Luego
de tomarse la última cerveza antes del cierre del local, Fabián y Cristián
encendieron un cigarro y caminaron rumbo al paradero de los colectivos que los
llevarían a casa. Eran pasadas las tres de la mañana, y era una suerte que
ambos fueran vecinos: a esa hora de la noche era sumamente difícil llenar un
vehículo para que partiera lo más pronto posible, y obviamente que restaran dos
para completarlo era mucho mejor que tres. No había que ser un gran maestro matemático
para saberlo.
Fabián apagó la colilla del cigarro
contra el basurero antes de arrojarlo adentro y subirse al colectivo detrás de
su amigo, quedando justamente en la parte del medio de éste. El asiento del
copiloto estaba ocupado ya por un pasajero, y por fortuna el último no demoró
en llegar y rellenar el espacio (todo borracho y balbuceante). Los pasajeros
pagaron el pasaje y dieron sus direcciones mientras la conductora arrancaba el
vehículo. Como Fabián y Cristian vivían cerca, dieron la del segundo para
facilitar las cosas.
−¿Habrá llega’o el René a la casa?
Cristian tenía la duda si el tercer
amigo con el que habían estado tomando cerveza y conversando en el local estaba
lo suficientemente dentro de sus cabales como para haber llegado a su casa sin
problemas. Una vez se habían despedido de él estando tan borracho, que tomó un
colectivo equivocado y terminó por darse cuenta de su error cuando ya era demasiado
tarde y se encontraba al otro extremo de la ciudad, kilómetros lejos de donde
vivía.
En esa ocasión fue su papá el que lo salvó de los
efectos de su propia humillación. Sin más plata para movilizarse y en un estado
que dejaba bastante que desear, René había creído que lo mejor era tragarse la
vergüenza y recurrir al último bastión de ayuda aunque le costara un agotador discurso
moral al día siguiente para la hora del almuerzo.
−A
lo mejor se fue donde su polola –le dijo
Fabián−. Por lo que supe, se le descargó el celular.
Esperando
que René tuviera mejor sentido de la orientación en esta oportunidad, los dos
amigos cambiaron de tema para planificar la hora en que se juntarían para ir al
cumpleaños de la Feña al día siguiente, mientras la conductora del colectivo
(una mujer de aspecto mayor, ojos claros y una frondosa mata de pelo castaño
ondulado) se estacionaba frente a una plaza para dejar al pasajero ubicado en
el asiento del copiloto.
−¿Adónde
va usted? –le preguntó la mujer al último de los jóvenes que se había subido al
colectivo antes de volver a echar a andarlo.
−Voy
a Bellavista.
Por
una extraña razón, los amigos tuvieron la impresión de que la mujer había
palidecido.
−¿Y ustedes? –le preguntó esta vez a
Cristian y Fabián. Si no se hubieran encontrado con tanta cerveza en sus
organismos, se habrían dado cuenta de que la voz de la conductora estaba
impregnada con lo que en primera instancia parecía ansiedad.
Cristian dio su dirección. La
conductora los miraba desde el espejo retrovisor con avidez.
−¿Les puedo pedir un favor?
–preguntó ella−. ¿Podría dejarlos al último, después de él? –Apuntó hacia el
joven que se dirigía a Bellavista.
Cristian y Fabián se observaron, y
dijeron que sí encogiéndose de hombros.
−Sí, por qué no –dijo el primero.
Bellavista era un sector alejado, a
unos cuantos minutos de donde vivían ambos amigos (estando en un vehículo), más
allá del cementerio que muchos se enorgullecían en llamar parque del recuerdo.
Como aún no eran muchos los pobladores de aquel lugar, el sector seguía gozando
del ambiente campestre y natural que la villa había agotado hacía tiempo en pos
del crecimiento de la población y su eventual evolución. Quizá la conductora
temiera un ataque por parte de algún enajenado que, gracias a saberse lejos de
la civilización (digamos, unos cinco pasos más allá del límite) y sus luces
delatoras, se sintiera capaz de destrozarle el auto, asaltarla y hasta
violarla.
Bueno,
quién sabía. El asunto es que el colectivo pasó raudo frente a la casa de Fabián,
avanzando por la avenida que atravesaba gran parte de la villa, hasta dar con
la carretera rumbo al valle. La ausencia de postes de luz a los bordes de ésta
permitía que las estrellas pudieran ser apreciadas sin mayores problemas;
Cristian, que iba del costado izquierdo del auto, se quedó un buen rato
observándolas (mientras su amigo hacía no sé qué en su celular y pasaban frente
al parque del recuerdo) hasta que éste se detuvo y se apeó el joven restante de
manera trabajosa. Dio las gracias con un modular pastoso, cerró la puerta con
cuidado tras él y encaminó por el camino oscuro que llevaba a la zona poblada
del sector, muchísimos metros más allá. Tanto Fabián como Cristian sintieron un
inexplicable acceso de empatía por él; sabían de antemano lo miserable que era
caminar hecho bolsa hasta tu casa.
