Una vez, un amigo llegó a clases
(atrasado, como siempre) y me preguntó si me acordaba del tipo de los manís;
estábamos en pleno Cuarto Medio y ya teníamos acceso a ciertos pubs de manera
ilegal, por eso conocíamos al tipo de los manís: siempre pasaba por tu lado y
te ofrecía de su producto sin que pagaras nada, no importaba en qué lugar te
encontrara. Borrachos y todo, siempre aceptábamos sus manís y los encontrábamos
deliciosos.
“Los sala con su meado”, dijo mi
amigo, como por todo saludo. Su cara estaba algo desfigurada por el asco y el
cansancio. “Los manís…, los sala con su meado”.
No pude entenderle muy bien al
principio, pero entonces me contó su historia mientras nos hacían rezar el
Padrenuestro correspondiente al comienzo de la jornada: resulta que por azares
del destino, lo había visto cerca del río, todo colocado y risueño, orinando el
cesto en el que reposaban sus manís, para luego tomar una rama de un arbusto
cualquiera y revolverlos sin dejar de reír en ningún momento.
“Los sala con su meado −volvió a
decirme−. Hemos estado comiendo manís con meado”.
En
toda la sala se escuchó un sonoro Amén, indicando
que las clases estaban a punto de empezar después de todo. Fue ahí que pensé en
lo innecesario que era contarles todo eso a los demás; porque los manís sabían
exquisitos, de eso no cabía duda, por lo que no teníamos ninguna razón para
matarles la magia al montón de borrachos hambrientos que teníamos por amigos y
compañeros. De hecho, incluso ahora, cuando tengo hambre y pasa el tipo al lado
mío vendiendo sus manís, extiendo mi mano hacia él y, sin mirarlo a los ojos,
los engullo, pensando que las cosas gratis siempre son gratis por alguna razón
que a nadie le gusta saber.