Por un momento se sintió
capaz de hacerlo, de dar el primer paso dentro de la casa –su propia casa– y
comenzar todo de nuevo; mas la soledad y el gélido silencio con el que fue
recibido le hicieron nublar los ojos, formar un áspero nudo en la garganta, y
retroceder hasta la pared a su espalda. Todo a su alrededor subrayaba la
ausencia de alguien perdido, recientemente extrañado: las fotos, las
decoraciones de diferentes gustos, los cuadros, los colores, la posición nueva
que ahora tenían sus cosas.
Carlos intentó mantenerse fuerte, evitar correr tras sus
familiares y sus promesas de ayuda y apoyo. Desechó la idea con un ligero
manotazo al aire y siguió avanzando, arrojando sus llaves sobre la superficie
del mueble más cercano.
La luz del crepúsculo próximo se filtraba por las
ventanas superiores y Carlos no supo qué hacer; se sentó a la mesa y se quedó
ahí, meditabundo, con la sensación que un abismo se abría frente suyo, entre
ese silencio voraz que lo rodeaba todo.
A lo lejos se escuchó un auto doblando una esquina, y
Carlos supo que con toda seguridad se trataba de sus familiares, su papá, su
mamá, su hermano, su tía, los más cercanos; pensó en todo lo que debían estar
hablando sobre él en ese mismo instante, en toda la conmiseración y lástima que
debían sentir por su culpa, y se aborreció por todo lo que estaba provocando en
ellos.
Se llevó una mano a la cara, buscando fuerzas para
sostenerla y no dejarla derrumbarse en el fondo de sus tribulaciones, en ese
torbellino iracundo que no dejaba de gritarle que estaba solo, que ya no había
nadie a su lado.
Una prima se había acercado a Carlos durante el velorio,
y achispada de vino como estaba, con tono que a él le pareció enigmático –al
menos en un comienzo–, le dijo que mejor pensara en buscarse otra, que en
realidad era una persona joven y que su vida podía rehacerse con una rapidez
que, ejem, ejem, incluso le daba mucha envidia. Carlos pensó por un momento en
tomarla del cuello, decirle que se fuera a la mierda, gritarle que se fuera a la mierda, gritarle groserías hasta que
rompiera en llantos, pero sedado por los acontecimientos como estaba, sólo
asintió y gorjeó alguna basura como por toda respuesta.
Y fue como si la rabia contenida de aquel momento, el
arrebato de ese corto lapso en que su inconsciente quiso clamar lo que su
consciente no podía, estallara por fin de manera inevitable, libre de las
ataduras impuestas por el impacto de los sucesos, por la desconexión que
sufrían aquellos que sentían en el fondo del corazón las pérdidas irrevocables
de los que necesitaban a diario.
Los primeros en estrellarse contra el suelo fueron los
floreros de la estantería a la derecha de Carlos, una verdadera cascada de
vidrios que llenó el suelo de esquirlas y agua; luego siguieron las copas y
vasos del pequeño bar de la pared aledaña, continuados por varias botellas de
vino y whiskey a medio vaciar. Acto seguido, Carlos se echó al suelo y comenzó
a llorar como no había podido hacerlo hasta ese momento, en solitario, sin
nadie que lo estuviera mirando; lo hacía porque después de todo le había
interceptado el golpe de la realidad en pleno vuelo entre sueño y sueño,
dándole a entender de forma violenta que ya no existía nada que pudiera hacer
para devolver a Sofía a este mundo, entre sus brazos, entre esas paredes que lo
rodeaban y ahora parecían cernirse sobre su cuerpo cada vez más y más pequeño.
No había una segunda oportunidad, naturalmente, las cosas
habían terminado sin ningún aviso previo, y cuando las cosas acababan así,
particularmente, siguiendo su orden demarcado en la línea del tiempo que lo
regía todo, alguien siempre resultaba dañado de gravedad. Pues nadie se espera
que la diversión concluya de manera inesperada, es lógico, nadie cree que las
nubes ocultarán el sol en pleno día de verano. Pero sucede, y eso Carlos ahora
lo sabía a la perfección.
