Hay
historias comunes, casi cotidianas, que pueden sucederle en realidad a
cualquier persona, como que eran pasadas las dos de la madrugada y Carla sentía
que sus ojos no daban más del cansancio. Por lo mismo fue al baño a cepillarse
los dientes y peinarse un poco el pelo antes de ponerse el piyama y apagar la
luz del velador, sumiendo su cuarto en la irrevocable oscuridad de la noche; al
día siguiente tenía una de esas pruebas de final de semestre en la universidad,
y ella ya no daba más de leer guías, textos, apuntes y las diapositivas de las
clases a las que había asistido. Así fue que los músculos de su cuerpo
comenzaron a distenderse, su respiración se tornó lentamente más acompasada, y
su mente, como por ensalmo, empezó a silenciarse, desconectarse, hasta que
sintió un mullido peso asentarse a la altura de sus pies. Fue entonces que
Carla reparó en que no había visto a su gata desde hacía horas; de seguro
anduvo por ahí, jugueteando por los techos de las casas vecinas como todas las
noches. Pero al mirar por el rabillo del ojo hacia la ventana a su derecha,
llamada su atención de una manera bastante instintiva, vio que su gata estaba
del otro lado del cristal con el rostro crispado, mostrando sus dientes y los
ojos brillantes, de un verde fosforescente, como si le gruñera a la cama en la
que se encontraba ella. Carla, tragando saliva, sintiendo el peso en sus pies
cambiar de forma, como si se removiera en su puesto, pensó que si su gata
estaba del otro lado de la ventana, afuera de su casa, aquello no tenía
explicación, no tenía ningún sentido. Carla pensó “me está ocurriendo”, muerta
de miedo, antes de sentir cómo la noche misma le caía encima.