Antes de acercarse al
profundo abismo que tenía al frente, Andrés vació su whisky de un rápido y violento
trago y lo lanzó lejos, rebotando la botella contra una enorme piedra a su derecha; al
ver lo ocurrido, sonrió irónicamente mientras se sentía el hombre más miserable
y bueno para nada del mundo, incapaz incluso de romper una simple botella de
vidrio antes de acabar con su propia vida.
Entonces se
relamió los labios, contemplando todas las casas y sus campos en lontananza a
eso del atardecer, y se acercó aún más al abismo, dando temerarios pasos hacia
él. Y es que en realidad ya no le importaba nada: habiendo muerto su pequeña
hija por culpa del cáncer hepático que la aquejaba, ya nada más sobre la Tierra
le importaba siquiera; ni su familia, ni su esposa, nadie. La vida, para él,
había puesto ya un punto final en su historia.
Y así, pensando
en el desenlace que se acercaba inevitable, miró de lleno el fondo sinuoso,
repleto de filudas y letales piedras, y se imaginó siendo hallado con la cabeza
reventada, con los sesos esparcidos por todos lados, y volvió a sonreír de
manera sardónica. “Vaya espectáculo daré”, murmuró resoplando con fuerza antes
de quitarse su chaqueta y arrojarla lejos, antes que ésta fuera arrastrada por
el fuerte viento que parecía reinarlo todo. Respiró hondo, exhaló con violencia
y preparó su cuerpo como cuando estaba a punto de zambullirse en una piscina;
total, al final de cuentas, era como lo mismo, salvo que esta vez nunca saldría a flote.
−Ahí vamos –dijo con un dejo de temor en la voz; y
mirando al cielo, añadió−: Lo siento, Trini.
Acto seguido, retrocedió unos pasos y saltó impulsándose
en el borde del abismo que tenía al frente; por un momento pensó que eso había
sido todo, que por fin había llegado el fin de su existencia; sin embargo, en
vez de caer contra las piedras atraído por la gravedad, se mantuvo en el aire,
chocando contra una superficie dura y ligeramente inclinada; Andrés, con el
corazón desbocado, no lo pudo creer en un principio: abrió los ojos con
lentitud y se dio cuenta que era cierto, que estaba flotando en el aire, a un par de metros del comienzo del abismo del
cual había saltado. Sin poder creerlo, comenzó a palpar el piso invisible bajo
su cuerpo y se dio cuenta que éste ascendía ligeramente a medida que se
extendía, por lo que decidió seguir avanzando (gateando) hasta que se terminara
o llegara a algún lado.
El viento se iba poniendo cada vez más violento y el
corazón de Andrés más acelerado; si el hombre miraba hacia abajo, podía ver el
montón de piedras esperándolo al fondo, a muchos metros de distancia suyo; si
el camino llegaba a terminar y no llevar a nada, después de todo, estaría
fregado. Pero las piedras abajo se transformaron en campos, y los campos en
casas y sectores algo más poblados, y el camino invisible no dejaba de
extenderse y seguir ascendiendo hasta que, cuando entrada la noche, la cabeza de
Andrés (siempre mirando hacia abajo por si el camino invisible lo dejaba de
sostener en cualquier momento) golpeó contra algo sólido a la altura de su
coronilla; se quejó, sorprendido, y tocó con una mano lo que tenía al frente.
¡Ahí, invisible a sus ojos, había algo sólido y vertical, de tacto frío y a la vez irreal!; Andrés la palpó mejor y se
percató que era una especie de pared en medio de la nada. El hombre dudó
si levantarse ahí, a cientos de metros de altura del suelo, o si tantear la
“pared” hasta encontrar algo que le ayudara a resolver el siguiente paso.
Se mantuvo así
un buen rato hasta que halló una pequeña protuberancia redonda a su lado
derecho; se incorporó utilizándola como apoyo, siempre temeroso de que aquello
fuera la última acción de su vida (cosa irónica por donde se mirara), y la forzó hacia el lado contrario, como si
fuera una puerta común y corriente; su boca, luego, se abrió en una inmensa
expresión de sorpresa al notar que el trozo de cielo que conformaba la puerta, se retorcía en sus propias
dimensiones como si fuera el papel mural de una casa; al echarse ésta hacia
atrás, dejó a la vista un espacio pequeño y oscuro en medio del cielo
estrellado, como si se tratara de una habitación con la luz apagada. Andrés no
podía creer nada de lo que estaba ocurriendo: ¿habría alguien mirando al cielo
en ese mismo instante, capaz de verlo parado en el aire sin ayuda de ningún
artilugio?; probablemente si alguien diera con él en el cielo, no creería
absolutamente nada de lo que veían sus ojos, porque era una completa locura.
Resoplando
fuerte, tironeado bruscamente por el viento que soplaba a esa hora de la noche,
Andrés dio un paso hacia el interior de la oscuridad y comprobó que al igual
que afuera, adentro había un piso que el ojo humano era incapaz de ver.
Entonces dio otro paso, y otro y otro, hasta que dejó de sentir el frío viento
nocturno y ver los campos y las casas bajo sus pies. Para eso del décimo y
temeroso paso, Andrés ya se encontraba envuelto por completo en una oscuridad
total pero agradable; tenía la misma sensación de ir caminando por su propia
casa, cuando llegaba tarde del trabajo y no encendía las luces para no
despertar a su pequeña Trinidad ni a su esposa.
Entonces se
detuvo en seco tras escuchar a alguien carraspear su voz a unos cuantos metros
suyo. Acto seguido, unos tenues focos se encendieron en el techo para arrojar
su luz sobre unos cuantos hombres calvos dispuestos en un estrado a unos cuantos
metros de altura suyo. Muchos de ellos sonreían; otros se dedicaban a
garabatear cosas sobre algo que tenían sobre el estrado.
Uno de ellos,
el que estaba ubicado al medio (el que acababa de aclararse la voz), se
incorporó un poco para verlo mejor.
−¡Felicitaciones,
Andrés! –le dijo, irradiando un dejo de felicidad en un sus palabras−. ¡Lo has
logrado!