Historia #251: La noche encima

Hay historias comunes, casi cotidianas, que pueden sucederle en realidad a cualquier persona, como que eran pasadas las dos de la madrugada y Carla sentía que sus ojos no daban más del cansancio. Por lo mismo fue al baño a cepillarse los dientes y peinarse un poco el pelo antes de ponerse el piyama y apagar la luz del velador, sumiendo su cuarto en la irrevocable oscuridad de la noche; al día siguiente tenía una de esas pruebas de final de semestre en la universidad, y ella ya no daba más de leer guías, textos, apuntes y las diapositivas de las clases a las que había asistido. Así fue que los músculos de su cuerpo comenzaron a distenderse, su respiración se tornó lentamente más acompasada, y su mente, como por ensalmo, empezó a silenciarse, desconectarse, hasta que sintió un mullido peso asentarse a la altura de sus pies. Fue entonces que Carla reparó en que no había visto a su gata desde hacía horas; de seguro anduvo por ahí, jugueteando por los techos de las casas vecinas como todas las noches. Pero al mirar por el rabillo del ojo hacia la ventana a su derecha, llamada su atención de una manera bastante instintiva, vio que su gata estaba del otro lado del cristal con el rostro crispado, mostrando sus dientes y los ojos brillantes, de un verde fosforescente, como si le gruñera a la cama en la que se encontraba ella. Carla, tragando saliva, sintiendo el peso en sus pies cambiar de forma, como si se removiera en su puesto, pensó que si su gata estaba del otro lado de la ventana, afuera de su casa, aquello no tenía explicación, no tenía ningún sentido. Carla pensó “me está ocurriendo”, muerta de miedo, antes de sentir cómo la noche misma le caía encima. 

Largo camino a la ruina #43: A tu lado

Me desperté más temprano que ella, como de costumbre, pero como no quise molestarla con mis movimientos como otras veces, decidí quedarme quieto y mirar su espalda por un rato, contemplando los lunares repartidos por su escápula derecha y la cicatriz que tenía a la altura de la cintura. Pensé –una vez más– en lo exquisita que era su piel bien cuidada y tonificada, en sus músculos preparados y ejercitados para la vida y en lo atractivas que eran sus venas marcadas en todos sus ámbitos ocultos por la ropa. Entonces reflexioné en lo genial que era conocer a otra persona de la misma manera en que lo hacía con ella, tener esa confidencialidad para enseñarnos nuestros cuerpos sin sentir ni una pizca de vergüenza. Recordé a mi primera polola que tuve en el colegio y lo mucho que evitábamos quedar desnudos el uno frente al otro por mucho rato…, al menos en un principio: y es que la falta de seguridad y cariño propio también dejan mella en como uno se expresa y se muestra para con los demás y el mundo. Naturalmente en aquellos momentos era casi un niño y sabía muy poco al respecto de las relaciones humanas y cómo era tratar con mujeres en el área de la intimidad; no por nada fue mi primera polola. Pero a medida que fueron transcurriendo los años y fui interactuando con otras mujeres que iban apareciendo por el camino, me percaté que después de todo no es tan difícil mostrarse tal cual uno es con otras personas, siempre y cuando uno comience por aceptarse a sí mismo, claro está. Desde ese instante, desde ese punto en mi historia en que le perdí el miedo a mi propia apariencia, pude perder el miedo para con ellas y disfrutar de las instancias en que nos quitábamos la ropa y empezábamos a amarnos como la mayoría de los humanos deseamos en la soledad de nuestros cuartos; desde ese momento, entonces, que he podido ser más feliz que antes.
            Me dieron ganas de extender una mano hacia su cintura y tomarla, despertarla, y comenzar así un nuevo día al ritmo de la danza de la eternidad; pero preferí dejarla en paz y seguirla observando, pensando en el privilegio enorme que era estar desnudo frente a un cuerpo sin ropa como el de ella, sin miedos, sin tapujos, sin pudores. Esto era conocernos, ser parte del otro, demostrarnos que en realidad sin amor propio no puede haber cariño para con otra persona.
            Acerqué mi rostro a su pelo y, llenándome del dulce olor de sus poros, volví a quedarme dormido.

            Ese día no fuimos a clases.

