Este jardín de penumbras, Capítulo #6

Afuera de la casa había una reja enorme que contaba con un sistema de cierre electrónico. Alberto no lo recordaba bien, pero ésta medía más de dos metros, y por lo que respondía su propia imagen mental de ésta, probablemente contara con púas filosas en su extremo alto. Quizá no fuera tan difícil saltarla, pero siempre existía el temor de quedarse enganchado en ellas y terminar desangrado como un animal.
            El joven, sin embargo, estaba decidido: saldría de esa casa aunque le costara la vida.
            Tal vez fuera probable que Hernán ya no estuviera ahí, compartiendo ambos el mismo techo. Alberto tenía la idea –peligrosa, por cierto– de que no había nadie más que él adentro de esa casa: no se escuchaban ruidos (más que el tic tac tic tac del reloj en algún lugar de la casa), no se oían pasos, no se sentía vida. ¿Qué otra cosa podía estar ocurriendo?
            Y bueno, si Hernán de verdad estaba ahí, agazapado, esperándolo, ya vería cómo solucionarlo y deshacerse de él. Quizá el balance de las cosas por fin estuviera cambiando a su favor…
            Alberto tomó aire –sintiendo relámpagos de dolor por todos los músculos de su cuerpo– y utilizó sus antebrazos para despegar su cuerpo del suelo de madera meado. Sus pantalones hicieron un sonido de chapoteo al desprenderse de éste que le pareció extrañamente cómico. Iba para la tercera década y seguía meándose mientras dormía. ¡Qué dirían sus amigos si lo supieran!
            El joven creyó que no lograría mantenerse por mucho tiempo en la postura que estaba sin conseguir caer dolorosamente contra el piso. Sentía los músculos como de cera, desinflados, intolerablemente débiles.
Alberto apretó los dientes de tanto esforzarse.
Era una sensación horrible, el tener los brazos en ese estado. Estaban ahí, pero no respondían, no podían ejecutar lo que se les ordenaba.
Alberto pensó en sucumbir y esperar un rato, pero una pasión obstinada como nunca antes había sentido le hizo –a pesar de todo– levantar su mano izquierda y llevarla un palmo más allá de distancia, permitiendo así que la otra pudiera operar de la misma manera. Alberto avanzó un palmo, dos, tres, cuatro palmos arrastrando su cuerpo, sintiendo la poza de orina moverse bajo él…
Llegó un punto en que creyó que caería estrepitosamente contra el suelo y no podría levantarse de ahí en lo que le restaba de vida, o bien hasta que le cortaran los brazos. Pero luego de sentir un brío que parecía el de otra persona encarnado en él, consiguió salir al espacio que había entre la cama y el mueble de la izquierda que ahora no eran más que siluetas oscuras en la habitación. Acto seguido hincó sus rodillas en el piso –sintiendo sus piernas volver a la vida atacándole con violentas punzadas y crujidos– y se incorporó trabajosamente, apoyándose en un brazo, después en el otro, primero un pie, luego el otro; esa acción, que rutinariamente se le hacía tan común, tan fácil (a menos que estuviera con resaca o resfriado, claro), ahora se le antojaba la más compleja y dolorosa del mundo. Era como estar en un cuerpo ajeno, recibiendo una tortura.
Al principio Alberto pensó que su humanidad se inclinaría irremediablemente hacia atrás y acabaría por estrellarse contra lo que fuera que tuviera a sus espaldas, no obstante logró estabilizar su cabeza y piernas justo a tiempo. Frente a sus ojos bailaban las mismas estrellas brillantes que le asaltaban cada vez que se le subía la presión o se levantaba muy rápido de la cama. Los oídos le zumbaban; el cuerpo, sus músculos, valían una porquería. De hecho, era tanto así, que le atacaba la sensación de que sus piernas no podrían sostenerlo por más tiempo: Alberto sentía que éstas se quebrarían bajo su propio peso de un momento a otro, dejándole a merced de quien lo sorprendiera ahí, vencido y humillado.
El joven se apoyó en el mueble a su izquierda (moviendo unos cuantos objetos que no alcanzó a vislumbrar de su lugar) y esperó a que su cuerpo se acostumbrara a su nuevo estado.
La sangre volvía a fluir por sus venas sin mayores problemas, provocando que sus extremidades regresaran a la vida, lo que también provocó que éstas se llenaran de pequeños y tensos focos de dolor. Tampoco durará por siempre, pensó Alberto, respirando y exhalando aire a un compás sosegado. Estaba claro: sólo debía ser paciente. Nada podía durar por siempre.
