Era una de esas agradables tardes
en el patio de la casa del Miguel después de una sufrida prueba en la U, con un
gran puñado de compañeros de carrera bebiendo cerveza y vino y devorando un
suculento asado con la cabeza en las nubes gracias a toda la marihuana consumida.
También estaba la Loreto, obviamente, y me pareció gracioso pensar en todas las
oportunidades que habíamos vivido en ese mismo sitio sin conocernos un poco,
sin saber que teníamos más cosas en común que con ningún otro de nuestros
compañeros.
De los parlantes del equipo de música salían unos acordes
amenos para la reunión y todos parecían contentos, o al menos relajados después
de la diabólica evaluación que habíamos tenido horas atrás, fueran cuales
fueran los resultados. No recuerdo bien quién empezó con la competencia, pero
fue un hombre, por supuesto, porque una mujer jamás hubiera ideado un concurso
de peos. Nos separamos del grupo grande a un rincón apartado del patio y
comenzamos. Primero fue el Iván, que se tiró uno que parecía un chillido agudo,
como de ganso. Le siguió el Pato, que a pesar de su esfuerzo por dar lo mejor
de sí, no le salió absolutamente nada. Luego fue el turno del Nico, que se tiró
un peo de aquellos con olor a huevo con salmonela, y el siguiente fui yo.
Apreté mis nalgas e hice fuerza, mucha fuerza; pero cuando pensé que iba a
salir de mi culo un peo de esos que no se olvidan por un buen tiempo, sentí
cómo en vez de expeler gas, eché afuera una sustancia pastosa, casi acuosa, que
llenó el interior de mis calzoncillos.
Mis compañeros se rieron al igual que se habían reído del
peo del Iván y del Nico, mas ninguno de ellos se percató que en realidad lo que
salió de mí no fue ningún gas, sino mierda tal y como se echa a la taza.
−Cabros, parece que voy a tener que ir al baño.
−¿Te dieron ganas de hacer caca? –preguntó uno de mis
compañeros.
−Sí, algo así.
−Ya, pero no dejís la güeá hedionda –me dijo el Miguel,
amenazándome con el dedo−. Después me da asco limpiar toda esa mierda…
Asentí y empecé a caminar en dirección a la casa tratando
de no juntar mucho mis piernas; sentía un peso horrible en los calzoncillos y
ya me imaginaba lo que podía encontrar adentro. Sólo rezaba para que mis
compañeros no se hubieran dado cuenta de lo raro que me veía caminando de esa
forma, comenzando a hacer comentarios al respecto que pudieran llegar a los
oídos de la Loreto.
Por desgracia tuve que subir unos cuantos escalones al
baño del segundo piso (el que no utilizaban los invitados) tratando de no
moverme mucho: no quería que la mierda dentro rebalsara y saliera por las
piernas de mi pantalón. Una vez arriba me sentí un poco más cómodo y pude
dirigirme al baño sin muchos problemas.
Debo admitir que me dio mucho asco bajarme los pantalones
y ver, tal como temía, mis calzoncillos llenos de mierda pastosa cual caldero
rebosante de líquido, ahí, entre mis propias manos. En primera instancia no
supe qué hacer con lo que tenía al frente, dudando por unos cuantos segundos
que me parecieron eternos; pero luego de calmarme un poco abrí al retrete, vacié
todo el contenido asqueroso de mi ropa interior en él y me senté para sacarme
las zapatillas y los pantalones. Una vez ahí pude dejar que mi intestino
hiciera lo que se le diera la gana, mientras hacía una pelota con mis
calzoncillos para arrojarlos luego dentro del basurero, al fondo de los demás
papeles.
−¿Felipe? –llamó alguien del otro lado de la puerta,
haciendo que diera un fuerte respingo sobre el retrete. Era la voz de una
mujer.
−¿Quién es?
−Soy yo, la Loreto.
−Oh, mierda…
−¿Estái’ mal del estómago?
−Algo así.
−Estás sentado… ¿no?
−Sí –le respondí, sintiéndome cada vez más avergonzado−.
Sabes, no puedo atenderte ahora…
−¡No, no, no quiero que me atiendas ni nada! –La voz de
la Loreto sonaba notoriamente achispada−. Sólo quería saber si necesitabai’ mi
ayuda…
−Bueno, en realidad sí necesito de tu ayuda –Se me había
encendido la ampolleta en ese preciso instante−. Mira, tuve un problema con mi
ropa interior; se rajó de la nada –le expliqué apresuradamente, para que no
pensara tan mal de mí−. No sé cómo pasó.
La Loreto se rió a carcajadas del otro lado de la puerta.
