Historia #156: El poder de los ternos



Un pequeño grupo de adultos de terno ingresó a un colegio rural de una localidad muy pobre ubicada a mucha distancia de la carretera principal. El número de alumnos ahí era poquísimo comparado con el de un establecimiento normal, y eso, por supuesto, agilizó un montón las cosas.  
Juntaron a todos los niños en una fría y descuidada sala, una donde el ruido de sus sorbetes de la nariz se duplicaban como un molesto zumbido de moscas, y los adultos de terno hicieron que todos se sentaran y cerraran sus ojos.
            Uno de ellos dijo entonces:
            −¿Tienen hambre, verdad?
            Ninguno de los niños respondió a la pregunta: los habían pillado por sorpresa; algunos miraron a sus amigos por el rabillo del ojo, pero al cabo de unos segundos, un par de ellos asintieron con la cabeza un poco temerosos.
            El mismo hombre que había hablado prosiguió con la misma parsimonia de antes:
            −Mantengan sus ojos cerrados y pídanle un poco de comida a su país, a Chile, al Gobierno, a su Presidenta; háganlo, niños –Los tipos esperaron un rato, viendo cómo los pequeños se inquietaban pero seguían con los ojos cerrados, como si tuvieran miedo de ser sorprendidos fallando a lo que les pedían. Era el poder de los ternos, no cabía duda−. Bien, ahora abran los ojos y vean si su Presidenta les dio lo que querían.
            Los niños abrieron los ojos y, como era de esperar, sólo encontraron la superficie de sus mesas vacías. El hambre, elementalmente, seguía gruñendo dentro de sus cuerpos.
            −Ahora vuelvan a cerrar sus ojos y pídanle a Dios un poco de comida, un trozo de pan, cualquier cosa, algo, pero háganlo, así, muy bien. ¿Ya lo hicieron? Pues ahora abran los ojos y vean si Dios les ha dado un poco de su pan.
            La cara de decepción de los niños esta vez fue mucho más demoledora. Algunos, los más pequeños, parecían a punto de ponerse a llorar.
            −Ahora vuelvan a cerrar los ojos y piensen en el hambre que tienen. ¿Tomaron desayuno? ¿No? Vaya, es una pena, en serio. Pues ahora piensen en eso y cierren sus ojos y pídanle al señor Andrónico Luksic que les dé un poco de su comida. ¿Lo están haciendo? ¡Qué habilidosos! Ahora ábranlos y vean lo que el señor Andrónico Luksic les ha dejado para ustedes.
            Los niños abrieron los ojos y frente a ellos había una barra de Super 8, un pan con queso y mortadela y un jugo en caja. Los niños abrieron la boca sorprendidos.
            −Ahí tienen –dijo el hombre, con una sonrisa en el rostro−, para que se den cuenta de la benevolencia de algunos y la mediocridad de otros –Hizo una pausa para que todos los niños lo quedaran mirando con respeto−. Esto es para que vean a quién le deben sus lealtades.
            Y así, tal como llegaron, se marcharon habiendo cumplido con su misión.