Jupiter Crash #2: Una fiesta de cumpleaños

Se suponía que mis amigas me pasarían a buscar a las once en punto, pero como es rigor en el –abro comillas– buen hábito chileno –cierro comillas–, éstas demoraron más de una hora en llegar y avisarme por teléfono que me esperaban afuera del edificio con el auto encendido.
            –Güeona, estamos afuera. ¡Apúrate!
            Pensé en responderles alguna pesadez, pero bueno, eran ellas las que me estaban invitando a carretear con transporte incluido. Le rasqué la barbilla a Galán de porno felino, (mi gato ruso) a modo de despedida, tomé el regalo que descansaba en la mesilla y apagué todas las luces del departamento antes de salir y dejar la puerta cerrada con llave.
            –Puta que te demoraste –me dijo la Camila al verme desde el asiento del copiloto.
            –Eso porque aprendí de puntualidad con ustedes.
            –Es que no sabí’ na’ –dijo la Araceli, girando su cabeza para verme desde el puesto del conductor–. El Feño terminó con la Sandra.
            –¿Otra vez?
            –Sí: otra vez –afirmó ella–. Así que estaba hecha bolsa, con cara de culo y ganas de morirse. Nos demoramos un montón en convencerla que fuera a carretiar con nosotras.
            La Sandra era de esas personas que terminaban con su pareja unas dos veces por mes para luego volver y hacer como si nunca nada hubiera pasado, jurando amor eterno y olvidando todas las triquiñuelas que le habían jugado durante el último tiempo. Siempre pensaba que era mejor estar soltera y vivir con tu gato, leyendo y escribiendo la mayor parte del día, que vivir preocupada y llena de culpa por alguien que merecía menos que un torturador político.
            –Pobre –le dije a las demás, acomodando las botellas de vodka y tequila que habían en el asiento trasero–. No sé qué le ve al güeón ese con el que pololea.
            –Lo mismo nos preguntamos nosotras –me aseguró la Camila, mientras la Araceli hacía avanzar su auto calle arriba–.  A todo esto, ¿trajiste uno poco de hierba mágica?
            –Pues qué crees tú.
            Mis dos amigas se miraron y sonrieron.
            La razón de la fiesta era el cumpleaños de la Rosi, nuestra amiga en común desde el colegio. La Rosi nunca había sido muy sociable con las demás personas, pero con nosotras era todo un encanto. Era sabido que íbamos a ser unas diez personas como mucho las que celebraríamos con ella, un reducido círculo de amistad a todas luces. Sin embargo, últimamente era eso lo que más me gustaba de sus cumpleaños y las juntas en su departamento; no sabía por qué, pero venía sintiendo una seria aversión hacia las aglomeraciones y las conversaciones con desconocidos durante el último tiempo, señal clara de que me estaba convirtiendo lentamente en una clásica vieja culiá’.
            –¿A quién buscan? –nos preguntó el guardia del condominio de la Rosi cuando llegamos.
            –A Rocío Albornoz –le respondió la Araceli, dándole la información del departamento donde vivía. El guardia anotó nuestros nombres y datos después de haber confirmado la visita con nuestra amiga por el intercomunicador. Nos dejó entrar al estacionamiento del edificio con el gesto cansino típico de quien sabe habrá mucho trabajo durante la jornada que se le venía encima.
            –¡Feliz cumpleaños! –le dijimos a la Rosi cuando nos abrió la puerta. Le saltamos encima (haciendo que derramara un poco de cerveza de su botellín) y la llenamos de besos y abrazos. Una a una le dimos nuestros regalos.
            –Para que te entretengas –le dije, riendo entre dientes.
            Ella pareció no darse cuenta y nos llevó hasta el living donde estaban los demás invitados. Como sabía, ahí no habían muchas personas: estaba el Rodrigo, el hermano menor de la Rosi; el Carlos y el Aníbal, nuestros amigos del colegio, cada uno con sus pololas; y como no su inseparable novia desde hacía tres años, la amorosa y encantadora Estefi. Los saludé a todos con un beso en la mejilla y tomé una de las cervezas que reposaban sobre la mesa para los invitados. Me paré al lado de la Estefi y me puse a preguntarle sobre las cosas que había hecho últimamente. Como era la fotógrafa de una revista de espectáculos, siempre estaba haciendo cosas que me llamaban la atención.  Y siempre se enteraba de cosas que también me llamaban mucho la atención. Me estaba contando sobre el affair entre uno de los candidatos presidenciales con una conocida conductora de matinal cuando sonó la cisterna del baño de invitados y apareció por su puerta alguien a quien nunca había visto antes. Tenía el pelo oscuro, bien cortado, y una marcada mandíbula cubierta de barba incipiente. Medía unos cuantos centímetros más que yo y parecía estar en forma; en forma para mí, claro.
