Historia #2: Cárcel para el ladrón



En el colegio siempre hablábamos con un grupo de amigos sobre las cosas que haríamos si tuviéramos a un delincuente a nuestra merced, ahí, tirado en el suelo, o dándonos la espalda mientras asaltaba a alguien. Todos coincidimos en que golpearlo hasta dejarlo medio inconsciente era lo mejor, con el fin de darle una lección que lo llevaría a pensar que robar era malo, que había personas que se tomaban en serio eso de aplicar implacablemente la justicia por sus propias manos, entre otras conclusiones que nacían en nuestra mente por haber visto muchas películas sangrientas y que pensábamos hacer realidad más de alguna vez, apenas tuviéramos la oportunidad. Fue en eso que un día, luego de integrar a otro compañero más a nuestra conversación de recreo, éste nos relató algo que nos hizo deleitar… y dar un frágil escalofrío en el espinazo. Nos contó que su primo había sufrido un intento de robo en una de las calles de nuestra villa, durante la noche. Sin embargo, para alegría nuestra, su primo sabía cómo pelear y tenía cierta habilidad para darle duro a otras personas. “Está cagao’ de la cabeza”, dijo nuestro compañero, y al parecer así lo era. Apenas su interlocutor le solicitó (de manera no muy amable) que entregara todas sus pertenencias, si es que acaso no quería ser atravesado rápida y/o repetidas veces en su cuerpo por su afilada y mal cuidada navaja, su primo había reaccionado de manera violenta, realizando una fenomenal patada a lo Chuck Norris; claro, era uno de esos típicos hombres que vivían dentro de una mala película de acción, y estaba preparado para lo que estaba viviendo en ese momento; toda su vida lo había estado. La navaja de su contrincante había saltado lejos y bastaron sólo segundos para que el delincuente se viera desarmado, arrojado al suelo, llorando como una nena; era cosa de haber esperado su rendición o una de las clásicas mariconadas que hacían los delincuentes para huir cuando las cosas no iban como querían. Pero el primo de nuestro compañero había sido más rápido que las empresas telefónicas en tiempo de cobranzas: no demoró en tomar una piedra (una piedra grande y pesada) para arrojársela repetidas veces en las rodillas hasta quebrarle ambas. “¿Sintió algo?”, le habíamos preguntado, refiriéndonos al crujir de los huesos del malhechor. “Sí: felicidad”. Vaya, teníamos frente nuestro al primo de un verdadero héroe chileno. ¡Qué Carabineros de Chile, qué Policía de Investigaciones, qué Guardia Costera! Todo lo visto era nada comparado con esto. Una persona común y corriente destrozándole las piernas a un delincuente. Por poco y nos orinamos de la emoción.
Desde ese día en adelante, no he dejado de caminar solo por la villa, esperando cualquier atracón inesperado de un delincuente para probar la sensación que dejará en mí el romperle las piernas a alguien que se lo merezca. A veces espero en una esquina, a veces saco mi celular nuevo y hago como si no lo supiera manipular, haciéndolo girar frente a mi rostro; a veces cuento billetes de diez mil pesos bajo los faroles, como si no entendiera su verdadero valor; a veces saco a relucir el reloj de mi padre colgando de mi muñeca derecha; a veces sólo espero, sabiendo que mi oportunidad llegará tarde o temprano.