Si hubiera alguien en casa, con toda seguridad ya se habría percatado de su presencia luego de tanto ajetreo en el cuarto para visitas –si es que las hubo algún día–. Por lo mismo Alberto juzgó que no importaba tanto si metía algo de ruido o no, trastrabillando o moviendo de casualidad ciertas cosas de su lugar: estaba solo, en esa casa no había nadie más que él.
El primer paso fue brutalmente lacerante: Alberto sintió que cada vez que apoyaba el pie en el piso, éste parecía deshacerse, perder toda la fuerza que podía mantenerlo incorporado y en movimiento. De no tener el mueble del cual poder aferrarse a su lado, sin duda habría caído de alguna manera u otra como venía temiendo desde que había salido de la cama. No obstante, por fortuna, los hogares siempre contaban con cosas útiles como el mobiliario: te entraban ganas de desmayarte o caer de bruces al suelo y bueno, ahí estaban los muebles, dándote una gran oportunidad para no morder el polvo y perder algo más que unos cuantos dientes en el proceso.
El segundo paso contó con un efecto muy similar –y penetrante– que su predecesor. Sin embargo, la gravedad de los que le siguieron fue disminuyendo considerablemente a medida que el joven se acercaba al umbral que conectaba con el vestíbulo.
Alberto se detuvo por un momento, como si olvidara algo de suma importancia ahí dentro. Entonces recordó que en su antiguo puesto –qué extraño sonaba eso– estaba su celular y la única prenda de vestir con la que podía enfrentarse a la noche allá afuera. Agacharse para recuperarlos fue otro suplicio que tuvo que aguantar haciendo rechinar los dientes. Por un instante creyó que sus piernas acabarían por quebrarse en dos en cualquier instante, así sin más.
Debajo de la cama todo era más oscuro que el mundo que lo rodeaba. Alberto extendió su mano (sintiéndola hecha de chicle) hasta la zona más pegada a la pared, tanteando con todo el cuidado que le permitía su brazo ya no tan acalambrado, mas no lograba dar con nada. Las dimensiones y los espacios parecían haber sufrido ciertos cambios una vez hubo salido del reducido escondrijo en el que se ocultaba. Por lo mismo decidió inclinar aún más la cabeza y echar un vistazo ahí debajo por si conseguía dar con lo que buscaba. Pero ahí estaba Tatiana con su cabeza reventada por el disparo, en la misma posición en la que él había presenciado su horrible muerte esa mañana, mirándolo fijante, con los ojos –lo que quedaba de ellos–encendidos por el rencor y el miedo. Tenía una mano estirada hacia la suya, como si intentara alcanzarlo y hacerle pagar sus desdichas.
–Alberto…
La sangre del joven se heló en cosa de segundos. ¡No podía ser posible: Tatiana estaba muerta! ¡Aquello no podía ser verdad!
–Alberto… –volvió a susurrar la mujer entre las sombras, con una voz fría como el hielo. Alberto pensó que aquello no estaba sucediendo, no podía estar sucediendo.
Tatiana se veía como en su pesadilla: con un cráter inmenso en la cabeza, un ojo completamente perdido y la boca esbozando una expresión totalmente desacorde con su estado. Su piel pálida se veía corrupta, amoratada, como si ya hubiesen pasado unos cuantos días desde su deceso.
(esto no es verdad, esto no es verdad, esto no es verdad)
Esto, simplemente, no podía ser verdad.
Alberto cerró los ojos, apretándolos con fuerza, pidiéndole a Dios que por favor detuviera esa locura, y más por azar que por cualquier sentido precognitivo, dio con algo suave y apelotonado a su izquierda, junto con un aparato pequeño y familiar, a unos escasos centímetros del alcance de la muerta.
Por un momento fugaz, Alberto pensó que la mano de Tatiana terminaría por cerrarse en la suya –escuchó incluso el gorjeo lleno de emoción de la mujer al capturarlo, riendo, salpicando sangre al hacerlo–, pero su ademán fue mucho más rápido que el de ella. Acto seguido, salió de su posible alcance arrastrándose contra la pared contraria a la cama lo más rápido que le permitieron sus atrofiados músculos. Su pulso se hallaba totalmente descontrolado. En cualquier instante Tatiana se asomaría por debajo de la cama y seguiría su camino hacia él
(Alberto)
(Alberto)
(Alberto).
El joven tuvo la consideración de deshacer el nudo en el que se había convertido su única prenda de vestir y ponérsela ahí mismo, preparándose para la noche y la temperatura del exterior, pero ante la tentativa de ver a un muerto salir de las sombras, extendiendo las manos hacia él, chorreando sangre de la profunda herida en su cabeza, prefirió levantarse y salir de ahí como cuando era niño y no podía aguantar la oscuridad que lo envolvía todo cuando el sol desaparecía tras los cerros y el mundo.