            Nos saludó a las recién llegadas con una tímida sacudida de mano.
            –Él es nuestro primo, Alberto –nos dijo el Rodrigo–. Alberto, ellas son la Andrea, la Araceli y la Camila.
            –Un gusto –nos dijo él.
            –Un gusto –le respondimos nosotras.
            Me senté junto al Carlos, el Aníbal y sus respectivas pololas para ponernos a hablar sobre música y lo cambiadas que estaban las cosas hoy en día con respecto a nuestra gloriosa época adolescente. Cada vez le encontrábamos más falencias a los críos que nos seguían generacionalmente.
            –No saben nada –sentenció el Aníbal–. Estos pendejos no saben nada.
            Fue inevitable que riéramos al respecto.
            A la media hora después sonó el timbre del departamento; o era algún invitado rezagado, o el conserje quería echarse a dormir en su puesto antes de tiempo. La Rosi no demoró en acudir a la entrada (tambaleándose un poco) para volver en el acto con la Sandra y su cara de culo clásica después de haber terminado con su eterna tortura, o sea su pololo.
            –¡Mejora esa cara, mujer! –le dijo la Camila al saludarla–. A menos que quieras ser la doble oficial de Paty Maldonado.
            –Ja ja já, qué graciosa, Camila –le dijo la Sandra, que era bonita como ella sola, pero con la carencia de estima suficiente para creer de verdad que era igual a Paty Maldonado.
            –Hola, Sandra –la saludé mientras le extendía un botellín de cerveza–. Un brindis por el primer día de, ojalá, una eternidad sin ese infeliz de mierda que te pateó por agüeonao’. ¡Salud!
            Todos alzaron sus copetes y brindaron por ello.
            –¡Y por el cumpleaños de la Rosi! –dijo la Araceli–. No todos los días se cumplen veintisiempre.
            –¡Salud por la Rosi!
            Entonces nos pusimos a cantar un cumpleaños feliz desafinado pero lleno de cariño al tiempo que el Alberto, el primo de la Rosi, aparecía en escena sosteniendo una torta de lúcuma con una vela encendida encima; el diseño de ésta era un signo de interrogación de color azul y morado.
            La Rosi apagó la vela después de pedir sus tres deseos luciendo una sonrisa que me pareció bastante maliciosa. Estaba a punto de decir algo para agradecernos cuando la Araceli le empujó la cara contra la torta.
            –¡Maldita! –rezongó la Rosi, riéndose–. ¡Toma, por zorra! –le dijo antes de tomar un trozo de torta con la mano y refregárselo en el rostro a su amiga.
No pudimos parar de reírnos por al menos un minuto.
            Luego, cuando todo se hubo calmado y mis amigas se hubieron lavado la cara, abrí mi bolso para sacar de su interior una cigarrera que había comprado hacía tiempo en una feria de las pulgas allá en la villa donde vivía con mis papás.
            –¿Quién quiere un poco de magia? –les pregunté.
            Los únicos que no fumaban eran el Carlos (que de vez en cuando le pedían exámenes toxicológicos en su trabajo) y su polola, que se privaba de tal placer solo para demostrarle empatía a nuestro amigo. El amor y sus tontas maneras de expresarse.
            De todas maneras nos instalamos todos en el balcón del living formando una circunferencia bastante amorfa. Repartí los cuatro pitos que traía preparados desde mi casa en puntos estratégicos y los encendimos. Durante toda esa mezcla de humo y risas, no le quité la vista al primo de la Rosi, que sonreía cada vez que alguien decía algo gracioso o comentaba algo relacionado con el tema de conversación que se llevaba. Se veía liviano de sangre (como decía mi abuela): no parecía uno de esos tipos fanfarrones, estúpidos y primitivos que últimamente abundaban por todos lados, haciéndose los lindos con cualquier mujer que se les cruzara por el camino. Por lo mismo me acerqué a él después de haber consumido los cuatro cohetes lunares y el balcón se hubo desocupado un poco. Total, no tenía qué perder y mucho qué ganar.
