Cuento #98: Mi abuela solía decir


Cuando su abuela le decía que el uso prolongado de su polerón haría que éste cobrara vida, nunca pensó que aquella broma podría tener al menos una pizca de certeza; porque era imposible, naturalmente: los objetos inanimados son, sin ir más lejos, simples objetos inanimados. Pero cuando Ismael vio que su polerón se cernía sobre su sobrino de cuatro meses como una serpiente dispuesta a ahogarlo, supo definitivamente que algo no estaba bien. Al principio creyó que era una ilusión óptica, el típico caso de confusión visual cuando uno ve tantas cosas desparramadas en un mismo sitio, pero Ismael estaba seguro, segurísimo, que una de las mangas de su prenda de vestir se había extendido hacia el bebé, arrastrándose directo hacia su rostro. Fue un pequeño segundo, un fugaz chispazo, y el polerón ya se encontraba sobre el pobre Franco.
Ismael podía jurar en primera instancia que la prenda le había saltado encima a su sobrino, aunque luego, cuando rememoró el acontecimiento esa misma noche, ya más calmado, dudaba si había sido el mismo Franco quien se había encargado de taparse la cara con ésta en un acto instintivo de protección, o si realmente había algo de inexplicable en todo aquel asunto.
“No es más que tu imaginación”, pensó Ismael antes de acomodarse bajo las frazadas. Podía ser que el consumo excesivo de marihuana con sus amigos por fin estuviera planteándole un problema serio: el de la locura. “No seas idiota”, se dijo, pensando en todos esos artistas que tanto le gustaban. Ellos estaban drogándose siempre, incluso en dosis más grandes que la suya, y seguían igual de vivos que él: ¿por qué él no podía hacer lo mismo?
No obstante, al día siguiente se replanteó todas sus dudas al ver el famoso polerón animado doblado en su guardarropa como si acabaran de plancharlo. “Pero si lo eché a la basura”, murmuró Ismael, de una sola pieza. Recordaba haberlo hecho una bola con violencia luego de quitárselo de encima a su sobrino, tocándolo con la punta de sus dedos como si le fuera a infectar con una enfermedad mortal, y arrojarlo al basurero del baño, junto con todos los papeles llenos de desperdicios y pañales manchados de su sobrino. Después le había hecho un nudo a la bolsa plástica y la había dejado colgando de la reja del antejardín para que los tipos de la basura se la llevaran al día siguiente y se deshicieran del polerón que le había acompañado durante tanto tiempo.
Sin embargo, por lo visto, éste había logrado regresar hasta su dueño sin muchas complicaciones. Ismael pensó que el polerón incluso tenía la desfachatez de volver hasta su guardarropa todo doblado y limpio, como si acabara de ser lavado. Ismael se quedó un buen rato ahí mirándolo sin saber que hacer; su corazón latía desbocado, y su mente no sabía qué mierda estaba ocurriendo. Se suponía que el polerón debía estar ya en un vertedero, sepultado bajo kilos y kilos de desechos, no ahí, frente a sus ojos, azul marino desteñido, mangas y cuello deshilachados y el estampado de serigrafía desgastado por el uso y el tiempo. Ismael estaba pensando en que lo mejor y más seguro sería quemarlo en el patio, cuando el grito de su mamá desde la cocina le hizo dar un fuerte respingo.
−¡Ismael, ven a ayudarme con esto!
Por un momento el joven no supo qué hacer. ¿Y si dejaba el polerón ahí y éste se deslizaba hasta el indefenso y pobre Franco para ahogarlo como lo había hecho el día anterior?
“Imbécil”, se dijo repentinamente, cayendo en la cuenta que aquello, naturalmente, no era otro capítulo de una serie televisiva de sucesos paranormales. “¿Cómo puedes creer que un polerón viejo va a matar a tu sobrino, idiota?”.
