes –dijo Nicole, ladeando el gesto−. No sería muy útil que echaran todos los cuadernos adentro para que después se rompa y le entren las polillas y las arañas, ¿no?
            −Ah. Okey.
Sebastián dio media vuelta, apretando los dientes, y siguió examinando las demás cajas de plástico, rumiando su rabia sin que Nicole se diera cuenta.
            Fue en eso que apareció, doblando la esquina del pasillo, una reponedora de unos cincuenta años de edad, regordeta y con rizos color castaño; sus ojos se movían a todos lados a cada pestañeo; ni Nicole ni Sebastián sabían cómo se llamaba la enfermedad que aquejaba a la pobre señora, pero este último creyó recordar que se trataba de estrabismo.
            −¿Los puedo ayudar en algo? –preguntó la mujer sin poder fijar su vista en alguno de los dos chicos.
            −Hola, sí –replicó Nicole, sonriéndole−: ¿sabe?, estamos buscado una caja que sirva para poder guardar cuadernos sin que se humedezcan, ni le entren las polillas, ni las arañas, ni ninguna de esas cosas, y que sea resistente a cualquier golpe; o sea, que el plástico no se rompa ni nada de eso. La última vez que compramos una, su base se trizó apenas la pusimos en el suelo.
            La reponedora no dejó de asentir en todo momento, como afirmando cada uno de los puntos a los que se refería Nicole mientras sus ojos no dejaban de moverse con cierto frenetismo.
            −Ya veo –dijo asintiendo−. Quizá te sirva una de éstas –La mujer se dirigió hasta unas cajas ubicadas en el estante superior del pasillo−. Son un poco caras respecto de las demás, pero son buenas, las mejores.
            −¿En serio? –dijo Nicole, como por seguirle la corriente.
            −Sí. De hecho, en éstas dejo a mis perros cuando se mueren: como son duras y nada puede entrar en ellas, sirven muy bien como ataúdes.
            Sebastián creyó no haber oído bien y miró de reojo a su novia; ella también lo miraba.
            −Mi patio está llena de estas cajas enterradas y nunca, nunca, nada las ha  encontrado ni desenterrado –dijo la reponedora, con sus ojos temblorosos−. Es más: una vez mi hija menor tuvo un embarazo que, por desgracia, terminó en pérdida, y como ella no quería deshacerse del pobre crío, lo guardó en una de estas cajas para poder conservarlo por un tiempo y quererlo como se quiere a un hijo; ¡y adivinen qué! –Ninguno de sus dos interlocutores respondió−. ¡El bebé estaba en perfecto estado…!, aunque muerto, claro, ¡pero en buen estado, que es lo que cuenta después de todo! –La mujer se volvió a acercar al montón de cajas plásticas que había indicado con anterioridad y agregó−: Estas cajas son las mejores.
            Nicole quiso decir algo, hacer cualquier comentario, pero su boca temblaba y no parecía capaz de poder modular nada. Sebastián, por su lado, comenzó a caminar lentamente hacia atrás, alejándose de aquella señora de los ojos bizcos.
            −Está bien, señora, muchas gracias –dijo éste, tomando a Nicole por la espalda para empezar a retroceder con ella−, pero sólo andamos cotizando, nada más que eso.
            −Oh, vaya, qué lástima –La mujer unió sus manos en su regazo y sonrió adquiriendo un aire perverso que daba escalofríos−. Estas son las mejores cajas para guardar cosas, créanme. De hecho, podrían echar a alguien vivo aquí dentro y enterrarlo y jamás volver a saber de él; como los perros de la calle, que nunca dejan de arañar y arañar desde adentro, pero nunca nadie los escucha, sólo los sienten, porque están bajo tierra y nadie los ve. ¿No les parece éste un buen producto?
            Sebastián y Nicole habían dejado de escucharla, mas no le quitaron la vista de encima por temor a que los atacara por la espalda sin que le importaran los otros clientes que se paseaban por ahí; sólo cuando llegaron al otro extremo del pasillo y se dieron cuenta que la reponedora no les había seguido fue que pudieron sentirse lo suficientemente seguros como para dar media vuelta y salir de ahí cuanto antes sin las cajas plásticas que necesitaban en sus manos.