Largo camino a la ruina #42: El concurso

Era una de esas agradables tardes en el patio de la casa del Miguel después de una sufrida prueba en la U, con un gran puñado de compañeros de carrera bebiendo cerveza y vino y devorando un suculento asado con la cabeza en las nubes gracias a toda la marihuana consumida. También estaba la Loreto, obviamente, y me pareció gracioso pensar en todas las oportunidades que habíamos vivido en ese mismo sitio sin conocernos un poco, sin saber que teníamos más cosas en común que con ningún otro de nuestros compañeros.
            De los parlantes del equipo de música salían unos acordes amenos para la reunión y todos parecían contentos, o al menos relajados después de la diabólica evaluación que habíamos tenido horas atrás, fueran cuales fueran los resultados. No recuerdo bien quién empezó con la competencia, pero fue un hombre, por supuesto, porque una mujer jamás hubiera ideado un concurso de peos. Nos separamos del grupo grande a un rincón apartado del patio y comenzamos. Primero fue el Iván, que se tiró uno que parecía un chillido agudo, como de ganso. Le siguió el Pato, que a pesar de su esfuerzo por dar lo mejor de sí, no le salió absolutamente nada. Luego fue el turno del Nico, que se tiró un peo de aquellos con olor a huevo con salmonela, y el siguiente fui yo. Apreté mis nalgas e hice fuerza, mucha fuerza; pero cuando pensé que iba a salir de mi culo un peo de esos que no se olvidan por un buen tiempo, sentí cómo en vez de expeler gas, eché afuera una sustancia pastosa, casi acuosa, que llenó el interior de mis calzoncillos.
            Mis compañeros se rieron al igual que se habían reído del peo del Iván y del Nico, mas ninguno de ellos se percató que en realidad lo que salió de mí no fue ningún gas, sino mierda tal y como se echa a la taza.
            −Cabros, parece que voy a tener que ir al baño.
            −¿Te dieron ganas de hacer caca? –preguntó uno de mis compañeros.
            −Sí, algo así.
            −Ya, pero no dejís la güeá hedionda –me dijo el Miguel, amenazándome con el dedo−. Después me da asco limpiar toda esa mierda…
            Asentí y empecé a caminar en dirección a la casa tratando de no juntar mucho mis piernas; sentía un peso horrible en los calzoncillos y ya me imaginaba lo que podía encontrar adentro. Sólo rezaba para que mis compañeros no se hubieran dado cuenta de lo raro que me veía caminando de esa forma, comenzando a hacer comentarios al respecto que pudieran llegar a los oídos de la Loreto.
            Por desgracia tuve que subir unos cuantos escalones al baño del segundo piso (el que no utilizaban los invitados) tratando de no moverme mucho: no quería que la mierda dentro rebalsara y saliera por las piernas de mi pantalón. Una vez arriba me sentí un poco más cómodo y pude dirigirme al baño sin muchos problemas.
            Debo admitir que me dio mucho asco bajarme los pantalones y ver, tal como temía, mis calzoncillos llenos de mierda pastosa cual caldero rebosante de líquido, ahí, entre mis propias manos. En primera instancia no supe qué hacer con lo que tenía al frente, dudando por unos cuantos segundos que me parecieron eternos; pero luego de calmarme un poco abrí al retrete, vacié todo el contenido asqueroso de mi ropa interior en él y me senté para sacarme las zapatillas y los pantalones. Una vez ahí pude dejar que mi intestino hiciera lo que se le diera la gana, mientras hacía una pelota con mis calzoncillos para arrojarlos luego dentro del basurero, al fondo de los demás papeles.
            −¿Felipe? –llamó alguien del otro lado de la puerta, haciendo que diera un fuerte respingo sobre el retrete. Era la voz de una mujer.
            −¿Quién es?
            −Soy yo, la Loreto.
            −Oh, mierda…
            −¿Estái’ mal del estómago?
            −Algo así.
            −Estás sentado… ¿no?
            −Sí –le respondí, sintiéndome cada vez más avergonzado−. Sabes, no puedo atenderte ahora…
            −¡No, no, no quiero que me atiendas ni nada! –La voz de la Loreto sonaba notoriamente achispada−. Sólo quería saber si necesitabai’ mi ayuda…
            −Bueno, en realidad sí necesito de tu ayuda –Se me había encendido la ampolleta en ese preciso instante−. Mira, tuve un problema con mi ropa interior; se rajó de la nada –le expliqué apresuradamente, para que no pensara tan mal de mí−. No sé cómo pasó.
