Largo camino a la ruina #43: A tu lado

Me desperté más temprano que ella, como de costumbre, pero como no quise molestarla con mis movimientos como otras veces, decidí quedarme quieto y mirar su espalda por un rato, contemplando los lunares repartidos por su escápula derecha y la cicatriz que tenía a la altura de la cintura. Pensé –una vez más– en lo exquisita que era su piel bien cuidada y tonificada, en sus músculos preparados y ejercitados para la vida y en lo atractivas que eran sus venas marcadas en todos sus ámbitos ocultos por la ropa. Entonces reflexioné en lo genial que era conocer a otra persona de la misma manera en que lo hacía con ella, tener esa confidencialidad para enseñarnos nuestros cuerpos sin sentir ni una pizca de vergüenza. Recordé a mi primera polola que tuve en el colegio y lo mucho que evitábamos quedar desnudos el uno frente al otro por mucho rato…, al menos en un principio: y es que la falta de seguridad y cariño propio también dejan mella en como uno se expresa y se muestra para con los demás y el mundo. Naturalmente en aquellos momentos era casi un niño y sabía muy poco al respecto de las relaciones humanas y cómo era tratar con mujeres en el área de la intimidad; no por nada fue mi primera polola. Pero a medida que fueron transcurriendo los años y fui interactuando con otras mujeres que iban apareciendo por el camino, me percaté que después de todo no es tan difícil mostrarse tal cual uno es con otras personas, siempre y cuando uno comience por aceptarse a sí mismo, claro está. Desde ese instante, desde ese punto en mi historia en que le perdí el miedo a mi propia apariencia, pude perder el miedo para con ellas y disfrutar de las instancias en que nos quitábamos la ropa y empezábamos a amarnos como la mayoría de los humanos deseamos en la soledad de nuestros cuartos; desde ese momento, entonces, que he podido ser más feliz que antes.
            Me dieron ganas de extender una mano hacia su cintura y tomarla, despertarla, y comenzar así un nuevo día al ritmo de la danza de la eternidad; pero preferí dejarla en paz y seguirla observando, pensando en el privilegio enorme que era estar desnudo frente a un cuerpo sin ropa como el de ella, sin miedos, sin tapujos, sin pudores. Esto era conocernos, ser parte del otro, demostrarnos que en realidad sin amor propio no puede haber cariño para con otra persona.
            Acerqué mi rostro a su pelo y, llenándome del dulce olor de sus poros, volví a quedarme dormido.

            Ese día no fuimos a clases.