Cuento #53: El naranjo de la abuela



−¡Si este naranjo no da nada este invierno –sentenció Alonso, blandiendo un dedo−, juro que lo corto y lo hago leña!
            −¡Pero papá, qué onda, es el árbol de la abuela, cómo…!
            −¡Me da lo mismo! ¡Mira, si hasta está rompiendo el cemento!
            Alejandra no necesitó comprobarlo para saber que su papá estaba en lo cierto: la misma noche anterior había tropezado con un pedazo levantado del piso mientras trataba de no meter ruido al llegar a la casa. En vez de decir algo al respecto, bufó sintiéndose un poco avergonzada.
            Alonso dio media vuelta, y dirigiéndose al naranjo, dijo:
            −Si no dai’ nada este invierno, juro que te corto; ¿me escuchaste? –y acto seguido, entró en la casa. Alejandra resopló, segura de que su papá hablaba en serio, se acercó al árbol en cuestión y tomó una de sus hojas con cariño.
            −Lo siento, naranjo –dijo la chica, sintiéndose un tanto triste−, pero mi papá es un hijo de puta cuando se lo propone.
            Se acordó de lo mucho que le había importado a su abuela cuando estaba viva, aun cuando llevaba años sin dar frutos ni flores ni nada que se les pareciera; es un árbol estéril, decía su abuela riéndose después de regarlo, es un árbol como tu abuelo, y Alejandra también reía; y ahora que lo recordaba, en vez de sentir la misma alegría de aquellos días, sintió cómo una penetrante melancolía se filtraba por su pecho hasta su corazón.
            −Espero des algo, lo que sea –susurró la chica antes de ir por la manguera para regar el antejardín entero, percatándose que nadie lo había hecho desde hacía varios días.
            Esa misma noche Alejandra soñó con su abuela, las dos sentadas en la entrada de la casa observando cómo el naranjo parecía respirar lleno de frutos, moviéndose de un lado a otro como si bailara, y las dos no paraban de reírse, diciendo: “este árbol quiere bailar, no quiere que lo corten” cada cierto tiempo, como si fuera la cosa más graciosa del mundo.
            Al otro día la chica pensó que su sueño podría haber sido una especie de premonición, una señal de que tal vez el naranjo, gracias a una transmisión de emociones (como la esperanza o el miedo a no ser cortado) o algo por el estilo, podría haber provocado una especie de milagro en su organismo y hacer que por fin florecieran naranjas de sus ramas; pero, como era de esperar, no fue así: en el árbol no había ningún cambio.
            Fue por lo mismo que decidió dedicarle cierto tiempo a su cuidado, regándolo todas las tardes cuando el sol se ponía, hablándole, acariciándole las hojas y comenzando a rociarlo con polinizadores, además de echarle tierra de hojas en la base, desesperada por ver algún avance en él antes que su papá estimara que ya se había esperado suficiente.
            Pasaron los días, las semanas y Alonso estimó que el tiempo para ver buenos resultados se había acabado; lo dijo un día a la hora de la cena, blandiendo el dedo como siempre.
            −Si mañana no tiene una naranja, por más chica que sea, lo corto y se acabó el problema.
            Alejandra pensó en lo tonto que se escuchaba su papá, como si diciendo aquello fuera a cambiar las cosas. Por lo mismo solo resopló y caviló sobre la reacción que tendría su abuela al escuchar decir tamaña estupidez…, si estuviera viva, claro. El resto de la comida fue en silencio.
            Esa noche la chica volvió a soñar con su abuela, esta vez las dos recostadas bajo la sombra del naranjo, sintiendo cómo caían sus frutos a su lado sin golpearlas. Su abuela le decía: “Newton estaría orgulloso de esto” y ambas reían con ganas; en su sueño, Alejandra se sentía feliz de poder compartir otra vez con su abuela y poder comer los frutos de un árbol que había demorado años en poder darlos; era como cuando alguien que no podía tener hijos, los tenía.
            Al otro día Alejandra despertó por culpa de un ruido que provenía del patio; demoró un rato en darse cuenta de que se trataba de su papá buscando las herramientas para darle fin al árbol que cada día obstaculizaba más y más la entrada a la casa; para cuando se vistió, Alonso ya estaba en el antejardín listo para llevar a cabo su trabajo. Alejandra estuvo a punto de abalanzarse contra él, decirle que parara, que no hiciera nada idiota, cuando se percató que éste se encontraba pelando una pequeña naranja; apenas terminó con ella, se la echó a la boca y comenzó a masticarla. Alejandra temió que el hombre fuera a escupirla, alegando que la única naranja que daba el árbol era más encima una verdadera mierda, pero para su sorpresa, éste sonrío con los ojos iluminados; ¡está buenísima!, exclamó.
            Alejandra intentó dar con otra naranja además de ésa, pero fue en vano: la única que había salido por milagro, de la noche a la mañana, era la que había comido su padre.
            −Creo que este naranjo se quiere salvar –dijo Alonso, riendo pomposamente. Luego volvió al patio para guardar todas sus herramientas y así continuar con su rutina.
            Alejandra estuvo a punto de gritar de alegría, mas en vez de eso decidió acariciar las hojas del árbol y decirle en voz baja:
            −Vamos, sé que puedes más –antes de entrar a la casa para desayunar y tomar una ducha.
            El día, luego, continuó como siempre, hasta que volvió a llegar la noche y Alejandra escuchó cómo su padre refunfuñaba en su cuarto; por un momento pensó que se podría tratar de algún problema en los cálculos de sus finanzas o algo por el estilo, pero cuando oyó que éste gritó muerto de miedo (llenando la casa entera), no dudó en ir rápido hasta su cuarto para ver qué le sucedía; y claro, ella también gritó muerta de miedo al comprobar que su papá había dejado de ser como había sido hasta esa tarde: su piel se había tornado áspera, naranja, y sus ojos dos globos rojos llenos de sangre, a punto de explotar; se notaba que Alonso no veía nada con ellos.
            −¡Papá! ¡Papá, qué mierda!
            −¡Alejandra, Alejandra, ayúdame, por favor, Alejandra! –Su papá extendió sus brazos como para llegar hasta ella.
            −¡Papá, estoy acá, papá!
            Alonso, confuso y todo, intentó dar con su hija para que le ayudara, pero tropezó con un doblez de la alfombra bajo la cama y cayó sin poder hacer nada al respecto, estallando sus ojos sangrientos en el suelo, gritando desgarradoramente por culpa del dolor padecido.
            −¡Hija, por favor, ayúdame, no veo nada, por favor, ayúdame! –gemía, sollozando de la desesperación.
            Alejandra, sin saber qué hacer, miró por la ventana hacia el antejardín buscando a alguien que le prestara ayuda del otro lado de la calle, pero solo vio el antejardín desnudo y la tarde cayendo a lo lejos; entonces la chica reparó en que al lado de la entrada había un gran vacío de tierra removida, con los contornos del camino cementado destrozados de adentro hacia afuera. Alejandra intentó dar con lo que faltaba ahí, pero el naranjo no estaba por ningún lado; justo cuando se iba a preguntar dónde demonios se había metido el condenado árbol, escuchó, entre los chillidos cada vez más agudos de su padre, cómo la puerta de entrada se abría ligeramente, como si alguien la estuviera arañando para poder ingresar a la casa y acabar con el asunto pendiente de una vez por todas.