Alberto intentó incorporarse apoyando sus manos en la pared tras él con todas sus fuerzas, atacado por serios calambres en sus pantorrillas. Era como aprender a levantarse una vez más en la vida, o algo por el estilo. De seguro la gente rehabilitada tenía una sensación parecida a la que tenía él en ese momento cuando conseguían vencer las adversidades de su destino. Tal vez estoy volviendo a vivir, especuló Alberto, mucho más optimista que hacía unas horas atrás.  
Hasta que vio las manos blancas de Tatiana aparecer del espacio bajo la cama, arrastrándose en un silencio absolutamente sobrenatural por el piso. Alberto sostuvo la idea que aquello no podía ser otra cosa más que una escena producida por su mente alterada por tantos acontecimientos vividos ese día, pero frente a toda posibilidad, prefirió no ponerse en riesgo y comprobar que, después de todo, cosas así –ver a un muerto salir debajo de una cama, burbujeando su nombre sin descanso– podían sucederle a cualquier persona.
No obstante en el vestíbulo también había alguien. Era una sombra recortada contra la penumbra, sentada en el asiento contiguo a la ventana que le había brindado la luz para ver una porción de lo ocurrido durante la mañana. Parecía cómodo, expectante, como si por fin toda su paciencia cosechara los frutos que había deseado.
La cabeza de Alberto disparó de inmediato el nombre de Hernán, no podía tratarse de otra persona. El perfil de la sombra constituía completamente la misma imagen mental que éste tenía del esposo de Tatiana: ancho de hombros y cuerpo, y con una postura erguida, propia de quien acostumbra a dar órdenes siempre acatadas.
Alberto se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Hernán lo miraba fijo, sin inmutarse, como si rumiara las posibilidades más dolorosas para acabarlo.
El joven pensó en decir algo, disculparse, tratar de arreglar las cosas mediante las palabras, pero de un modo u otro, estaba completamente jodido. No había nada qué hacer en su caso.
Alberto se relamió los labios, tratando de dar con una solución a su problema con el corazón en un puño.
No obstante su mente, una clase de instinto, le susurró que pusiera más atención a los detalles que se presentaban ante sus ojos. La sombra, en primer lugar, no parecía estar viva; no respiraba: su pecho no se alzaba ni bajaba según el ritmo de su respiración. “Porque no vive”. En segundo lugar tampoco se movía, ni siquiera un poco. Absolutamente nada.
“¡No es Hernán!”.
Claro que no era Hernán: sólo se trataba de uno de los asientos del living que, visto desde cierto punto, en medio de un mar de penumbras, tenía el aspecto de sostener a alguien encima. Mas Alberto no pudo evitar recordar la pesadilla que tuvo bajo la cama y relacionarla con este detalle. Bien podía ser que su propio destino estuviera advirtiéndole de algo, recordándole que su victoria no estaba asegurada después de todo y que debía tener mucho cuidado con lo que hacía…
“Como si no lo supiera”.
Entonces la escuchó de nuevo:
–Alberto. Ven, Alberto…
El aludido miró por sobre su hombro sólo para darse cuenta que Tatiana ya llevaba más de medio cuerpo afuera de la cama. Lo miraba por su único ojo, con un brillo espantoso y ávido recubriéndoselo. A la luz tenue que entraba por la ventana, la mujer se veía mucho más real de lo que Alberto hubiera querido.
¿Y si ella de verdad estaba ahí, arrastrándose por el suelo como un alma en pena? Quizá fuera su rabia por haber muerto de aquella manera tan horrible la que le trajera otra vez al mundo de los vivos; tal vez sus deseos de venganza y muerte fueran mucho más grandes que las leyes que manejaban los aspectos acostumbrados de la vida. Quién podía saberlo, en realidad. Alberto sólo tenía plena conciencia de que si todo seguía así, acabaría por volverse completamente loco mucho más temprano que tarde.
El joven dio un paso atrás; luego otro, más decidido; para cuando fue a dar el tercero, giró sobre sus talones y avanzó por las sombras tanteando la estantería llena de libros a su izquierda, hasta que dio con el pasillo que llevaba a la misma puerta por la que había entrado esa mañana. Por un momento temió que ésta se hallara cerrada con llave, imposibilitándole de su primera chance de escape; no obstante –sin saber si por descuido o debido a una nueva jugada de su buena suerte– ésta se abrió sin ninguna clase de problema.
