−¡Si
este naranjo no da nada este invierno –sentenció Alonso, blandiendo un dedo−,
juro que lo corto y lo hago leña!
−¡Pero papá, qué onda, es el árbol
de la abuela, cómo…!
−¡Me da lo mismo! ¡Mira, si hasta
está rompiendo el cemento!
Alejandra no necesitó comprobarlo
para saber que su papá estaba en lo cierto: la misma noche anterior había
tropezado con un pedazo levantado del piso mientras trataba de no meter ruido
al llegar a la casa. En vez de decir algo al respecto, bufó sintiéndose un poco
avergonzada.
Alonso dio media vuelta, y
dirigiéndose al naranjo, dijo:
−Si no dai’ nada este invierno, juro
que te corto; ¿me escuchaste? –y acto seguido, entró en la casa. Alejandra
resopló, segura de que su papá hablaba en serio, se acercó al árbol en cuestión
y tomó una de sus hojas con cariño.
−Lo siento, naranjo –dijo la chica, sintiéndose
un tanto triste−, pero mi papá es un hijo de puta cuando se lo propone.
Se acordó de lo mucho que le había
importado a su abuela cuando estaba viva, aun cuando llevaba años sin dar
frutos ni flores ni nada que se les pareciera; es un árbol estéril, decía su
abuela riéndose después de regarlo, es un árbol como tu abuelo, y Alejandra
también reía; y ahora que lo recordaba, en vez de sentir la misma alegría de
aquellos días, sintió cómo una penetrante melancolía se filtraba por su pecho
hasta su corazón.
−Espero des algo, lo que sea
–susurró la chica antes de ir por la manguera para regar el antejardín entero,
percatándose que nadie lo había hecho desde hacía varios días.
Esa misma noche Alejandra soñó con
su abuela, las dos sentadas en la entrada de la casa observando cómo el naranjo
parecía respirar lleno de frutos, moviéndose de un lado a otro como si bailara,
y las dos no paraban de reírse, diciendo: “este árbol quiere bailar, no quiere
que lo corten” cada cierto tiempo, como si fuera la cosa más graciosa del
mundo.
Al otro día la chica pensó que su
sueño podría haber sido una especie de premonición, una señal de que tal vez el
naranjo, gracias a una transmisión de emociones (como la esperanza o el miedo a
no ser cortado) o algo por el estilo, podría haber provocado una especie de
milagro en su organismo y hacer que por fin florecieran naranjas de sus ramas;
pero, como era de esperar, no fue así: en el árbol no había ningún cambio.
Fue por lo mismo que decidió
dedicarle cierto tiempo a su cuidado, regándolo todas las tardes cuando el sol
se ponía, hablándole, acariciándole las hojas y comenzando a rociarlo con polinizadores,
además de echarle tierra de hojas en la base, desesperada por ver algún avance
en él antes que su papá estimara que ya se había esperado suficiente.
Pasaron los días, las semanas y
Alonso estimó que el tiempo para ver buenos resultados se había acabado; lo
dijo un día a la hora de la cena, blandiendo el dedo como siempre.
−Si mañana no tiene una naranja, por
más chica que sea, lo corto y se acabó el problema.
Alejandra pensó en lo tonto que se
escuchaba su papá, como si diciendo aquello fuera a cambiar las cosas. Por lo
mismo solo resopló y caviló sobre la reacción que tendría su abuela al escuchar
decir tamaña estupidez…, si estuviera viva, claro. El resto de la comida fue en
silencio.
Esa noche la chica volvió a soñar
con su abuela, esta vez las dos recostadas bajo la sombra del naranjo, sintiendo
cómo caían sus frutos a su lado sin golpearlas. Su abuela le decía: “Newton
estaría orgulloso de esto” y ambas reían con ganas; en su sueño, Alejandra se
sentía feliz de poder compartir otra vez con su abuela y poder comer los frutos
de un árbol que había demorado años en poder darlos; era como cuando alguien
que no podía tener hijos, los tenía.
Al otro día Alejandra despertó por
culpa de un ruido que provenía del patio; demoró un rato en darse cuenta de que
se trataba de su papá buscando las herramientas para darle fin al árbol que
cada día obstaculizaba más y más la entrada a la casa; para cuando se vistió,
Alonso ya estaba en el antejardín listo para llevar a cabo su trabajo.
Alejandra estuvo a punto de abalanzarse contra él, decirle que parara, que no
hiciera nada idiota, cuando se percató que éste se encontraba pelando una
pequeña naranja; apenas terminó con ella, se la echó a la boca y comenzó a
masticarla. Alejandra temió que el hombre fuera a escupirla, alegando que la
única naranja que daba el árbol era más encima una verdadera mierda, pero para
su sorpresa, éste sonrío con los ojos iluminados; ¡está buenísima!, exclamó.
Alejandra intentó dar con otra
naranja además de ésa, pero fue en vano: la única que había salido por milagro,
de la noche a la mañana, era la que había comido su padre.
−Creo que este naranjo se quiere
salvar –dijo Alonso, riendo pomposamente. Luego volvió al patio para guardar
todas sus herramientas y así continuar con su rutina.
Alejandra estuvo a punto de gritar
de alegría, mas en vez de eso decidió acariciar las hojas del árbol y decirle
en voz baja:
−Vamos, sé que puedes más –antes de
entrar a la casa para desayunar y tomar una ducha.
El día, luego, continuó como
siempre, hasta que volvió a llegar la noche y Alejandra escuchó cómo su padre
refunfuñaba en su cuarto; por un momento pensó que se podría tratar de algún
problema en los cálculos de sus finanzas o algo por el estilo, pero cuando oyó
que éste gritó muerto de miedo (llenando la casa entera), no dudó en ir rápido
hasta su cuarto para ver qué le sucedía; y claro, ella también gritó muerta de
miedo al comprobar que su papá había dejado de ser como había sido hasta esa
tarde: su piel se había tornado áspera, naranja, y sus ojos dos globos rojos
llenos de sangre, a punto de explotar; se notaba que Alonso no veía nada con ellos.
−¡Papá! ¡Papá, qué mierda!
−¡Alejandra, Alejandra, ayúdame, por
favor, Alejandra! –Su papá extendió sus brazos como para llegar hasta ella.
−¡Papá, estoy acá, papá!
Alonso, confuso y todo, intentó dar
con su hija para que le ayudara, pero tropezó con un doblez de la alfombra bajo
la cama y cayó sin poder hacer nada al respecto, estallando sus ojos
sangrientos en el suelo, gritando desgarradoramente por culpa del dolor
padecido.
−¡Hija, por favor, ayúdame, no veo
nada, por favor, ayúdame! –gemía, sollozando de la desesperación.
Alejandra, sin saber qué hacer, miró
por la ventana hacia el antejardín buscando a alguien que le prestara ayuda del
otro lado de la calle, pero solo vio el antejardín desnudo y la tarde cayendo a
lo lejos; entonces la chica reparó en que al lado de la entrada había un gran
vacío de tierra removida, con los contornos del camino cementado destrozados de
adentro hacia afuera. Alejandra intentó dar con lo que faltaba ahí, pero el
naranjo no estaba por ningún lado; justo cuando se iba a preguntar dónde
demonios se había metido el condenado árbol, escuchó, entre los chillidos cada
vez más agudos de su padre, cómo la puerta de entrada se abría ligeramente,
como si alguien la estuviera arañando para poder ingresar a la casa y acabar
con el asunto pendiente de una vez por todas.