            En ese momento se encontraba hablando con su primo, el hermano de la Rosi, sobre series que habían visto por Internet. Pude deducir que el Rodrigo era un amante del suspenso y las historias retorcidas, mientras que el Alberto era un fiel seguidor de los animés y las series animadas de humor negro, cosa que era un buen comienzo. Cuando me preguntaron sobre mis gustos, dije que mis favoritos eran Los Simpsons, Padre de familia y Twin Peaks.
            –¡Güena! –dijeron los dos, con sus ojos achinados y rojos.
            –El que no te gusten Los Simpsons debería ser penado con la guillotina –comentó el Alberto.
            –Y con castración previa –acoté–. Para que no se reproduzca gente así, digo yo.
            Los primos se desternillaron de la risa antes de continuar hablando de películas y documentales conmigo. Del otro lado del ventanal que nos separaba del living, estaban los demás instalando el computador de la Rosi en la tele para jugar al karaoke; la Camila y la Sandra se estaban sirviendo unos cuantos tequilazos que no tardaron en ponerlas algo loquitas.
            –¡Andrea, güeona, ven! –me gritó la Camila, toda ojos bizcos–. ¡Esta güeá está la raja!
            –¿Quieren tequila? –le dije al Rodrigo y al Alberto–. Las cabras trajeron dos, dosis suficiente para tumbar hasta a un rinoceronte.
            Los primos aceptaron de buena gana y entraron al departamento conmigo.
            Como no había tomado tanto hasta ese entonces, creí que dos tequilazos serían mucho mejor que uno solo. Pero si hubiera habido un tercero, seguramente lo vomitaba todo encima.
            –¿Estai’ bien? –me preguntó la Estefi.
            –Mejor que nunca.
            La cabeza me dio más vueltas y sentí un fuego encender mis entrañas.
            El primero en cantar fue el Carlos, seguido por la polola del Aníbal, el Aníbal y la Estefi. Después de ella vino mi turno.
            –¿Qué canción vas a cantar? –me preguntó la Rosi desde su computador.
            –Sugar, de Maroon 5.
            No sé cómo lo hice, pero todas se rieron tan fuerte, que pensé de inmediato que lo había hecho horrible.
            –La misma voz gangosa del Adam Levine –me dijo la Camila cuando me ubiqué al lado de ella para ver qué tal cantaba la Araceli en esta ocasión.
            –Esos tequilazos me dejaron hecha bolsa –le comenté–. Casi me pongo a vomitar.
            –Ay, si siempre hai’ cantado horrible.
            –No lo decía por eso. De verdad, casi me pongo a vomitar.
            –No tendría mucha gracia.
            –¿Por qué? –quise saber, si ya iba casi una eternidad viéndome vomitar.
            –Por él –La Camila me guió con su mirada hasta dar con el Alberto apostado unos cuantos metros más allá, con una cerveza en la mano. Alcé la vista justo para darme cuenta que me estaba mirando; ocurrió en un segundo, porque en el siguiente ya estaba viendo cómo la Araceli erraba de tono con más frecuencia que yo–. Te ha estado mirando todo este rato.
            –Ya, oh, me estai’ güeando –le dije, dándole un leve empujón. Tomé unas cuantas papas fritas del pocillo sobre la mesa y me las eché en la boca.
            –No, güeona, te estoi’ hablando en serio. Puede ser que quiera contigo.
            “Y yo quiero con él”, pensé, sintiendo cómo se apoderaba de mí ese fuego que había encendido el tequila.
            –¿Qué hago entonces? –le pregunté, ajustándome los lentes.
            –Anda y convérsale de cualquier mierda. No parece muy difícil.
            “Al menos le gustan las series animadas”. Con ese pensamiento en la cabeza, me dirigí hasta el Alberto pretextando abrir otra de las cervezas de la mesa que tenía al lado.
            –Oye, Alberto.
            –Dime.
            –¿Fumai’ cigarro’?
            –Sí, claro –respondió, dudoso. No era de los que fumaban mucho, al parecer.
