Historia #3: La chica de los desayunos



Me despierto y lo primero que veo es a mi chica trayéndome la bandeja con el desayuno, acompañado de un tibio té rojo endulzado con miel natural y un vaso de agua fría por si siento que está demasiado caliente para mi paladar. Mi chica me sonríe y puedo ver el sol reflejándose en la piel de sus muslos, en el verde de sus ojos y en sus pequeños y puntiagudos dientes. Le devuelvo la sonrisa y comemos al ritmo de las primeras canciones de la emisora alternativa que tanto nos gusta.
Para el martes me despierto un par de segundos antes que entre a mi habitación; tengo tiempo para hacerme el dormido y actuar como si me sorprendiera con su presencia, mirándola como si fuera la primera cosa maravillosa que ven mis ojos al abrirse este día. Entonces la veo caminar, con su gracia indiferente, tintineando sus pechos descuidadamente a cada paso que da. Esta vez me ofrece una ensalada de frutas, un bol lleno de verde, rosado y naranja. Lo saboreo antes de engullirlo. Luego, como rito para comenzar bien el día, dejo que me haga el amor: se pone encima mío y me aprieta con sus fuertes piernas. Lo disfruto al máximo. Pienso que las mañanas del martes podrían ser eternas.
El miércoles me sorprende con tostadas de pan hechas por sus propias manos, repletos de maicena y sésamo; intuyo que debe haber despertado, a lo menos, hace una hora atrás. Pero a ella parece no importarle. Veo sus enormes nalgas bambolearse cerca de mi cara antes de que se siente a presenciar cómo degusto su gran acierto culinario. 
Para el jueves me cuesta trabajo levantarme; ayer tuve un día duro y trabajé hasta las muchas horas de la noche. Mi chica tiene que hacer un esfuerzo decente para despertarme. Por eso recurre a la mejor de sus técnicas: me destapa, se quita el pijama y comienza a usar su lengua en las partes precisas. Para cuando llega a mi pene y comienza a succionar con sus inagotables fuerzas, estoy lo suficientemente lúcido como para disfrutarlo todo en un cien por ciento. Le digo que la amo repetidas veces antes de que termine todo en un espasmódico gruñido. Ella sabe que es verdad; por eso me sonríe cada vez que tiene la boca desocupada.
El viernes debería ser un día hermoso: los ánimos de todos están por los cielos, las nubes forman graciosas y traviesas figuras en el cénit y el tráfico parece haber menguado para darle por fin un descanso a la humanidad. Pero para mí no lo es: me han machacado hasta la última gota; se habla de una reducción de personal y nadie quiere perder lo que con tanto esfuerzo ha ganado. Para cuando entra mi chica, meneando sus caderas como siempre, me hago el dormido para que no me moleste y pueda seguir durmiendo; es por eso que cuando trata de despertarme, le digo que no tengo hambre y que voy atrasado al trabajo, que desayunaré en la cafetería del maldito recinto donde pierdo mis horas de vida como si nada. Se queja porque me ha preparado una paila de huevos revueltos aliñados con una pizca de salsa de soya y limón, además de tostadas tibias y un jugo de naranja recién exprimido por ella; le ha costado algo de esfuerzo y me dice que cree que no valoro todo lo que hace por mí. Le digo que está equivocada, que la amo más que cualquier cosa en el mundo, pero que el mundo lo echa a perder todo, que si fuera por mí, no trabajaría en lo absoluto y dedicaría toda mi existencia a hacerle el amor hasta desfallecer. Me mira como si no me creyera; no me queda otra que comer lo que me sirve sin sentirle gusto a nada.
Para el sábado todo es un caos: el sol atraviesa la ventana para destrozar mi cara y dañar mi cuerpo que no para de fermentar la juerga vivida ayer con mis amigos de la niñez. Es una cosa de todos los viernes, no lo puedo evitar. Mi chica me mira enojada desde el marco de la puerta, con los brazos en jarra y sin más prenda que sus calzones negros apretados contra sus enormes y duras piernas. Está enojada, lo sé: no hay desayuno; y bueno, en realidad no hay nada: ni esfuerzo, ni amor, ni jugo de naranja recién exprimido, ni pan recién horneado en casa. Estoy cansado y ella está cansada de mí. Así es siempre. No tolera mi olor a viejo borracho, me dice, y no hago otra cosa que removerme en la cama para intentar pasar por alto el dolor de cabeza que me revienta los sesos. Es el único escape, le digo, y no me cree porque no trabaja, porque no tiene jefes que la escupan, compañeros que luchen contra ella por su puesto, horas de trabajo que se hacen eternas y un cansancio mental que no hace más que crecer día a día. No es el desayuno, no es el sexo, no es su piel brillante, ni sus ojos verdes, ni su gran trasero. Es el mundo, le digo, y no me cree.
A lo lejos se escucha un sonoro accidente y la conmoción que como por arte de magia siempre le sigue. Me imagino gente posteándolo en las redes sociales, sacándole fotos a los cuerpos cercenados y al montón de chatarra que siempre fue chatarra y que vuelve a su estado natural, y me siento agobiado y cansado. Pobre chica. Espero a que sea lunes otra vez, para ver si en esta ocasión me alcanzan las energías para sonreírle todos los días sin fallar ninguno, cuando me traiga el desayuno que con tanto esfuerzo me prepara cuando nadie más lo hace.

