Nadie sobre la Santa María
había visto tierra firme desde hacía una semana exacta. Pero su capitán seguía
escudriñando el límite infinito del cielo y el mar con un deseo férreo,
indiferente a todas las posibilidades de no encontrar absolutamente nada por
otros cuantos días más. No le importaba, sinceramente, que la moral de su
tripulación estuviera baja, que el pan estuviera cada día más rancio y
avinagrado, y que cinco de sus grumetes presentaran claros indicios de tener
agusanados sus estómagos. No, ni siquiera le preocupaba el motín que sabía se
fraguaba en los fríos dormitorios del barco, ni que su cabeza estuviera en
verdadero peligro por culpa de su gran y arriesgada empresa.
Era pasado el mediodía, el sol
brillaba fuerte sobre el tranquilo mar aterciopelado y el aire parecía haberse
quedado completamente estancado. Nadie quería trabajar, menos con una esperanza
de gloria tan nula como la que todos los tripulantes tenían en ese momento;
todos gruñían en vez de responder, o utilizaban los golpes en vez de las
palabras. El ambiente se notaba tan tenso, que alguien podría haberlo abierto hasta
con una navaja de hoja fina.
Todos, esa tarde, se encontraban
tan ensimismados rumiando su propia rabia, que nadie se percató de que el barco
vibraba progresivamente como si una mano gigante lo estuviera agitando por
debajo del agua. Fue uno de los grumetes que se encontraba sobre la cubierta el
que advirtió el creciente movimiento. Para cuando todos le hubieron prestado
atención, incluso el propio capitán del barco, el movimiento era ya totalmente
perceptible.
Fue en eso que el trozo de cielo
encima de ellos se oscureció en menos de diez segundos; para cuando todos
hubieron dirigido su mirada a él, de éste comenzaron a salir relámpagos en
todas direcciones.
El capitán se hallaba pasmado,
sin saber qué hacer ni decir. Veía cómo los grumetes maldecían, otros gritaban,
unos cuantos se ponían a resguardo, mirando atemorizados el violento cielo
sobre ellos. Murmuró una palabrota, y movido por un acto instintivo, miró en
dirección a los otros dos barcos que los acompañaban a lo lejos, percatándose
que encima de ellos el cielo también se había tornado oscuro, despidiendo rayos
a diestra y siniestra.
−¡Capitán! −gritó alguien; mas el
capitán no pudo responderle: en ese momento, sin que nadie pudiera preverlo, un
fuerte relámpago impactó el centro de la cubierta del barco. Un resplandor
blanco los cegó a todos por unos instantes; para cuando abrieron de nuevo los
ojos, vieron que delante de ellos había un ser negro, con una cosa que
parecía un arma sobre sus manos. Todos quedaron de una sola pieza. Nadie atinó
a hacer nada. Sólo se escuchaba el gruñido de los relámpagos encima.
El ser gritó:
−¡Muéranse, hijos de puta! −y
tras apuntarlos con su arma, comenzó a dispararles ráfagas de gruesas balas a
todo quien tuviera al frente. Los trozos de carne saltaban desparramados hacia
todos lados: pedazos de brazos, cabezas, piernas.
El capitán no podía creer lo que
estaba viendo: alguien caído del cielo estaba masacrándolos a todos, sin dejar
a nadie vivo, avanzando y disparando, avanzando y disparando, riendo como un
perverso demonio oscuro.
Entonces el demonio llegó hasta
él, quedando ambos cara a cara; ahí se dio cuenta que parecía un extraño niño disfrazado,
luciendo una misteriosa y asesina sonrisa.
−Por favor, no…
−Hasta la vista, Colón y la
conchetumare −y dicho esto, el ser extrajo lo que parecía una pelota
metálica de uno de sus bolsillos y se la metió a la fuerza por la boca,
quebrándole un par de sucios y corroídos dientes; acto seguido, y sin que el
capitán pudiera evitarlo realmente, el demonio le quitó la anilla a la pelota y
se marchó, volviendo al punto exacto en el que había caído. Desapareció antes
que el capitán explotara en mil pedazos y la cubierta resultara con graves
daños en su estructura, dejándola prácticamente partida en dos.
Luego de eso, el cielo volvió a
aclararse, el mar continuó siendo infinito y América nunca fue ensuciada por
ningún extranjero.