Entonces
la conductora dio media vuelta en la carretera y enfiló de regreso a la villa.
Cristian pensó que ésta diría que no le gustaban los borrachos, ni menos le
apetecía tener que dejar a uno en un lugar tan alejado de su zona segura. Pero
lo que explicó luego fue algo totalmente contrario.
−Muchas
gracias por acompañarme –dijo ella, notoriamente agradecida. La mirada que les
dedicaba desde el espejo retrovisor estaba llena de una rara mezcla entre miedo
y seguridad, como cuando despertabas por la noche y no sabías si seguías
soñando, o si volvías a encontrarte en el mundo de la conciencia.
Los
dos amigos le dedicaron un gesto en señal de indiferencia.
−Yo
me dije que nunca más iba a traer gente aquí, pero ese niño estaba tan cura’o, que me dio pena no traerlo
–La mujer hablaba con tono dañado. Parecía una mamá hablando con sus hijos en la
oscuridad. Fabián se percató (por la luz frontal de los autos del lado
contrario de la carretera) que sus ojos verdes destilaban miedo en la negrura.
De pronto había pasado a ser otra madre tan aterrada como sus hijos−. Ustedes
no me van a creer, pero aquí se me apareció un fantasma.
Los
dos amigos no entendieron a qué se refería ella en un principio, pero al pasar
justamente frente al cementerio (aunque muchos le adjudicaran el nombre de
parque por la disposición de sus tumbas), comprendieron la dimensión de sus
palabras.
−Un
poco después de donde dejé al joven de recién, me hizo parar una mujer –dijo la
conductora sin quitar la vista del frente. De pronto el interior del auto
pareció incluso más oscuro. A pesar de que sus cabezas zumbaban por culpa del
alcohol consumido, Fabián y Cristian tenían volcada toda su atención en lo que
hablaba ella−. Ese día vine a dejar aquí a mi último pasajero de la noche, ya
saben, el último ante’ de tirar la toalla y acostarme y chao pesca’o, hasta
mañana. Pero me dije “cómo voy a ser tan penca como pa’ dejarla tirá” po’,
ustedes saben que hay que ayudar a las del género y nunca dejarla’ tirá’, así
que paré, y mientras ella se acercaba a la puerta trasera del auto, donde van
ustede’, me dije que si ella iba al centro, al menos podía dejarla en un punto
donde le fuera más fácil dar con otro colectivo; no sé, no se me ocurría otra
cosa, si igual eran las cinco de la mañana y estaba muerta de sueño.
La
voz de la conductora se estaba quebrando. Cristian se percató que acababan de
dejar atrás el cementerio.
−Se
veía súper normal –continuó ella−. La veía como los veo ahora a ustede’, así de
nítido. No sabría cómo decirlo, pero era muy…, no sé, real. Se parecía a esa
actriz que sale en la teleserie de la tarde, la Javiera Díaz no sé qué, pero
mucho menos rubia y alta. Recuerdo que llevaba un abrigo blanco, largo, uno de
esos que se ocupan en invierno, cuando hace mucho frío; así resaltaba una
enormidad en la noche. Le pregunté dónde iba, y me dijo que a Emilio Bello,
justo cerca de mi casa. Así que no le cobré (porque las mujeres debemo’
ayudarnos) y partí sin más.
»No
me acuerdo qué hablamos, pero sí mencionamos la poca empatía que tienen otros
conductores al no llevar a una mujer como ella a casa (ya fuera por pura mala
onda o porque al final de cuentas siempre terminaban violentándolas o
violándolas). Recuerdo que hablaba bajito, como si estuviera muerta de miedo,
pero hablaba al fin y al cabo. Digo esto porque cuando la miré por el
retrovisor para ver si estaba llorando o algo…, ya no estaba.
Cristian
y Fabián no sabían qué decir. Podría haber sido todo una broma (quizá uno de
esos programas donde se registran las reacciones de los pasajeros con cámaras
ocultas en el salpicadero), pero cuando la conductora rompió a llorar, supieron
que hablaba en serio.
