Pensando en lo miserable que era su vida entregando pizzas a domicilio
hasta altas horas de la noche, por un sueldo de mierda, Luis estacionó su moto
en un costado de la entrada del edificio chasqueando la lengua con aire
cansino; confirmó la dirección indicada con una rápida mirada y abrió el
compartimiento trasero de su vehículo para sacar la pizza tamaño familiar que
venía adentro. Sintiendo el fuerte golpe de su aroma penetrando sus fosas
nasales y su estómago gruñir como respuesta a ello, el repartidor le hizo señas
al guardia del otro lado de la entrada para que lo dejara entrar.
−Voy al 44 –dijo éste, haciendo un ligero
ademán hacia la pizza que cargaba. El guardia llamó al departamento en cuestión,
dijo sí un par de veces, asintiendo con la cabeza, y apretó el botón para
abrirle la puerta al primero.
−Pasa –dijo el hombre, indicando hacia
los ascensores.
Mirando su reflejo deslucido en el espejo
que cubría el interior de estos con expresión abatida, Luis esperó a que la
puerta se abriera y así poder cumplir con su trabajo lo más pronto posible.
Luego caminó por el pasillo escuchando el eco de sus propias pisadas contra las
paredes hasta dar con el departamento 44, donde tocó el timbre una sola vez y
se quedó plantado frente a su entrada dispuesto a sonar lo más aburrido y
podrido que pudiera.
Sin embargo, cuando la puerta se abrió y
dejó entrever a una mujer morena de unos treinta años, ojos verdes y rizados
cabellos hasta los hombros, Luis sintió como si una piedra cayera hasta el
fondo de su estómago. La mujer debió haberlo captado, porque sonrió mostrando
sus parejos dientes con un gesto coqueto.
−Espera, ya te abro –dijo ésta y cerró la
puerta para correr el cerrojo metálico y abrirla de nuevo−. Pasa.
Casi tropezando con sus propias y
delgadas piernas, el repartidor hizo una breve inclinación de cabeza y entró
sin mirar a los ojos a la mujer. Temía que su nerviosismo se notara en los
suyos.
−Permiso –farfulló mientras llegaba a un
ordenado vestíbulo con una mesa de vidrio al medio, un sillón negro de aspecto
mullido pegado a la pared izquierda (con un gran televisor pantalla plana y un
equipo reproductor de música ubicados al frente) y las paredes llenas de
cuadros que sólo parecían líneas de pintura hechas por un idiota−. ¿Dónde la
dejo? –preguntó levantando un poco la pizza que llevaba en sus manos.
−Encima de la mesa, ahí –indicó la mujer
después de cerrar la puerta tras ella.
Luis así lo hizo.
−¿Quieres un vaso de champaña, vino
blanco, tinto, agua, algo? –le preguntó ésta.
El repartidor tragó saliva, sintiéndose
algo tembloroso. No quitaba la vista de sus sucios zapatos.
−Agua, puede ser.
−¿Seguro que no quieres un vaso de vino,
una cerveza, algo por estilo?
Luis se dio cuenta que la mujer lo estaba
mirando fijamente desde la mesa de su cocina americana. También se percató que
sostenía una copa de lo que parecía ser vino blanco en su mano derecha. La
mujer le sonrió.
−Bueno, pues… −balbuceó el joven−, quizá
una cerveza esté bien.
La mujer dio media vuelta, abrió su
refrigerador y sacó de ella un botellín de cerveza artesanal.
−Es cero alcohol, para que no te metas en
problemas en el trabajo –agregó al ofrecérselo.
−Gracias –dijo Luis, recibiéndola−.
¿Tienes cómo abrirla?
−Sí, toma.
−Gracias.
−¿Por qué no tomas asiento?
El repartidor aceptó con un gesto.
−¿Cómo te llamas, chico?
−Luis –replicó el aludido, agradeciendo
que su nombre fuera monosílabo; de haber tenido más sílabas, de seguro que se
le notaba el temblor en la voz−. ¿El tuyo? –añadió inconscientemente.
−Mónica.
−Bonito nombre.
−Gracias.
Mónica le dio un sorbo a su vino y rodeó
la mesa que la parapetaba hasta llegar al lado de su interlocutor. Luis no pudo
evitar mirar sus piernas descubiertas cuando pasó frente a él.
−¿Te gustó la cerveza? –quiso saber la
mujer.
−¡Sí, está muy buena!
−Tú igual estás muy bueno.
Luis bebió un poco de su cerveza sin
decir nada.
−¿Me encuentras buena, Luis? –dijo la
mujer, acercándose unos cuantos centímetros.
El joven no supo qué responder. Pensó que
de seguro se trataba de una cámara indiscreta o algo así. Tal vez la cámara
estaba grabando desde el televisor, o escondida en uno de los resquicios del
reproductor de música; probablemente eran sus amigos en uno de esos programas estúpidos
que daban por la noche, animados por conductores irritantes.
−Te encuentro muy buena, sí –respondió
éste, adoptando una expresión más seria, como si confiara en las palabras que
pronunciaba.