Chasqueando la lengua, Ismael cerró el guardarropa y se dirigió a la cocina para ayudar a su mamá a pelar un cuenco lleno de habas. Su mamá odiaba hacerlo, por lo que siempre estaba recurriendo a sus hijos para que realizaran el trabajo sucio por ella. Y como Andrea, la hermana de Ismael, debía estar en su pieza cuidando del bebé Franco, no quedaba de otra que éste cumpliera con su cometido. De todas maneras, pensaba Ismael, cualquier cosa era mejor que tener un bebé a cuestas, por lo que no solía quejarse mucho de las tareas de su hermana que últimamente recaían en él. No hacía más de un año que Andrea había conocido a un tipo de su carrera que no demoró en plantarle su semilla apenas unas cuantas semanas de haberse conocido, así como tampoco tardó ésta en darse cuenta que el susodicho era un completo hijo de puta capaz de abandonar el crucero de la paternidad desapareciendo por completo de su vida, dejándola sola con un niño que no paraba de crecer adentro suyo.
“Escucha, querida”, había leído Ismael una vez en una foto que circulaba por Internet que mostraba un papá reposando su oído en la enorme barriga de lo que parecía ser su esposa. “Escucha cómo el bebé ya gasta todo nuestro dinero y tiempo”.
Viéndolo del punto de vista de su hermana, con apenas diecinueve años y toda una vida por delante, aquéllas palabras parecían muy cercanas a la realidad.
−Me he acordado harto de la nona –dijo Ismael, sin dejar de quitar la vaina de las habas que tenía en sus manos.
−¿Por qué? –quiso saber su mamá. La nona, su madre y abuela de Ismael y Andrea, había muerto hacía ya un par de años.
−Me acordé que siempre decía que de tanto usar el polerón azul ése, iba a cobrar vida un día.
Su mamá sonrió, melancólica.
−Se lo decía igual a tu abuelo cuando no se quería quitar un chaleco gris todo deshilachado que usaba para todo.
Ismael esbozó una sonrisa recordando a sus abuelos y las discusiones que tenían respecto al famoso chaleco gris del que hablaba su madre cuando él aún era un niño. Hasta que llegó un día en que su abuela, cansada de ver a su esposo vestido como un vagabundo (según sus propias palabras), aprovechó la jornada del lavado para deshacerse de él arrojándolo a la basura, tal como su nieto lo había hecho con su polerón azul marino y deshilachado. Ismael recordaba que su abuelo no le dirigió la palabra a su esposa por al menos una semana, pero luego todo continuó como si nunca nada hubiera sucedido.
Ahora que pensaba en todo eso, Ismael creía cada vez más en lo estúpido que era creer que su polerón podría haber cobrado vida por el solo hecho de usarlo un montón de veces tal y como decía su abuela.
−Hablando de algo parecido –dijo su mamá−, ayer encontré tu polerón tirado por ahí, en la calle, cerca del cesto de la basura –La mujer lo quedó mirando por un breve instante−. Estuve a punto de echarlo adentro de una bolsa para que por fin dejaras de usarlo, pero… no me pareció justo. Así que lo lavé y te lo planché. Lo guardé en tu ropero mientras dormías.
“Así que fue mi mamá”, pensó el joven, aliviado. ¿Cómo podría haber sido posible que el polerón llegara por su propia cuenta hasta su guardarropa? Los objetos, obviamente, no se desplazaban por ahí animados gracias a la magia o producto de un fenómeno sobrenatural e inexplicable. Ismael no pudo hacer otra cosa más que agradecerle a su madre por su buena disposición; qué error más grande habría sido el deshacerse de su prenda de vestir favorita por tener la estúpida concepción de que éste había cobrado vida para intentar ahogar a su pequeño sobrino.
Tal vez fuera cierto que debía dejar de lado la marihuana por un par de semanas…
Esa misma tarde, mucho después del almuerzo, Ismael se encontraba frente a su computador intentando finalizar un trabajo sobre finanzas para el lunes próximo cuando su hermana menor entró a su cuarto con el pequeño Franco a cuestas. Andrea tuvo que hacerle un gesto con la mano frente a sus ojos para que éste pudiera percatarse de su presencia. Ismael se quitó los audífonos y le preguntó qué quería, pellizcando con cariño la pierna regordeta de su sobrino.