Historia #2: Cárcel para el ladrón



En el colegio siempre hablábamos con un grupo de amigos sobre las cosas que haríamos si tuviéramos a un delincuente a nuestra merced, ahí, tirado en el suelo, o dándonos la espalda mientras asaltaba a alguien. Todos coincidimos en que golpearlo hasta dejarlo medio inconsciente era lo mejor, con el fin de darle una lección que lo llevaría a pensar que robar era malo, que había personas que se tomaban en serio eso de aplicar implacablemente la justicia por sus propias manos, entre otras conclusiones que nacían en nuestra mente por haber visto muchas películas sangrientas y que pensábamos hacer realidad más de alguna vez, apenas tuviéramos la oportunidad. Fue en eso que un día, luego de integrar a otro compañero más a nuestra conversación de recreo, éste nos relató algo que nos hizo deleitar… y dar un frágil escalofrío en el espinazo. Nos contó que su primo había sufrido un intento de robo en una de las calles de nuestra villa, durante la noche. Sin embargo, para alegría nuestra, su primo sabía cómo pelear y tenía cierta habilidad para darle duro a otras personas. “Está cagao’ de la cabeza”, dijo nuestro compañero, y al parecer así lo era. Apenas su interlocutor le solicitó (de manera no muy amable) que entregara todas sus pertenencias, si es que acaso no quería ser atravesado rápida y/o repetidas veces en su cuerpo por su afilada y mal cuidada navaja, su primo había reaccionado de manera violenta, realizando una fenomenal patada a lo Chuck Norris; claro, era uno de esos típicos hombres que vivían dentro de una mala película de acción, y estaba preparado para lo que estaba viviendo en ese momento; toda su vida lo había estado. La navaja de su contrincante había saltado lejos y bastaron sólo segundos para que el delincuente se viera desarmado, arrojado al suelo, llorando como una nena; era cosa de haber esperado su rendición o una de las clásicas mariconadas que hacían los delincuentes para huir cuando las cosas no iban como querían. Pero el primo de nuestro compañero había sido más rápido que las empresas telefónicas en tiempo de cobranzas: no demoró en tomar una piedra (una piedra grande y pesada) para arrojársela repetidas veces en las rodillas hasta quebrarle ambas. “¿Sintió algo?”, le habíamos preguntado, refiriéndonos al crujir de los huesos del malhechor. “Sí: felicidad”. Vaya, teníamos frente nuestro al primo de un verdadero héroe chileno. ¡Qué Carabineros de Chile, qué Policía de Investigaciones, qué Guardia Costera! Todo lo visto era nada comparado con esto. Una persona común y corriente destrozándole las piernas a un delincuente. Por poco y nos orinamos de la emoción.
Desde ese día en adelante, no he dejado de caminar solo por la villa, esperando cualquier atracón inesperado de un delincuente para probar la sensación que dejará en mí el romperle las piernas a alguien que se lo merezca. A veces espero en una esquina, a veces saco mi celular nuevo y hago como si no lo supiera manipular, haciéndolo girar frente a mi rostro; a veces cuento billetes de diez mil pesos bajo los faroles, como si no entendiera su verdadero valor; a veces saco a relucir el reloj de mi padre colgando de mi muñeca derecha; a veces sólo espero, sabiendo que mi oportunidad llegará tarde o temprano.