−Qué bien –susurró Mónica, tomando otro
sorbo de su vino. Ya estaba por acabarlo−. A veces me siento un poco fea.
Luis vio asombrado cómo la mujer ampliaba
lentamente el escote de su camisa: primero apareció la línea entre sus pechos,
luego los bordes de su sostén de encaje negro.
−¿Crees que soy fea? –preguntó ella.
−No, no, para nada –se apresuró a decir Luis;
su corazón empezaba a latir cada vez más desbocado.
−¿En serio?
−Sí, es verdad. Lo juro.
Mónica
le sonrió y llevó su mano desocupada hasta la bragueta del pantalón de Luis.
−¿Te
gustaría probármelo?
−¿Qué
cosa?
−¿Que
soy bonita?
Luis miró cómo la mano de la mujer
meneaba su aparato por sobre sus jeans sin saber qué hacer. Pensó en largarse
de ahí; incluso no le importaba si la mujer le pagaba o no, aunque en ello
tuviera que poner aún más dinero del que ganaba en un día. Pero recordó la
posible cámara indiscreta que podía estar grabándolo desde quién sabía dónde.
No quería quedar como un imbécil frente a un país entero.
−¿Cómo podría demostrarte que eres
bonita? –dijo con un hilo de voz.
Mónica lo miraba a los ojos, sonriendo.
Acto seguido, llevó su mirada hasta el entrepiernas de Luis por un breve
segundo.
−Creo que ya lo estás demostrando –dijo
divertida.
El repartidor sentía su pene duro como
una piedra bajo la mano de la mujer; seguramente se refería a eso.
−Te daré una recompensa por ello –agregó
ésta, vaciando su copa antes de dejarla sobre la mesa de vidrio y agacharse
frente a Luis−. Sólo disfruta.
En menos de un minuto, Mónica ya tenía el
pene del muchacho dentro de su boca. Luis apretaba la superficie del sillón con
sus dedos, intentando no correrse de inmediato. Pensó en un gato muerto, en la
horrible mujer que aparecía en el matinal de la mañana, hasta que por fin
sintió que las ganas de acabar en la boca de la mujer se detenían por un
momento.
−Lo tienes rico –comentó Mónica,
sonriéndole mientras chorreaba saliva sobre las piernas del repartidor.
El aludido no replicó nada.
Mónica le mostró los dientes y desabrochó
los últimos botones de su camisa, se quitó su corta falda y sus delgados
calzones –también de encaje negro− y se posicionó sobre el pene de éste.
−¡Oh, qué rico, hijo de puta! –gritó al
tenerlo dentro, arrugando la cara como si hubiera chupado un limón−. ¡Qué rico,
mierda!
Luis también sentía algo parecido, pero
el temor a fallar justamente en aquél momento hizo que se concentrara todavía más
en la imagen de la espantosa mujer que conducía el matinal de la mañana.
Mónica se quitó el sostén con un ágil
movimiento y se cernió aún más sobre el reponedor, quedando ambos cara a cara.
Sus caderas se movían con una soltura propia de una deportista, sus senos se
bamboleaban siempre firmes a cada movimiento. Luis apretó sus labios,
conteniendo al máximo su respiración.
−¡Oh, qué rico tu pene, mierda! –exclamó
la mujer, saltando cada vez más rápido sobre el repartidor, produciendo un
constante sonido de cachetadas a cada golpe−. ¡Oh, hijo de perra!
Con todo lo que sucedía (con las tetas de
la mujer encima, viendo su delgado estómago con el ombligo perforado y sus
caderas moviéndose de atrás hacia adelante como un animal), Luis fue siendo
irreversiblemente consciente de la buena suerte que tenía al respecto; porque hasta
lo que él sabía, a ninguno de sus amigos, los mismos que se burlaban de su vida
de mierda y su casi nula vida sexual, les había tocado algo como lo que estaba
viviendo. Entonces se fijó en los pezones de la mujer, pequeños y puntudos a
pesar de coronar senos mucho más grandes que la media de la mujer chilena, y en
lo placentero que era tener el pene dentro de su vagina, apretada y húmeda.
−¡Me voy, me voy, me voy! –empezó a
gritar la mujer sufriendo verdaderos espasmos, arqueando la espalda, abriendo
mucho la boca. Luis tomó sus nalgas y empezó a apretarlas con energía hasta que
las fuerzas de ambos estallaron dentro de Mónica. Acto seguido, se quedaron
quietos por un rato sin decir nada al respecto−. ¡Eso estuvo muy bueno, Luis!
–comentó finalmente, sonriendo.
−Sí; estuvo bueno.
Luis se percató que un celular llevaba
mucho rato vibrando en algún punto del vestíbulo. Luis demoró otro tanto en darse
cuenta que se trataba de su propio celular guardado en uno de los bolsillos de
su pantalón, ahora en el suelo junto a sus pies.