−Ismael –le dijo ella, con un dejo compungido. Llevaba el cabello corto en melena, castaño y revuelto. Antes de embarazarse del papá de su hijo, lucía el mismo cabello pero mucho más lustroso, bien cuidado y largo hasta más debajo de sus omoplatos. Sin embargo, luego de haber terminado esa desastrosa relación con él, tuvo la estúpida idea de que cortárselo era la mejor manera para demostrar que toda esa agua de río ya había pasado bajo el puente−. Te quería pedir un favor.
Ismael ya sabía de qué iba el asunto. Su hermana venía pidiéndole el mismo favor desde hacía un buen tiempo.
−¿Quieres que te cuide al Franco, verdad?
−Sí –respondió ella−. Tengo que ir donde la Jessi a terminar un trabajo de la U para este lunes.
“Igual que yo”, quiso decirle Ismael.
−Sólo será por la tarde –agregó Andrea−. Si puedes, claro…
−Está bien, no te preocupes, yo me quedo con el pequeño Franco. Además −mintió−, justo se me atascaron las ideas. No puedo seguir echándole más mierda a este puto informe.
            Andrea le sonrió, recuperando un poco esa energía y vitalidad que lucía a todas horas antes de enamorarse de aquel hijo de puta que la había dejado embarazada.
−Eres el mejor hermano –le agradeció, dándole un beso en la mejilla.
Ismael no tuvo otra que creer en que tal vez durante la noche le fuera más fácil redactar el maldito informe de finanzas que lo tenía agarrado de las bolas desde hacía días.
Una hora después estaba la hermana de Ismael y su mamá de pie frente a la puerta que daba a la calle. Las dos se veían muy bien cuando se lo proponían.
−Yo iré a dejar a la An a la casa de la Jessi antes de ir donde tu tía –le dijo su mamá−. Cuida la casa y al pequeño Franco.
Su hermana se le acercó para darle un beso en la cabeza al bebé.
−No te portes mal, ¿eh? –le susurró. El pequeño Franco se encontraba tan adormilado, que ni siquiera se percató que su madre se iba lejos de su alcance. Era toda una suerte: lo que menos quería Ismael era que su sobrino comenzara a hacer un berrinche antes que su madre alcanzara a desaparecer de su vista.
Por lo mismo, el joven no demoró en llevar al bebé hasta la habitación de su hermana, desordenada y toda revuelta de ropa tanto de ella como de su hijo, para acurrucarlo y esperar a que se quedara dormido por completo. Por suerte su sobrino tenía los ojos de su hermana, claros y avellanados, y no los de rata de su padre, al igual que la mayoría de sus incipientes facciones. Ismael era de la idea que los bebés bonitos se ponían feos cuando crecían, pero creía que éste sería uno de esos casos en que la regla universal no ejercería su poder en él. “Andrea es la bonita de los dos”, pensó Ismael, conteniendo una risita que ahí a solas hubiera sonado estúpida. Él, por desgracia, había salido como su padre.
Ismael alcanzó a ver dos capítulos repetidísimos de Los Simpsons antes que su sobrino quedará profundamente dormido. Siempre que tomaba teta de su hermana, el pequeño Franco solía relajarse tanto que dormía unas cuantas horas de un solo tirón; quizá también hubiera predominado el gen de la flojera de su familia, pensó Ismael mientras le ponía una manta encima. No pudo evitar sonreír ante tan tierna imagen: el hijo de su hermana siempre le recordaba a ella cuando era pequeña.
