Sintió su aroma otoñal en la
esquina, cuando iba a tomar el colectivo para ir a su trabajo a eso del
mediodía, justo a unos pasos de su casa y el naranjo de la vecina que tanto le
gustaba. Como lo vio virar a la derecha en la calle siguiente, no dudó en
desviar su curso y caminar en pos suya, apurando el paso como el viento,
aprovechando que iba conversando con un amigo y que su atención estaba centrada
en cualquier banalidad de la existencia menos en ella. Lo seguía como quien
sigue un rastro de hojas secas en un camino perdido, un sendero virgen,
fragante y tierno. Se movía cuidando su andar, se cercioraba que nadie
notara su presencia, la reverberación de sus pisadas, las molestas ondas
producidas por cada uno de los signos de su avance. Lo vio dar la mano,
despedirse de su amigo como si tuviera la certeza de poder volver a verle en un
par de horas luego, y después continuar
con sus pasos y extender el otoño en cada partícula de fragancia, en cada
átomo de sensaciones, y ella ansió su piel joven y fresca como el recambio de
estaciones, como la sabia de los árboles, como el agua con la luna. Lo vio abrir la puerta de su casa, entrar y arrojar su mochila a un
lado, calentar su comida en el microondas y almorzar en solitario como siempre lo hubo imaginado. Él otoño, las hojas amarillas, la vejez envuelta en delicado terciopelo
blanco, el aroma flotando en el aire como melodías audibles y reproducibles; y
ella, el invierno silencioso, paciente, hambriento, esperando como el hielo a
que volviera a quedar solo, con su inocencia a cuestas, con su comida calentada
en el microondas, con su delicado terciopelo blanco, y ella con todo el tiempo y
la frialdad del mundo.