Me desperté más temprano que
ella, como de costumbre, pero como no quise molestarla con mis movimientos como
otras veces, decidí quedarme quieto y mirar su espalda por un rato,
contemplando los lunares repartidos por su escápula derecha y la cicatriz que
tenía a la altura de la cintura. Pensé –una vez más– en lo exquisita que era su
piel bien cuidada y tonificada, en sus músculos preparados y ejercitados para
la vida y en lo atractivas que eran sus venas marcadas en todos sus ámbitos ocultos
por la ropa. Entonces reflexioné en lo genial que era conocer a otra persona de
la misma manera en que lo hacía con ella, tener esa confidencialidad para enseñarnos
nuestros cuerpos sin sentir ni una pizca de vergüenza. Recordé a mi primera
polola que tuve en el colegio y lo mucho que evitábamos quedar desnudos el uno
frente al otro por mucho rato…, al menos en un principio: y es que la falta de
seguridad y cariño propio también dejan mella en como uno se expresa y se
muestra para con los demás y el mundo. Naturalmente en aquellos momentos era
casi un niño y sabía muy poco al respecto de las relaciones humanas y cómo era
tratar con mujeres en el área de la intimidad; no por nada fue mi primera
polola. Pero a medida que fueron transcurriendo los años y fui interactuando
con otras mujeres que iban apareciendo por el camino, me percaté que después de
todo no es tan difícil mostrarse tal cual uno es con otras personas, siempre y
cuando uno comience por aceptarse a sí mismo, claro está. Desde ese instante,
desde ese punto en mi historia en que le perdí el miedo a mi propia apariencia,
pude perder el miedo para con ellas y disfrutar de las instancias en que nos
quitábamos la ropa y empezábamos a amarnos como la mayoría de los humanos
deseamos en la soledad de nuestros cuartos; desde ese momento, entonces, que he
podido ser más feliz que antes.
Me dieron ganas de extender una mano hacia su cintura y
tomarla, despertarla, y comenzar así un nuevo día al ritmo de la danza de la
eternidad; pero preferí dejarla en paz y seguirla observando, pensando en el
privilegio enorme que era estar desnudo frente a un cuerpo sin ropa como el de
ella, sin miedos, sin tapujos, sin pudores. Esto era conocernos, ser parte del
otro, demostrarnos que en realidad sin amor propio no puede haber cariño para
con otra persona.
Acerqué mi rostro a su pelo y, llenándome del dulce olor
de sus poros, volví a quedarme dormido.
Ese día no fuimos a clases.