−¿Van este sábado a la fiesta del Martín? –preguntó Alonso, sin dejar
de mirar al piso sosteniendo los arciales de su mochila.
−Yo creo que sí –dijo
Violeta−. Aunque no tengo el regalo aún.
−¿Y tú, Ignacio?
−Lo mismo que Violeta
–respondió el aludido, sacándose el vestón del colegio de encima−. No tengo el
regalo todavía.
−Tsss, yo tampoco sé
qué regalarle. Yo creo que iremos ma… ¡Eh, mira ese perro! –Alonso apuntó hacia
un cocker spaniel que estaba unos cuantos metros más allá, mirándolos con cara
ávida al lado de la carretera; parecía estarlos esperando−.
Perritoperritoperrito –lo llamó, extendiendo sus dedos ante él.
−No creo que venga
–dijo Violeta−. Parece asustado.
−No –negó Ignacio−.
Parece que tiene hambre. Mira sus ojos, están… como brillando.
−No, no, no –dijo
Alonso, moviendo su cabeza, acercándose lentamente al animal frente a ellos−.
Quiere que lo miremos; creo que quiere hacer algo.
El perro hizo el
ademán de levantar sus largas y caídas orejas castañas.
−¿Ves? –Alonso parecía
contentísimo−. Creo que ha querido decir que tengo razón… ¡Mira, está moviendo
la cola!
Y dicho esto, el
cocker se acercó más a la carretera a su derecha para comenzar a saltar sobre
sus cuartos traseros, sacando la lengua.
−¡Tenía razón!
–exclamó Alonso, mientras sus dos amigos miraban al animal embobados, con sus
loncheras y vestones colgando a sus costados.
El perro entonces dejó
de saltar para empezar a seguir su cola, trazando el mismo círculo una y otra
vez sin parar; estaba tan enfrascado haciendo su gracia, que ni siquiera le
tomó importancia a la camioneta que pasó rozándole por el costado, tocando
violentamente su bocina.
−¡Sal de ahí, perro!
–le gritaron los tres niños al unísono, alarmados−. ¡Sal de ahí!
Pero el cocker
entendió todo lo contrario: en vez de alejarse del peligro en el que estaba,
empezó a mostrarse mucho más contento que antes, como si pensase que los niños
que lo observaban estaban felicitándolo por lo que hacía.
−¡Perro, deja de
hacer eso! –le gritó Alonso, mostrándose un poco desesperado−. ¡Ven! ¡Cuidado
con ese auto! ¡Aghhhhhh!
−Estuvo cerca
–balbuceó Ignacio, sin poder creer la estupidez del animal.
−¡No, ahí viene otro!
–exclamó Violeta−. ¡Cuidado!
Una camioneta blanca
estuvo a punto de golpearlo, esquivándolo justo a tiempo; su chofer no dejó de
tocar la bocina hasta que se perdió camino adelante.
−¡A ver, ven aquí,
perro! –dijo Alonso, acercándose lentamente con sus brazos abiertos−. Ven, no
te muevas.
El perro lo miró sin
dejar de mover su cola y se alejó aún más de su punto, faltándole apenas un par
de metros para llegar hasta la mitad de los carriles de la carretera; dos autos
estuvieron a punto de chocar por su culpa.
−¡Alonso, no! –le
gritó Violeta−. ¡Estás haciendo que se aleje más!
−¡Ya me di cuenta,
genio! –El aludido se quedó un buen rato quieto (sin bajar sus brazos abiertos)
pensando en cómo solucionar el problema que tenían en ese momento−. Perro, por
favor, no… −Un enorme jeep pasó tocando fuertemente la bocina−. Por favor, no
hagas más esto…
El perro cerró sus
ojos y se desplomó sobre el suelo súbitamente; los niños estuvieron a punto de
gritar antes de darse cuenta que el perro volvía a levantarse para seguirlos
mirando con su lengua afuera. Al cabo de unos segundos (en que otras tres
camionetas más lo rozaron sin dejar de tocarle la bocina), volvió a hacer lo mismo.
Estaba haciendo la rutina del perro muerto.
−¡Deja de hacer eso,
por favor, estúpido! –le gritó Alonso−. ¡Te van a matar!
Un automóvil lo
esquivó doblando a su izquierda, el que venía atrás lo hizo hacia la derecha;
pero el tercero de ese montón ni siquiera intentó evadirlo ni tocarle la
bocina: sólo aceleró más y más hasta pasarle por encima, haciendo que el perro
chillara horriblemente de dolor; Ignacio podía asegurar que había visto una
sonrisa en la cara de su chofer al momento de pasar frente a ellos.
−¡¡NOOOOOOO!! –gritó
Alonso, mientras Violeta se llevaba las manos a la boca, conteniendo un
graznido−. ¡¡NOOOO, MALDICIÓN, NOOO!! –El chico se acercó al perro atropellado,
deteniendo los vehículos que venían detrás; al parecer, todos se habían
percatado de lo que acababa de ocurrir−. Perro, no…
El perro, echado
sobre el suelo calentado por el sol, parecía estar en las mismas perfectas
condiciones que antes; sólo una fina línea de sangre brotando de su hocico
parecía indicar, sin embargo, toda la magnitud del daño interno sufrido por el
atropello.
Unas personas se
bajaron de sus autos, blandiendo sus modernos celulares para sacarle fotos al
animal moribundo.
−Alonso, vámonos…
−susurró Ignacio, llegando hasta su lado.
−¡No, no, aún no
muere! –Alonso, desesperado, movió al perro para demostrar que éste aún se
mantenía con vida; era como si no se diera cuenta que al pobre perro no le
quedaban más que unos cuantos segundos antes de dar su último aliento−. ¡Vamos,
perro, no mueras, no mueras, por favor!
−Alonso… −Violeta
tocó el hombro de su amigo−. Alonso… Está… Está muerto.
El aludido intentó
decir algo para negarlo, para demostrar que de verdad estaban equivocados. Pero
el brillo de los ojos del perro había desaparecido; parecía estar mirando a la
nada, con su lengua colgando afuera. Alonso entonces lo tomó entre sus brazos,
sin importarle que su vestón del colegio se manchara con su sangre.
−Lo siento, perro, lo
siento… −dijo con la voz quebrada, haciéndose el duro para no llorar frente a
las demás personas.
Ignacio le dio unas
suaves palmadas en la cabeza a su amigo sin dejar de sentir un apretado nudo en
el estómago, pensando en cómo podía haber gente tan maldita que disfrutara
quitándole la vida a un ser indefenso que lo único que quería era hacerlos
felices.