De
pronto, incluso con las luces de los postes ubicados a la entrada de la
población iluminando nuevamente el interior del vehículo, sintieron cómo un
súbito terror les subía por el espinazo. Básicamente los amigos no creían en lo
sobrenatural, pero el relato se sentía tan real, tan cercano, que no dudaron en
su autenticidad. Era cosa de recordar un montón de otras historias en que
conductores contaban que subían gente a sus vehículos en medio de la noche,
sólo para terminar dándose cuenta que en realidad no iba nadie con ellos. Además
estaba el hecho de que al momento de subirla al colectivo, se hallaban a menos
de un kilómetro y medio del cementerio, lo que podía justificar la aparición de
la mujer como un ente inexplicable.
Fabián
intentó decirle algo para calmarla, pero no encontró las palabras para hacerlo.
Era muy difícil hacerlo a esas horas de la noche.
−En
un principio pensé que me había vuelto loca, que estaba viendo cosas que no
existían como cuando se te cae un tornillo, pero no he sido la única –dijo la
conductora, sorbiendo sus mocos con la manga de su chaleco−. A otros do’
colegas le’ ha pasado lo mismo, con la misma mujer y su mismo abrigo.
−O
sea que no sólo le ha pasado a usted –dijo Cristian.
−Claro.
O sea que no estoy loca –dijo ella, antes de doblar en la siguiente calle−.
Pero ya nunca más volveré a pasar por ahí sola, aunque no recoja a esa mujer y
no tenga por qué estar ahí, como hoy. Por eso: gracias.
Cristian,
que había sentido los efectos de la cerveza disiparse tras el relato de la
mujer, le dijo que siempre era mejor prevenir que lamentar.
Así,
ya un poco más calmada y relajada, la conductora se detuvo frente a la casa de
éste último. Cuando los dos se hallaron de pie afuera del colectivo, ella les
dijo:
−Muchas
gracias por todo, y que Dios los bendiga.
Acto
seguido, partió rumbo al centro de la ciudad en búsqueda de más rezagados
nocturnos, los que, dicho sea de paso, jamás faltaban.
−Estuvo
cuática la historia –dijo Fabián, sonriendo−. Por un rato creí que era real.
−¡Pero
si era real! –respondió su amigo−. No creo que haya inventado toda esa historia
del fantasma.
−Sólo
quería que la acompañáramos porque el otro güeón estaba muy cura’o. Debe haber
pensa’o que la iba a asaltar o algo así.
Cristian
se quedó pensativo.
−Ya,
puede ser.
−Mañana
te llamo para ver lo del carrete de la Feña –le dijo Fabián.
−O
me vení’ a buscar nomá’. No creo que salga en todo el día.
Y
dicho esto, ambos amigos se despidieron. Cristian entró a su casa (cerrando
todo con llaves) mientras que Fabián, por su lado, encaminó a la suya pensando
si su amigo René habría llegado o no a su hogar. Sólo esperaba que la cerveza
no le hubiera dañado lo suficiente la cabeza como para hacer que se equivocara
otra vez de colectivo; porque de ser así, pensó al tiempo que abría la puerta
de su casa y subía lentamente por las escaleras hasta su cuarto intentando no
meter ruido, con toda seguridad no le dejarían ir con ellos al día siguiente a
la fiesta de la Feña (ya fuera su papá o su polola quienes lo impidieran).
Fabián
pensaba en dejarle un mensaje por Whatsapp para que respondiera apenas
despertara al día siguiente, cuando una idea se presentó en su mente; parecía
su propio instinto apremiándolo a descubrir un detalle que había pasado por
alto durante el último fragmento de la noche.
El
joven se acercó a su ventana para correr la cortina azul marino que lo protegía
de los rayos del sol por la tarde. Sólo lo haría por si acaso, como siempre
antes de acostarse y asegurarse que nadie buscaba la oportunidad para entrar a
su casa por el patio.
Por
un instante creyó que la calle estaría vacía, escenario asiduo a esas horas de
la madrugada. Pero del otro lado del cristal se hallaba una mujer alta y
delgada vestida con un abrigo blanco que le llegaba hasta las rodillas. Fabián,
con el corazón paralizado, no podía verle la cara; sin embargo, cuando ella
levantó la suya, pudo darse cuenta que no tenía ojos, sino lo que parecía un
borrón oscuro, como tachaduras realizadas con plumón negro.
Fabián
creyó que se trataba de una ilusión, la idea de un fantasma injerto por el
relato de la colectivera minutos atrás. Pero cuando la mujer dio un paso en su
dirección, y luego otro, y luego otro, supo que ella jamás había abandonado el
vehículo que la había traído hasta ahí, y que ahora era su turno para prestarle
ayuda.