Era fin de semana largo y
había que celebrarlo como correspondía; por lo mismo decidimos con el Mauro y
el Juan hacer un asado en la casa. Juntamos la plata sobre la mesa después del
desayuno, nos vestimos con rapidez y nos dirigimos al supermercado que quedaba
cerca para comprar todas las cosas que necesitábamos para la tarde.
Estábamos en eso, caminando hacia aquél templo del
capitalismo, cuando escuchamos la sonora discusión de unos vecinos a unas
cuantas cuadras de distancia de donde vivíamos; se insultaban a grito pelado,
sacándose en cara cosas pasadas, como si se odiaran de toda la vida y ya no
pudieran soportarlo más. Al pasar cerca de ellos, nos dimos cuenta que eran en
realidad dos personas mayores y muy entrados en carne; tenían un aspecto
miserable, arruinado, como si todo el tiempo, todos los años transcurridos, les
hubieran arrollado sin piedad alguna.
Siempre voy a recordar la última frase que le dedicó el
hombre a su mujer antes de marcharse cerrando de un portazo la entrada del
antejardín:
−¡Esta familia fue y siempre será una mierda!
La mujer del otro lado quedó deshecha y avergonzada; como
justo pasábamos nosotros por ahí, ésta se tapó la cara sin dejar de sollozar y
entró a su casa, muerta de vergüenza.
El hombre, unos metros más allá, se detuvo por unos
segundos, como si dudara entre devolverse y pedirle perdón a su señora, o
continuar con su camino y nunca más volver atrás. Al fin, y justamente cuando
pasamos por su lado, el hombre decidió chasquear la lengua y mandar todo a la
mierda haciendo un ademán de indiferencia con el brazo.
−¿Se dieron cuenta que el hombre estaba sobrio? –comentó
el Juan una vez perdimos al tipo de vista.
−¿Y eso qué? –quiso saber el Mauro.
−Que el hombre de verdad estaba hasta la cabeza de mierda.
El Mauro y yo asentimos como si aquello tuviera toda la
lógica del mundo.
−¿Se imaginan llegar así a viejos? –preguntó el Mauro−.
La güeá penca.
−Por eso nunca hay que casarse –dije yo−. Ni tener hijos.
−¿Y si la Loreto queda embarazada? –me preguntó el Juan.
−Eso no pasará –le repliqué con mucha seguridad.
−¿Y si todo sigue saliendo bien entre ustedes y ella te
pide matrimonio? –dijo el Mauro−. Tú cachai’ que las minas como ella se mueren
por casarse con alguien.
Aquello me produjo un breve temblor en el estómago.
−Bah –les dije−, ya pensaré en eso cuando llegue el
momento –Carraspeé la voz antes de continuar−. De todas maneras no somo’ ni una
güeá todavía. Sólo dos compañeros de carrera que se besan, se culean y les
gusta pasar el tiempo juntos.
−Así empieza todo –declaró el Juan−. Primero son unos
besos, después el culeo, luego la guagua, el matrimonio, y al final vai’ a
estar dejando que el sistema te meta su gran e inevitable pico por el culo como
se lo han propuesto los dominantes desde el principio de los putos días. Es un
ciclo muy fantástico, ¿no creí’?
Sentí un fuerte escalofrío recorrer por mi espinazo.
−Suena muy tétrico –comenté.
−Sí, suena muy, muy tétrico –dijo el Juan−. Pero así es
como han caído montones de los nuestros: se creen libres hasta que les llega
una guagua y tienen que empezar a trabajar pa’ los dominantes, arruinar su’
vida’ por la mejoría de la de otros, y toda esa bazofia.
Me imaginé siendo padres con la Loreto, teniendo que
estar todo el día pendientes de un hijo que no paraba de reclamar por más
comida y atención, viéndonos en la obligación de reducir nuestro cariño propio
y mutuo por el bien de alguien indeseado. ¿Y si ya no pudiera carretiar más con
mis amigos, o gastarme la plata en pitos, o decidir si salir o no cuando se me
diera la puta gana?; no, no quería ni pensar en eso.
−Dios se apiade de mí y me haya hecho estéril –dije,
mirando al cielo.
−¡Sí, Dios se apiade de la raza humana y te haya hecho
estéril, por favor! –bromeó el Mauro antes de entrar al supermercado.
Además de toda la carne y cerveza que compramos ese día,
aproveché de llevar tres cajas de condones extra fuertes que estaban en oferta.
Seguía pensando que la solución para todos mis problemas era que Dios me
hubiera hecho incapaz de seguir con el linaje de mi familia. Por el bien mío y
por el bien de la humanidad, claro.