            La Loreto se rió a carcajadas del otro lado de la puerta.
            −Entonces qué quieres de mí, Felipe.
            −Quiero que vayai’ a la pieza del Miguel, sin que se dé cuenta, y le robí’ uno de sus calzoncillos, cualquiera, ¡pero que esté limpio!
            −¡Te quedarán grandes!
            −Ya, pero es mejor que nada –Me imaginé conversando con los demás en el patio, con la fuerte estela del olor a mierda siguiéndome para todos lados como una maldición. Sabía que si eso llegaba a suceder, hablarían pestes de mí por más de un año−. Por favor, Lore, no te pido nada más.
            Ésta gruñó del otro lado como si sopesara enormemente la situación y terminó por decir:
            −Está bien. Vuelvo en seguida.
            Y tras esto, escuché sus pasos seguir por el pasillo en dirección al cuarto del Miguel. Ahí aproveché de descargar el resto de basura de mi interior y limpiarme antes que la Loreto llegara con lo que le había pedido. También aproveché de ocultar mejor el calzoncillo sucio dentro del basurero (que hedía) y lavarme las manos con mucho jabón líquido. Cuando pensé que la Loreto se iba a demorar más en su misión, ésta volvió a golpearme la puerta del baño para decirme que le abriera para pasármelo.
            −Lo siento, Lore –le dije poniendo mi pie para evitar que entrara de sopetón−, pero no estoy en condiciones de…
            −Ya, oh, está bien. Aquí tenís –Por el resquicio de la puerta apareció un bóxer que sin lugar a dudas me iba a quedar grande; pero a la mierda: como había dicho antes, peor era andar con el culo hediondo al aire.
            −Oh, muchas gracias, Loreto –le dije agradecido de corazón−. Eres un amor.
            −Me debes una chupada, ¿eh?
            Cerré la puerta con pestillo (no fuera que la Loreto quisiera entrar de todas maneras para verme con otra ropa interior) y volví a vestirme, tratando de quitar todas las manchas dudosas que habían dentro del pantalón. Tiré la cadena, me volví a lavar las manos con jabón y salí de ahí como si temiera que alguien llegara a darse cuenta de lo que acababa de hacer.
            −Gracias, Loreto –volví a agradecerle, dándole un largo beso en la boca−. Te debo una, en serio.
            −A que no adivinas lo que encontré en el mueble del Miguel –me dijo ella como por toda respuesta. Lucía una extraña mueca en la cara.
            −¿Una pistola? –dije lo primero que se me vino a la cabeza.
            −No, mucho mejor –La Loreto extendió una de sus manos para enseñarme un cinturón de pene como esos que se ven en los sex shops y en las películas porno.
            −Vaya, vaya.
            −Creo que a nuestro amiguito le gusta la diversión, ¿eh?
            −No quiero ni imaginarme dónde debe haber estado eso…
            −También encontré unas cosas parecidas a campanas unidas por una cuerda, un par de látigos, unos cuantos sostenes, un corsé, un montón de pelucas y zapatos con tacos muy altos.
            −Oh, Dios…
            −Si quieres podemos ir a verlos…
            −¡No, no, Lore, está bien!; yo creo que con esto es suficiente –Miré en dirección al descanso de la escalera, temiendo que el Miguel llegara de un momento a otro y nos pillara con su delicada pertenencia en nuestras manos−. Mejor ve a guardarlo antes que nos descubran.
            −Está bien –La Loreto agachó un poco la cabeza y enfiló hacia el cuarto del dueño de casa mientras yo vigilaba la escalera.
            −¿Nunca has pensado en utilizar uno de esos cinturones? –quiso saber la Loreto una vez vuelto a mi lado.
            −No necesito para qué; tengo uno de verdad…
−No me refiero a utilizarlo de esa forma –me explicó ella, con un extraño brillo en los ojos−. Me refería a ser utilizado por él, ya sabes…
Me detuve en medio de los escalones.
−¿Querís meterme un pico de plástico por el culo?
−Dicen que es ahí donde se encuentra el punto G de los hombres.
−Tendría que estar muy cura’o –dije como por decir algo.
−Algún día lo comprobaremos –La Loreto me sonrió de manera enigmática y yo lo dejé ir, para qué hacerme problemas por algo que ni siquiera se ha presentado.
−¿Dónde estabai’, güeón? –me preguntó el Miguel cuando hube regresado al grupo del concurso de los peos−. Te perdiste el peo del Javier. ¡Casi se caga!