−¡Debo volver al trabajo, maldición! –urgió
el joven, recordando de sopetón la vida de mierda que llevaba. Los autos y la
vida nocturna afuera parecieron haber vuelto a su ir y venir de siempre. Luis
había estado tan concentrado tratando de no correrse antes de tiempo, que ni
siquiera había reparado en que se hallaba en un cuarto piso con vista a todo el
centro de la ciudad−. ¡Me deben estar llamando para que vuelva!
−¿No puedes quedarte un rato más? –quiso
saber Mónica sin quitarse de encima.
−No puedo, lo siento.
−Es catorce de Febrero y no tengo a nadie
con quien estar. ¿No podrías quedarte un rato conmigo? ¡Hay pizza para comer!
−No, lo siento.
Como Luis hizo el ademán de levantarse,
la mujer se quitó con un suave movimiento, dejando su pene fláccido y mojado
como un gusano sobre sus testículos. Lo quedó mirando mientras éste volvía a
ponerse sus pantalones.
−Lo siento de veras, Mónica.
−Ya, no importa. Podemos hacerlo otro
día.
−¡Claro, cómo no!
Luis caminó hasta la puerta del
departamento seguido por Mónica, aún desnuda.
−Ya sabes: puedes llamar a la pizzería y
preguntar por mí –dijo el repartidor, sonriendo un poco nervioso−. Ya sabes mi
nombre.
−Sí, Luis –La mujer parecía un poco
frustrada.
−Lo siento, Mónica. De veras –dijo Luis
antes de abrir la puerta y salir por ella.
No fue hasta que Luis llegó al mismo
ascensor que lo había llevado al piso en el que se encontraba que comenzó a reírse
como un verdadero lunático. ¡Ya sabrían los muy malditos de sus amigos en qué
clase de asuntos andaba metido! Se despidió del guardia haciendo un alegre gesto
con la mano y volvió hasta su moto estacionada. Al subirse a ella intentó
ubicar el departamento de Mónica, pero vio sólo repeticiones de terrazas que
terminaron por confundirlo y hacerlo desistir de su objetivo.
Sintiendo el vibrar de su celular dentro
de su bolsillo (desesperado, urgido), Luis encendió su moto y se dirigió lo más
rápido que pudo a la pizzería donde seguramente su jefe le estaría esperando
para regañarlo y descontarle parte de su sueldo como siempre lo hacía con
todos. Mas si alguien hubiera visto su expresión tras el casco, con toda
probabilidad creería que tenía frente a sus ojos al tipo más feliz del mundo.
Entonces los días sucedieron uno tras
otro y Luis no volvió a saber más de la morena ojos verdes que lo había
recibido en su departamento. A veces, por las noches, tenía fe de que volviera
a hacer un pedido como pretexto para repetir lo de aquella noche, pero el lunes
se volvió martes, el martes miércoles, y el miércoles jueves, el mismo jueves
en que mientras compraba un cigarro suelto en el kiosco cerca de su casa por la
mañana, se detuvo a ver los titulares de los diarios para descubrir una extraña
noticia que le inquietó sobremanera. Sacó un par de monedas de su bolsillo para
pagarlo y se lo llevó a la banca más cercana para revisarlo mientras terminaba
su cigarro.
Luis no vio la cara de Natalia Valdivia
–ese era el verdadero nombre de Mónica− hasta que llegó a la página 10 del
diario. Ahí salía ella con sus rizos oscuros y sus bonitos ojos verdes,
sonriendo como la primera vez que la había visto por el resquicio de la entrada
de su departamento, en una foto tomada a principio de año por una de sus amigas
con la que había compartido sus vacaciones. Ésta misma declaraba en el artículo
que nunca había sospechado nada respecto a Natalia, no, de ella nada, era una
mujer buena y dedicada, soltera y todo lo demás, pero que nadie hubiera
esperado que terminara suicidándose en su propio departamento.
“Pobre −decía su amiga en una parte del
artículo−, quién hubiera pensado que tenía Sida y que eso iba a hacer que
tomara tan mala decisión al respecto, sabiendo que hoy en día hay muchas
maneras de tratar la enfermedad como cualquier otra”.
Resulta que Natalia se había quitado la
vida llenándose el estómago de pastillas para dormir. La encontraron a los días
después desnuda en el vestíbulo de su departamento con una pizza familiar a
medio comer, una copa vacía (marcada con su lápiz labial) y una botella sin
alcohol abierta frente a ella gracias a que su vecina alegaba que desde ahí le
llegaba un olor muy parecido al de la muerte y la descomposición. La Policía de
Investigaciones se encargaba ahora de las pesquisas correspondientes para
determinar quién había bebido de la botella de cerveza sin alcohol casi llena
sobre la mesa, y si habían indicios de violación o algún tipo de agresión hacia
la víctima capaz de indicar si…
Luis dejó de leer en ese mismo momento:
había estado tan enfrascado devorando el artículo, que no se dio cuenta que el
cigarro que sostenía entre sus dedos se había extinguido hasta el extremo de
llegar a quemarle sus falanges.