El joven se sentó frente a su computador y leyó los últimos párrafos que había escrito en su informe. Nunca se le había dado bien eso de escribir. Lo suyo eran los números. Supuso que un par de comas estaban mal posicionadas, las cambió de lugar y trató de seguir con su trabajo. Como no salió nada de su cabeza en más de tres minutos, Ismael le echó una rápida mirada a sus notificaciones y mensajes de Facebook antes de revisar por sexta o séptima vez el informe que le había enviado su amigo de carrera un curso más adelantado. Era sabido que con el profesor de finanzas nadie podía plagiar el trabajo de otro que ya hubiera cursado esa asignatura. Todos los que lo habían hecho habían terminado reprobándolo y condenándose a reprobarlo el año siguiente y el siguiente hasta que los expulsaran de la carrera. El profesor Moncada no era uno de esos que olvidaban las caras de los que se atrevían a hacer trampas frente a él.
Pero del informe solo pudo recoger unas cuantas pinceladas adicionales de datos útiles: ya había agotado todos los recursos que le ofrecía el trabajo de su amigo. Cambió el orden de muchas de sus palabras y reemplazó otras por sus sinónimos. Aquello le hizo sentir un poco más satisfecho: peor era nada, de todas maneras.
Por lo mismo abrió una pestaña en el buscador de Internet y optó por recopilar un poco más de información en páginas que pudiera encontrar por ahí. Así como escribir, tampoco se le daba bien eso de leer un montón de libros y archivos digitales para dar con lo que buscaba puntualmente, pero se vio en la urgente necesidad de hacerlo. Aún le faltaban unas cuantas páginas de informe por rellenar y ya sentía que se le habían agotado todas las ideas buenas de su cabeza. Las demás necesitaban de mucha base para poder plantearlas sin que existiera el miedo a que su profesor encontrara un punto débil en sus argumentos y dirigir por ahí los suyos para destrozarlo y reprobarlo.
Ismael estaba sobándose las sienes con los ojos cerrados cuando escuchó a su sobrino llorar en la pieza de su hermana. El joven había estado tanto rato sin despegar la vista de la pantalla de su computador, que ni siquiera había reparado en lo penumbroso que se hallaba todo lo que le rodeaba. Ismael se secó sus ojos llorosos antes de incorporarse, encender la luz y percatarse que algo había cambiado en su cuarto. No podía decirlo con exactitud, pero ahí estaba: algo había cambiado.
Sin embargo, el pequeño Franco necesitaba su compañía con urgencia: la cadencia de sus llantos iba en aumento, al igual que su potencia. El joven rechistó al tiempo que avanzaba a zancadas hacia la habitación de su hermana.
Ahí también estaba todo sumido en sombras estáticas y poco claras, a excepción de un pequeño bulto que se movía en mitad de la cama, berreando.
−Ya, ya, pequeño Franco, ya pasó –le dijo Ismael, recostándose a su lado. Acto seguido, encendió la lámpara de luz tenue que Andrea tenía sobre su mesita de noche y acurrucó al bebé en su pecho para intentar calmarlo. Era extraño, pero siempre había sentido que tenía tacto para los niños a pesar de nunca haber deseado uno en su vida.
Pero el pequeño Franco no se tranquilizaba con nada. Ismael supuso que podía ser que necesitara un cambio de pañal, mas luego de olerlo averiguó que no era así. También podía ser que tuviera hambre, pero sin su mamá cerca, no podía hacer mucho: todos habían llegado a la conclusión dentro de esa casa de que mientras Andrea pudiera dar de mamar al pequeño Franco, no utilizarían suplementos alimenticios para alimentarlo. Es como darle veneno para ratas, había dicho Andrea, y todos asintieron. Ismael le pasó su índice por la boca al bebé para ver cómo reaccionaba ante él, pero éste en vez de acercárselo y echárselo en la boca, lo alejó y lloró aún con más fuerza. Daba la idea de que el pequeño parecía frustrado por no ser comprendido tal y como deseaba.
Ismael tenía toda su concentración puesta en él hasta que un ruido en la cocina lo puso en alerta. ¡Alguien había entrado a la casa!