−Entonces qué quieres de mí, Felipe.
−Quiero que vayai’ a la pieza del Miguel, sin que se dé
cuenta, y le robí’ uno de sus calzoncillos, cualquiera, ¡pero que esté limpio!
−¡Te quedarán grandes!
−Ya, pero es mejor que nada –Me imaginé conversando con
los demás en el patio, con la fuerte estela del olor a mierda siguiéndome para
todos lados como una maldición. Sabía que si eso llegaba a suceder, hablarían
pestes de mí por más de un año−. Por favor, Lore, no te pido nada más.
Ésta gruñó del otro lado como si sopesara enormemente la
situación y terminó por decir:
−Está bien. Vuelvo en seguida.
Y tras esto, escuché sus pasos seguir por el pasillo en
dirección al cuarto del Miguel. Ahí aproveché de descargar el resto de basura
de mi interior y limpiarme antes que la Loreto llegara con lo que le había
pedido. También aproveché de ocultar mejor el calzoncillo sucio dentro del
basurero (que hedía) y lavarme las manos con mucho jabón líquido. Cuando pensé
que la Loreto se iba a demorar más en su misión, ésta volvió a golpearme la
puerta del baño para decirme que le abriera para pasármelo.
−Lo siento, Lore –le dije poniendo mi pie para evitar que
entrara de sopetón−, pero no estoy en condiciones de…
−Ya, oh, está bien. Aquí tenís –Por el resquicio de la
puerta apareció un bóxer que sin lugar a dudas me iba a quedar grande; pero a
la mierda: como había dicho antes, peor era andar con el culo hediondo al aire.
−Oh, muchas gracias, Loreto –le dije agradecido de
corazón−. Eres un amor.
−Me debes una chupada, ¿eh?
Cerré la puerta con pestillo (no fuera que la Loreto
quisiera entrar de todas maneras para verme con otra ropa interior) y volví a
vestirme, tratando de quitar todas las manchas dudosas que habían dentro del
pantalón. Tiré la cadena, me volví a lavar las manos con jabón y salí de ahí
como si temiera que alguien llegara a darse cuenta de lo que acababa de hacer.
−Gracias, Loreto –volví a agradecerle, dándole un largo
beso en la boca−. Te debo una, en serio.
−A que no adivinas lo que encontré en el mueble del
Miguel –me dijo ella como por toda respuesta. Lucía una extraña mueca en la
cara.
−¿Una pistola? –dije lo primero que se me vino a la
cabeza.
−No, mucho mejor –La Loreto extendió una de sus manos
para enseñarme un cinturón de pene como esos que se ven en los sex shops y en
las películas porno.
−Vaya, vaya.
−Creo que a nuestro amiguito le gusta la diversión, ¿eh?
−No quiero ni imaginarme dónde debe haber estado eso…
−También encontré unas cosas parecidas a campanas unidas
por una cuerda, un par de látigos, unos cuantos sostenes, un corsé, un montón
de pelucas y zapatos con tacos muy altos.
−Oh, Dios…
−Si quieres podemos ir a verlos…
−¡No, no, Lore, está bien!; yo creo que con esto es
suficiente –Miré en dirección al descanso de la escalera, temiendo que el
Miguel llegara de un momento a otro y nos pillara con su delicada pertenencia
en nuestras manos−. Mejor ve a guardarlo antes que nos descubran.
−Está bien –La Loreto agachó un poco la cabeza y enfiló
hacia el cuarto del dueño de casa mientras yo vigilaba la escalera.
−¿Nunca has pensado en utilizar uno de esos cinturones?
–quiso saber la Loreto una vez vuelto a mi lado.
−No necesito para qué; tengo uno de verdad…
−No me refiero
a utilizarlo de esa forma –me explicó ella, con un extraño brillo en los ojos−.
Me refería a ser utilizado por él, ya
sabes…
Me detuve en
medio de los escalones.
−¿Querís
meterme un pico de plástico por el culo?
−Dicen que es
ahí donde se encuentra el punto G de los hombres.
−Tendría que
estar muy cura’o –dije como por decir algo.
−Algún día lo
comprobaremos –La Loreto me sonrió de manera enigmática y yo lo dejé ir, para
qué hacerme problemas por algo que ni siquiera se ha presentado.
−¿Dónde
estabai’, güeón? –me preguntó el Miguel cuando hube regresado al grupo del
concurso de los peos−. Te perdiste el peo del Javier. ¡Casi se caga!
Y al recordarlo
todos volvieron a reírse, incluso él. Entonces me uní a sus carcajadas, como si
hubiera entendido el chiste a la perfección.