Así, Alberto salió a la fría noche que le esperaba afuera, sintiendo cómo sus músculos volvían a contraerse por el fuerte cambio de temperatura. Por lo mismo, sin poder reprimir que sus dientes terminaran castañeando horriblemente, Alberto sacudió su camisa para que se alisara con el viento y se la puso encima, maldiciendo la estupidez que esa misma mañana le hizo olvidar su preciada chaqueta en el taxi que le trajo hasta ahí. El joven debía aceptar que su temperatura corporal subió al menos en cierto grado gracias a la ayuda de su camisa –porque de todas maneras peor era no tener nada encima–, sin embargo no podía decir lo mismo de sus pantalones y zapatillas meadas y húmedas, concentrando un frío de mierda en sus piernas y pies. Alberto consideró la idea de quitárselos y andar el camino de vuelta a casa sin ellos, o al menos hasta que se secaran un poco. Pero en realidad no sabía qué era peor: si caminar desnudo de la cintura para abajo, o mojado tal y como se hallaba en ese momento.
Bueno, se dijo, ya vería cómo solucionaba ese asunto. Ahora tenía cosas más importantes e inmediatas en mente que solucionar.
El joven observó que la muralla que separaba la casa del camino de tierra del otro lado medía eso de un metro de altura, con una reja cubriendo otro metro y tanto más. Debido a la escases de luz, Alberto no podía distinguir si ésta contaba o no con picos en su extremo superior capaces de atravesar sus bolas y dejarlo ahí, totalmente ensangrentado y atrapado.
Pero qué mierda, le dijo una voz llena de valor y disposición, ya estaba afuera de la casa, estaba vivo y no tenía otra escapatoria. Era eso, o quedarse ahí, agazapado esperando hasta el día siguiente.
Hasta que llegara Hernán.
O hasta que lo tomara Tatiana.
Por lo mismo, Alberto se acercó al sector de la muralla colindante a la reja electrónica y se encaramó en ella, volviendo a sentir un dolor sordo en sus piernas. Por unos breves segundos, mientras sus manos se cerraban en los fríos y oxidados fierros de la reja para darse impulso, Alberto pensó en la posibilidad de entrar en la casa y pulsar el interruptor electrónico que había en la cocina para hacer las cosas mucho más fáciles. Mas la sola idea de sentir la presencia de Tatiana arrastrándose por el piso
(tomándole del tobillo, gorjeando su nombre)
le hizo seguir con su objetivo adelante. Muerto de frío y con los músculos cada vez más agarrotados por su demoledor efecto, el joven ubicó su pie derecho entre dos barras de fierro de tal manera que se ejerciera una presión entre ambos, permitiendo así la posibilidad de impulsarse y poder hacer lo mismo con la izquierda.
En un principio Alberto creyó que terminaría por torcerse uno de sus pies debido a una mala postura o fuerza mal ejecutada contra los fierros, pero una vez hubo ubicado su pie izquierdo donde deseaba, consiguiendo así un nuevo punto de apoyo para levantar la otra extremidad hasta el tope de la reja (coronada con picos filudos y ansiosos, por supuesto), pudo encontrar un espacio libre para poder sentarse y planificar cómo sería su descenso al otro lado.
Ya estaba en la cima: llevaba el cincuenta por ciento de su trabajo finalizado; pero sabía que si caía mal o perdía el equilibrio mientras bajaba hacia el camino de tierra, podía resultar seriamente lesionado al estrellarse contra él. Romperse un brazo, una pierna, o dislocarse un hombro en la caída, podía significar un gran factor para arruinarle su vuelta a casa. Por lo mismo respiró hondo (sintiendo el aire helado dañarle su piel nimiamente protegida contra él) y se aferró al fierro de la reja en el que estaba sentado procurando no cortarse con sus picos. De esta forma concentró toda su fuerza en sus manos y alzó su pierna izquierda todo lo que pudo, trazando un arco sobre uno de los picos a su lado. Así, sin mayores problemas, y una vez estuvo seguro de que no se haría mierda contra el suelo por culpa de su torpeza, Alberto logró poner sus dos pies contra la muralla que sostenía los fierros en los que se apoyaba. La siguiente acción –dar un pequeño salto hacia atrás, seguro de que las distancias claramente no le provocarían daño alguno– se le antojó fácil y llena de buenos augurios.
Alberto, que por un instante se vio muerto por la misma arma que mató a Tatiana esa mañana, no pudo evitar sentir una oleada de regocijo al verse del lado opuesto de la reja que tenía ahora frente a sus ojos.
Simplemente no podía creerlo: ¡estaba afuera de la casa de Hernán, por fin!
            ¡Alberto lo había logrado!