Era muy tarde para hacer callar al crío y fingir que ahí no había nadie. De seguro el ladrón (o los ladrones) sabía que había al menos una persona adentro de la casa dispuesta a hacerles frente; y si irrumpían así, a sabiendas de lo que se enfrentaban, era de esperar que vinieran preparados para lo que fuera. Ismael no pudo evitar imaginarse una pistola apuntándole del otro lado de la puerta.
El joven tomó a su sobrino y lo abrazó esperando lo peor; ni siquiera sentía el estruendoso y penetrante chillido del bebé a centímetros de su oído. Sin embargo, luego de lo que le pareció una hora totalmente angustiante, Ismael decidió que quizá el ruido no hubiera sido otra cosa más que el roce del viento arrojando algún objeto mal ubicado al piso o algo así. Quizá estaba siendo muy paranoico al respecto. Había leído en un artículo de Internet que la paranoia era otro de los tantos síntomas que tenía el abuso de la marihuana en las personas.
−Ya vuelvo –le dijo al bebé antes de dejarlo arrebujado sobre la cama, lejos de los bordes, y encaminar hasta el pasillo ya totalmente a oscuras. Por un momento Ismael creyó haber visto moverse algo a su derecha, pero al mirarlo de frente, se percató que no era otra cosa más que una de las tantas figuras de gato de su madre. Se dirigió a la cocina (sin dejar de temer la repentina aparición de un hombre armado) y encendió la luz. Ahí, entre los muebles, se hallaba el pequeño tenderete de mano con el montón de tenedores, cucharas y cuchillos que sostenía desparramados por el suelo. Gracias a los ganchos que los sostenían, estos no alcanzaron a ir muy lejos, lo cual fue todo un alivio. Ismael los recogió sin dejar de escuchar los llantos de su sobrino para volverlos a ubicar sobre el mueble respectivo, esta vez alejándolo lo más posible del borde, y se acercó a la ventana colindante a la puerta que daba al patio para cerrarla. Ismael se extrañó mucho al encontrarla tal como pensaba dejarla, como si alguien ya se le hubiera adelantado. O como si ésta nunca hubiera estado abierta, realmente. Lo que había botado los utensilios de la cocina no había sido el viento, obviamente, había sido otra cosa…
Ismael se dirigió presuroso hasta el cuarto de su hermana. El bebé no dejaba de llorar muerto de miedo, mientras una cosa, una de las tantas prendas de vestir que su hermana tenía desparramada por ahí, se acercaba lentamente hasta su rostro. Ismael creyó fugazmente que se trataba de su polerón azul desvaído, pero parecía ser el turno de cobrar vida de uno de los tantos chalecos que utilizaba su hermana. Éste era uno morado, y se arrastraba con una velocidad demasiado alarmante hacia su sobrino.
Ismael alcanzó a lanzar lejos la prenda antes que ésta lograra tocar al bebé; por un breve instante sintió cómo algo dentro del chaleco parecía palpitar y oponerse a la fuerza que ejercía contra ella. Fue sólo un instante, lo suficiente para ponerle la piel de gallina y sentir un desasosiego atroz.
El joven tuvo miedo de mirar atrás y ver el chaleco levantándose costosamente para abalanzarse contra él, mas éste permaneció ahí tirado como si nunca hubiese llegado a moverse de su sitio.
Ismael tragó saliva, con el llanto omnipresente de su sobrino de fondo.
Entonces lo vio por el rabillo del ojo: una mancha roja pareció saltar sobre el bebé, como si se tratara de un animal en plena cacería; lo hizo una, dos veces, como si una mano invisible la manipulara, hasta dejarla sobre el pequeño Franco, ahogando sus llantos de una forma que llegó incluso a dolerle a Ismael.