            –¿Querís uno?
            –Ya, dale. Gracias.
            Así nos hallamos nuevamente en el balcón del departamento, con Araceli recibiendo una pésima puntuación por su desempeño y Rosi eligiendo la canción que cantaría a continuación. Escogió una de los Smiths que me gustaba un montón, pero no la más conocida que aparece en aquella famosa película.
            –Son bacanes los Smiths –dije por decir algo.
            –Sí, me gustan caleta igual –me dijo el Alberto, voladísimo–. Toda esa música en realidad. Los The Cure, los Depeche Mode, los Tears for fears
            Y así estuvo nombrando unas cuantas bandas ochenteras más mientras yo no dejaba de pensar en el lugar en el que habían mantenido escondido a un hombre así durante todo este tiempo. Había que darse con una piedra en los dientes cuando conocías a un veinteañero que no le gustara del regetón y esas basuras como los demás.
            –Mira qué coincidencia –le dije, antes de comenzar a hablar de las mismas bandas que había anunciado. Una de las cosas que más me gustaba en el mundo era leer, y leer sobre la música que me encantaba era mucho mejor incluso. Alberto pareció maravillado; o al menos si lo aburrí con tanta cháchara la disimuló muy bien, porque me siguió la corriente y me dijo que parecía una enciclopedia andante. Me sonrojé y le di las gracias, pensando que cuando iba en el colegio aquello era un motivo de burlas más que el gatillante de un elogio tan gentil como ése. Me dieron ganas de morderle los labios a este tal Alberto, pero sabía que quizá era demasiado pronto. Entonces lo vi tarareando la canción que cantaba su prima, mientras las luces del otro lado de la ventana se reflejaban en sus ojos, y me dije, mientras me percataba que todas mis amigas se encontraban más interesadas en lo que sucedía en la pantalla de la tele que en la fechoría que tenía en mente, que a la mierda, que qué tanto si le daba un beso a una persona que conocía desde hacía poco más de dos horas y alguien me veía. Los labios habían sido creados con ese fin, ¿cierto?
            Me puse a su lado, y sin que tuviera tiempo para reaccionar, le planté un beso bastante errático pero beso al fin y al cabo para que supiera cuales eran mis intenciones. Al principio pensé que lo había arruinado, que había metido la pata y que el Alberto tenía novia, era homosexual o me encontraba horrible, pero imagino que sólo fue el efecto de haberlo pillado por sorpresa de una forma tan peculiar como esa.
Sus labios tardaron un par de segundos en reaccionar y seguirme el juego, y a pesar de dar unos besos remilgados y algo sosos (no sabría decir por qué los categoricé de esa manera), estos sabían a gloria pura. Estuvimos engarzados así no sabría decir cuánto, pero cuando nos separamos, la que cantaba era nuestra amiga Sandra y no la Rosi. Miré hacia el living temiendo que los demás estuvieran mirándonos muertos de la risa, pero se hallaban enfrascados en cómo la Sandra hacía una interpretación de la popular Cómo te voy a olvidar de Los Ángeles Azules con todas sus ganas. No supe en qué momento se había emborrachado tanto.
–¿Por qué hiciste eso? –me dijo el Alberto, sonriendo.
–Porque me gusta robar besos –le respondí antes de volver a lanzarme al ataque.
Y todo hubiera seguido igual de bien si no hubiera escuchado cómo la Sandra rompía en llanto y todas las demás acudían en su ayuda, preocupadas y alteradas.
–¡Por qué me dejó, por qué me dejó ese chuchesumadre! –gritaba la pobre en el suelo, pataleando como una niña. El tequila le había hecho un corto circuito de envergadura considerable–. ¡Por qué siempre tiene que cagarme con güeonas más feas que yo! ¡Ni siquiera me caga con minas má’ o meno’, si no que siempre me caga con puras minas horribles! ¡Por qué!
Con las demás sabíamos que un berrinche así sólo podía significar una cosa.
–Ya, Sandra, levántate –le dije cuando llegué a su lado–. No te echís a morir por tan poca cosa.
–¡Es que no puede ser!
–Creo que tendremos que llevarla a su casa –le dije al oído a la Araceli–. Antes que empiece a dejar la cagá.
