En el colegio siempre hablábamos
con un grupo de amigos sobre las cosas que haríamos si tuviéramos a un
delincuente a nuestra merced, ahí, tirado en el suelo, o dándonos la espalda
mientras asaltaba a alguien. Todos coincidimos en que golpearlo hasta dejarlo
medio inconsciente era lo mejor, con el fin de darle una lección que lo
llevaría a pensar que robar era malo, que había personas que se tomaban en
serio eso de aplicar implacablemente la justicia por sus propias manos, entre
otras conclusiones que nacían en nuestra mente por haber visto muchas películas
sangrientas y que pensábamos hacer realidad más de alguna vez, apenas
tuviéramos la oportunidad. Fue en eso que un día, luego de integrar a otro
compañero más a nuestra conversación de recreo, éste nos relató algo que nos
hizo deleitar… y dar un frágil escalofrío en el espinazo. Nos contó que su
primo había sufrido un intento de robo en una de las calles de nuestra villa,
durante la noche. Sin embargo, para alegría nuestra, su primo sabía cómo pelear
y tenía cierta habilidad para darle duro a otras personas. “Está cagao’ de la
cabeza”, dijo nuestro compañero, y al parecer así lo era. Apenas su
interlocutor le solicitó (de manera no muy amable) que entregara todas sus
pertenencias, si es que acaso no quería ser atravesado rápida y/o repetidas
veces en su cuerpo por su afilada y mal cuidada navaja, su primo había
reaccionado de manera violenta, realizando una fenomenal patada a lo Chuck
Norris; claro, era uno de esos típicos hombres que vivían dentro de una mala
película de acción, y estaba preparado para lo que estaba viviendo en ese
momento; toda su vida lo había estado. La navaja de su contrincante había
saltado lejos y bastaron sólo segundos para que el delincuente se viera
desarmado, arrojado al suelo, llorando como una nena; era cosa de haber
esperado su rendición o una de las clásicas mariconadas que hacían los
delincuentes para huir cuando las cosas no iban como querían. Pero el primo de
nuestro compañero había sido más rápido que las empresas telefónicas en tiempo
de cobranzas: no demoró en tomar una piedra (una piedra grande y pesada) para
arrojársela repetidas veces en las rodillas hasta quebrarle ambas. “¿Sintió
algo?”, le habíamos preguntado, refiriéndonos al crujir de los huesos del
malhechor. “Sí: felicidad”. Vaya, teníamos frente nuestro al primo de un
verdadero héroe chileno. ¡Qué Carabineros de Chile, qué Policía de
Investigaciones, qué Guardia Costera! Todo lo visto era nada comparado con
esto. Una persona común y corriente destrozándole las piernas a un delincuente.
Por poco y nos orinamos de la emoción.
Desde ese día en adelante, no he
dejado de caminar solo por la villa, esperando cualquier atracón inesperado de
un delincuente para probar la sensación que dejará en mí el romperle las
piernas a alguien que se lo merezca. A veces espero en una esquina, a veces
saco mi celular nuevo y hago como si no lo supiera manipular, haciéndolo girar
frente a mi rostro; a veces cuento billetes de diez mil pesos bajo los faroles,
como si no entendiera su verdadero valor; a veces saco a relucir el reloj de mi
padre colgando de mi muñeca derecha; a veces sólo espero, sabiendo que mi
oportunidad llegará tarde o temprano.