Poema #32: Arte poética



Escribo para detener
el tiempo
enriquecerme de sus
segundos
sacarlo todo afuera
y tamizar lo
malo de lo
bueno.
Lo hago para
aprender de los
errores las
victorias y los
empates de esta
vida maldita
llena de
suspensos y
horrores.

Escribo para callar los
demonios que me
acosan
callarlos de manera
rotunda
mandarlos a sus
cavernas llenas de
lamentos y ecos
mandarlos lejos
donde no puedan
volver a la
vida.

Escribo porque es lo
único que me
mantiene
a salvo.
Escribo porque es lo
único que sé
hacer.
Escribo porque de
otra manera
no podría salir de
este hoyo lleno de
miseria.

El cielo puede tornarse rojo,
las aguas marea
y el sol una boca negra
capaz de succionarlo todo.
¿Cómo pueden las cosas
seguir su curso normal
con este hechizo
que todo lo detiene?
Las hojas quedarán estáticas,
las arrugas serán eternas
y la tinta una mancha imborrable
de nuestros endebles recuerdos.
Mi amor por ti
pueda no muera nunca,
aunque por dentro
mis demonios quieran hacerte su presa,
suya,
su princesa y su esclava,
tú, ninfa de la libertad,
del amor eterno e imperecedero.

Historia #156: El poder de los ternos



Un pequeño grupo de adultos de terno ingresó a un colegio rural de una localidad muy pobre ubicada a mucha distancia de la carretera principal. El número de alumnos ahí era poquísimo comparado con el de un establecimiento normal, y eso, por supuesto, agilizó un montón las cosas.  
Juntaron a todos los niños en una fría y descuidada sala, una donde el ruido de sus sorbetes de la nariz se duplicaban como un molesto zumbido de moscas, y los adultos de terno hicieron que todos se sentaran y cerraran sus ojos.
            Uno de ellos dijo entonces:
            −¿Tienen hambre, verdad?
            Ninguno de los niños respondió a la pregunta: los habían pillado por sorpresa; algunos miraron a sus amigos por el rabillo del ojo, pero al cabo de unos segundos, un par de ellos asintieron con la cabeza un poco temerosos.
            El mismo hombre que había hablado prosiguió con la misma parsimonia de antes:
            −Mantengan sus ojos cerrados y pídanle un poco de comida a su país, a Chile, al Gobierno, a su Presidenta; háganlo, niños –Los tipos esperaron un rato, viendo cómo los pequeños se inquietaban pero seguían con los ojos cerrados, como si tuvieran miedo de ser sorprendidos fallando a lo que les pedían. Era el poder de los ternos, no cabía duda−. Bien, ahora abran los ojos y vean si su Presidenta les dio lo que querían.
            Los niños abrieron los ojos y, como era de esperar, sólo encontraron la superficie de sus mesas vacías. El hambre, elementalmente, seguía gruñendo dentro de sus cuerpos.
            −Ahora vuelvan a cerrar sus ojos y pídanle a Dios un poco de comida, un trozo de pan, cualquier cosa, algo, pero háganlo, así, muy bien. ¿Ya lo hicieron? Pues ahora abran los ojos y vean si Dios les ha dado un poco de su pan.
            La cara de decepción de los niños esta vez fue mucho más demoledora. Algunos, los más pequeños, parecían a punto de ponerse a llorar.
            −Ahora vuelvan a cerrar los ojos y piensen en el hambre que tienen. ¿Tomaron desayuno? ¿No? Vaya, es una pena, en serio. Pues ahora piensen en eso y cierren sus ojos y pídanle al señor Andrónico Luksic que les dé un poco de su comida. ¿Lo están haciendo? ¡Qué habilidosos! Ahora ábranlos y vean lo que el señor Andrónico Luksic les ha dejado para ustedes.
            Los niños abrieron los ojos y frente a ellos había una barra de Super 8, un pan con queso y mortadela y un jugo en caja. Los niños abrieron la boca sorprendidos.
            −Ahí tienen –dijo el hombre, con una sonrisa en el rostro−, para que se den cuenta de la benevolencia de algunos y la mediocridad de otros –Hizo una pausa para que todos los niños lo quedaran mirando con respeto−. Esto es para que vean a quién le deben sus lealtades.
            Y así, tal como llegaron, se marcharon habiendo cumplido con su misión.

Historia #155: Otoño e invierno



Sintió su aroma otoñal en la esquina, cuando iba a tomar el colectivo para ir a su trabajo a eso del mediodía, justo a unos pasos de su casa y el naranjo de la vecina que tanto le gustaba. Como lo vio virar a la derecha en la calle siguiente, no dudó en desviar su curso y caminar en pos suya, apurando el paso como el viento, aprovechando que iba conversando con un amigo y que su atención estaba centrada en cualquier banalidad de la existencia menos en ella. Lo seguía como quien sigue un rastro de hojas secas en un camino perdido, un sendero virgen, fragante y tierno. Se movía cuidando su andar, se cercioraba que nadie notara su presencia, la reverberación de sus pisadas, las molestas ondas producidas por cada uno de los signos de su avance. Lo vio dar la mano, despedirse de su amigo como si tuviera la certeza de poder volver a verle en un par de horas luego, y después continuar con sus pasos y extender el otoño en cada partícula de fragancia, en cada átomo de sensaciones, y ella ansió su piel joven y fresca como el recambio de estaciones, como la sabia de los árboles, como el agua con la luna. Lo vio abrir la puerta de su casa, entrar y arrojar su mochila a un lado, calentar su comida en el microondas y almorzar en solitario como siempre lo hubo imaginado. Él otoño, las hojas amarillas, la vejez envuelta en delicado terciopelo blanco, el aroma flotando en el aire como melodías audibles y reproducibles; y ella, el invierno silencioso, paciente, hambriento, esperando como el hielo a que volviera a quedar solo, con su inocencia a cuestas, con su comida calentada en el microondas, con su delicado terciopelo blanco, y ella con todo el tiempo y la frialdad del mundo.