Ya había sucedido otras (muchas) veces en que la Sandra, con el corazón deshecho y la pena rugiente llenándolo todo, sumado a unos cuantos tequilazos y botellas de cerveza, explotaba y perdía la conciencia para dejar todo hecho un caos ahí donde se encontraba. Al otro día no se acordaba de nada, naturalmente, pero las cosas que rompía no volvían a repararse por arte de magia por el solo hecho de no recordarlo; por lo mismo, desde un tiempo hasta ahora, optábamos por colocar el parche antes de la herida.
–Ya, Sandra, levántate –le dije una vez más a nuestra amiga, tomándola por las manos–. Vámonos a Sueñolandia.
La Sandra me miró con gesto dolido, pero decidió no darnos más problemas.
–Lo siento –nos dijo, compungida–. Sigan sin mí, de verdad, yo puedo…
–Ya, no digas estupideces –dijo la Rosi, haciendo un ademán de indiferencia–. Mañana podemos rematar las sobras de hoy día; si tienen tiempo y ganas, claro.
Aquella mentirijilla dejó mucho más tranquila a la Sandra, que no dudó en servirse un último vaso de cerveza antes de despedirse de todos y esperarnos a que con la Camila y la Araceli hiciéramos lo mismo. Debo aceptar que fue muy incómodo despedirme del primo de la Rosi con un beso en la mejilla frente a todos los demás para mantener las respectivas formalidades: tenía unas ganas de seguir besándolo aunque no fuera el mejor en ello; de todas maneras llevaba un montón de tiempo sin besar a nadie que no fuera a Galán de porno felino, así que peor era nada.
–Nos vemos –le dije, mostrándome coqueta.
–Nos vemos.
Cuando llegamos al auto con las demás, no pude evitar guardarme mi pequeño triunfo hasta el día siguiente.
–Me comí al primo de la Rosi –les dije, mientras la Araceli sacaba el auto del estacionamiento del edificio–. No besaba muy bien, pero le ponía, eh.
Mis amigas se miraron de una forma que no me dio buena espina. Al cabo de un rato, empezaron a reírse cómplices de algo que no sabía; incluso la Sandra se reía.
–¿Qué? –les pregunté–. ¿Me van a decir que era feo?
–No, no era feo, para nada –dijo la Araceli.
–Entonces qué hubo de malo.
–¿Quieres saberlo? –me preguntó la Camila.
–No, no quiero saberlo, quiero irme con esa duda a la tumba –Puse los ojos en blanco–. ¡Obvio, por favor, díganme qué hubo de malo en que le diera unos cuantos besitos!
–Pues que tiene quince años.
Recuerdo haberme atragantado en ese momento.
–¡¿QUÉ?!
–El Alberto era el primo chico del Rodrigo y la Rosi –explicó la Araceli mientras las demás se desternillaban de la risa en sus asientos–. Estaba con ellos porque sus papás se fueron de viaje y no tenían con quién más dejarlo.
–¡Pero si tomaba! –les dije–. ¡Pero si hasta fumó pitos con nosotras!
–Se nota que no sales mucho a la calle, Andre –dijo la Sandra–. Ahora todos los niños parecen adultos. Debe ser el pollo o esas cosas.
–No, el pollo es para las mujeres –dijo la Camila–. Para los hombres debe ser el exceso de arrolla’o ‘e venas.
Esta vez nos unimos todas en una sola risa; ni siquiera la expresión anonadada del conserje hizo que nos detuviéramos por un momento. De todas formas, era genial ver a la Sandra matarse de la risa.
–Así que acabo de comerme a un niño de colegio… –murmuré, masticando la noticia que acababa de recibir. Me imaginé cómo debía estar el pobre Alberto, con la idea de que una mina once años mayor que él le había besado en la fiesta de cumpleaños de su prima–. Me siento una abusadora.
–Déjalo –me dijo la Araceli–. Probablemente acabas de cumplir el sueño adolescente de un adolescente como nosotras lo fuimos, ¿no crees?
Aquello me quedó gustando; aunque después de revertir los papeles y verme yo como una colegiala de quince años y el Alberto como un tipo de veintiséis con muchas ansias de besarme, volví a sentirme como una abusadora.
–Sólo espero que piense que fueron buenos –me sinceré con las demás–. Mis besos. Sólo espero que piense que mis besos fueron muy, muy buenos.