Y al recordarlo todos volvieron a reírse, incluso él. Entonces me uní a sus carcajadas, como si hubiera entendido el chiste a la perfección.

Largo camino a la ruina #41: Por qué no tener familia

Era fin de semana largo y había que celebrarlo como correspondía; por lo mismo decidimos con el Mauro y el Juan hacer un asado en la casa. Juntamos la plata sobre la mesa después del desayuno, nos vestimos con rapidez y nos dirigimos al supermercado que quedaba cerca para comprar todas las cosas que necesitábamos para la tarde.
            Estábamos en eso, caminando hacia aquél templo del capitalismo, cuando escuchamos la sonora discusión de unos vecinos a unas cuantas cuadras de distancia de donde vivíamos; se insultaban a grito pelado, sacándose en cara cosas pasadas, como si se odiaran de toda la vida y ya no pudieran soportarlo más. Al pasar cerca de ellos, nos dimos cuenta que eran en realidad dos personas mayores y muy entrados en carne; tenían un aspecto miserable, arruinado, como si todo el tiempo, todos los años transcurridos, les hubieran arrollado sin piedad alguna.
            Siempre voy a recordar la última frase que le dedicó el hombre a su mujer antes de marcharse cerrando de un portazo la entrada del antejardín:
            −¡Esta familia fue y siempre será una mierda!
            La mujer del otro lado quedó deshecha y avergonzada; como justo pasábamos nosotros por ahí, ésta se tapó la cara sin dejar de sollozar y entró a su casa, muerta de vergüenza.
            El hombre, unos metros más allá, se detuvo por unos segundos, como si dudara entre devolverse y pedirle perdón a su señora, o continuar con su camino y nunca más volver atrás. Al fin, y justamente cuando pasamos por su lado, el hombre decidió chasquear la lengua y mandar todo a la mierda haciendo un ademán de indiferencia con el brazo.
            −¿Se dieron cuenta que el hombre estaba sobrio? –comentó el Juan una vez perdimos al tipo de vista.
            −¿Y eso qué? –quiso saber el Mauro.
            −Que el hombre de verdad estaba hasta la cabeza de mierda.
            El Mauro y yo asentimos como si aquello tuviera toda la lógica del mundo.
            −¿Se imaginan llegar así a viejos? –preguntó el Mauro−. La güeá penca.
            −Por eso nunca hay que casarse –dije yo−. Ni tener hijos.
            −¿Y si la Loreto queda embarazada? –me preguntó el Juan.
            −Eso no pasará –le repliqué con mucha seguridad.
            −¿Y si todo sigue saliendo bien entre ustedes y ella te pide matrimonio? –dijo el Mauro−. Tú cachai’ que las minas como ella se mueren por casarse con alguien.
            Aquello me produjo un breve temblor en el estómago.
            −Bah –les dije−, ya pensaré en eso cuando llegue el momento –Carraspeé la voz antes de continuar−. De todas maneras no somo’ ni una güeá todavía. Sólo dos compañeros de carrera que se besan, se culean y les gusta pasar el tiempo juntos.
            −Así empieza todo –declaró el Juan−. Primero son unos besos, después el culeo, luego la guagua, el matrimonio, y al final vai’ a estar dejando que el sistema te meta su gran e inevitable pico por el culo como se lo han propuesto los dominantes desde el principio de los putos días. Es un ciclo muy fantástico, ¿no creí’?
            Sentí un fuerte escalofrío recorrer por mi espinazo.
            −Suena muy tétrico –comenté.
            −Sí, suena muy, muy tétrico –dijo el Juan−. Pero así es como han caído montones de los nuestros: se creen libres hasta que les llega una guagua y tienen que empezar a trabajar pa’ los dominantes, arruinar su’ vida’ por la mejoría de la de otros, y toda esa bazofia.
            Me imaginé siendo padres con la Loreto, teniendo que estar todo el día pendientes de un hijo que no paraba de reclamar por más comida y atención, viéndonos en la obligación de reducir nuestro cariño propio y mutuo por el bien de alguien indeseado. ¿Y si ya no pudiera carretiar más con mis amigos, o gastarme la plata en pitos, o decidir si salir o no cuando se me diera la puta gana?; no, no quería ni pensar en eso.
            −Dios se apiade de mí y me haya hecho estéril –dije, mirando al cielo.
            −¡Sí, Dios se apiade de la raza humana y te haya hecho estéril, por favor! –bromeó el Mauro antes de entrar al supermercado.

            Además de toda la carne y cerveza que compramos ese día, aproveché de llevar tres cajas de condones extra fuertes que estaban en oferta. Seguía pensando que la solución para todos mis problemas era que Dios me hubiera hecho incapaz de seguir con el linaje de mi familia. Por el bien mío y por el bien de la humanidad, claro.