El joven se abalanzó contra la prenda de vestir roja sólo para tropezar con algo y caer de costado sin poder hacer nada para evitarlo. De repente se vio rodeado de poleras, polerones, chalecos y abrigos de su hermana que no dejaban de tomarlo por las piernas, los brazos y el cuello. Se sintió asfixiado, acalorado, pero toda su atención estaba puesta en los signos vitales que daba su pequeño sobrino. Sus gritos cada vez sonaban más apagados.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Ismael se desprendió de un grueso chaquetón negro que le cubría las piernas de una patada. Luego rodó para quitarse de encima el montón de poleras que tenía sobre sus brazos y se incorporó justo antes de caer de rodillas junto al borde de la cama: algo le había vuelto a tomar por los tobillos. Sin embargo, tras ver que sobre el pequeño Franco había ahora un polerón gris de su hermana además del chaleco rojo que le había atacado antes, supo que si no actuaba dentro de los próximos segundos sería demasiado tarde.
Ismael se quitó unos cuantos calcetines rosados y morados que se le habían adherido a los pies antes de subirse a la cama y cernirse sobre las prendas de vestir que ahogaban a su sobrino. El contacto con la ropa animada era horrible: era como sentir pequeñas arañas gordas y nervudas moverse por su interior, en la tela misma. Era como sentir una energía inconcebible dándole vida a la ropa que vestían a diario.
El polerón gris de su hermana fue fácil de quitar, pero el chaleco rojo estaba adherido al cuerpo del pequeño Franco. La silueta del bebé resistiéndose se esbozaba a cada patada y manotazo que daba éste. Ismael reparó en que cada vez eran menos frecuentes.
En un principio, Ismael pensó que actuar con violencia terminaría por afectar a su propio sobrino, pero al ver que sus esfuerzos por quitarle el chaleco de encima eran infructuosos, no dudó en hacerlo. Si no lo hacía, el pequeño Franco…
Y ahí estaba esa sensación de nuevo, como si un montón de bichos en el interior del chaleco pugnaran contra su fuerza, empujando contra el bebé para matarlo. Era como jugar a la fuerza contra alguien, pero contra alguien que tenía la misma fuerza que él, quizá hasta un poco más.
Ismael sintió que las demás prendas de vestir se arrojaban contra sus piernas y brazos, haciendo peso para que el chaleco rojo cumpliera con su misión. El joven agitó su cuerpo con vehemencia para quitarse unas cuantas prendas de encima y prosiguió con sus intentos de salvar al pequeño Franco. De vez en cuando le caía una polera por la espalda, o un polerón le apresaba la cintura, pero Ismael tenía toda su atención puesta en su sobrino: ya no lo sentía llorar, lo que solo podía significar que se estaba ahogando.
“¡Se está ahogando!”, pensó alarmado, hincando toda la fuerza en el chaleco que no conseguía despegarse del bebé.
“¡Yo te salvaré!”, intentó decir Ismael lleno de esperanza antes que le cayeran encima más prendas de vestir. Intentaron ahogarlo como a su sobrino, pero se resistió tratando de dejar siempre sus manos despejadas. No importaba si lo mataban a él: su misión era salvar a su sobrino; su vida no tenía importancia con respecto a la del bebé…
Ismael no se dio cuenta de que alguien le gritaba su nombre, pidiendo que se detuviera, hasta que consiguieron inmovilizarlo poniendo todo el peso de sus cuerpos sobre su cuerpo. De pronto las prendas de vestir se transformaron en brazos, y los llantos del bebé se tornaron gritos desesperados de mujeres. Ismael no lo entendió muy bien al principio, pero al ver el chaleco rojo de su hermana marcando la silueta del pequeño Franco bajo él, con sus propias manos cerrándose en el cuello del bebé…
−¡¿Por qué lo hiciste?! –le gritaba su hermana junto a su oreja sin dejar de golpearlo con sus puños, pero para él era como si se hallara a kilómetros de distancia. Su voz provenía de muy, muy lejos.
“Que hice qué”, quiso decir, mas las palabras no se atrevieron a salir de su boca. No lo entendía: su polerón, la ropa, la posición de sus manos… “Pero si yo lo salvé. No dejé que mi polerón lo ahogara. No puede ser…”.
Pero de alguna manera, lo que tantas veces le había repetido su abuela, se había hecho realidad. El polerón, después de todo, sí había cobrado vida.