El joven tanteó el suelo encontrándose con un montón de
trozos de vidrios y charcos de alcohol, mas no pudo corroborar a qué objeto
pertenecía cada pedazo que tocaba, puesto que las lágrimas anegaban sus ojos como
si se tratara de un horrible caso de cataratas. Carlos manoseó la idea de tomar
cualquier cosa y darse cortes en los brazos a lo loco, rebanar lo que fuera con
tal de quitar el funesto dolor que llevaba encima. Pero le fue imposible; con
asco, reconoció que era incluso más débil de lo que pensaba, y eso le hizo
sentir mucho peor.
Adónde se iba todo, adónde se iba todo cuando la historia
finalizaba y ya no quedaban más actos por interpretar. A la mierda, intentó
decir Carlos, pero la voz no logró salir de sus entrañas.
–¡A la mierda! –dijo una vez más, con fuerza, y entonces
el propio sonido de su voz le trajo de vuelta con cierto regocijo, como si
hubiera escuchado aquellas palabras con la cadencia de otra persona, como si
después de todo no estuviera solo ahí en casa.
Pero lo estaba. Los muertos no revivían como en los
libros y la Biblia: no, los muertos se quedaban bajo tierra, enterrados hasta
convertirse en el mismo polvo del que nacían y bla, bla, blá, amén.
Carlos restregó sus ojos y se incorporó costosamente,
temiendo producirse ahora un corte en alguna de sus manos con los desperdicios
del suelo. Sintió un terrible vuelco en el estómago al ser consciente del
estrago innecesario que había producido con sus pertenencias, las pertenencias
en otrora de Sofía, su querida Sofía.
¿Qué iba a hacer ahora sin ella? Carlos pensó que dejar
pasar los días era la mejor opción, permitir que la existencia transcurriera
lenta, lánguidamente, y los días se fueran calmadamente del calendario, con los
restos de su querida Sofía a cuestas hasta sacarla por fin de su cabeza. Pero
luego de tantas experiencias juntos en tan poco tiempo, supo que aquello podría
ser imposible; probablemente llegara a viejo y padeciera de una enfermedad
mental degenerativa antes de olvidarse por completo de su persona. Y es que
alguien como ella era muy difícil de ignorar, con su carácter extrovertido y
analítico, siempre teniendo una palabra y una respuesta para todo, con sus
canciones por la mañana y sus lecturas por la noche. Carlos pensaba que como
ella no podría haber otra igual, y eso le dio aún más pena, lo hizo sentir más
solo que nunca.
Así, pensando en que ordenaría todo el desastre provocado
al día siguiente, Carlos se dirigió a su cuarto –porque ahora lo correcto era
decir que era su cuarto– hallándolo
ordenado, tal y como lo había dejado Sofía antes de marcharse a su trabajo y…,
bueno, morir atropellada por aquél hijo de puta. Carlos no había estado ahí
desde el accidente: sus padres creyeron que sería una mala idea que su retoño
durmiera en la misma cama de su fallecida esposa, más por creencia que por algo
sentimental, por lo que no dudaron en acomodarlo en su antigua habitación de
soltero hasta que todo el asunto del entierro hubiera pasado; sin embargo,
aquello no había ayudado en lo más mínimo: ahora se encontraba de cara con una
escena del pasado, una imagen estática que parecía seguir una línea histórica
en que Sofía no había muerto, una en que Sofía había ido a trabajar, almorzado
junto a sus colegas traductoras, y en la que ahora se encontraba camino de
regreso a casa para tomar onces junto a él, ver una película echados en el
mullido sofá del living, hacer el amor cuando perdieran el interés por ella, y
leer, leer, leer hasta que ya fuera pasada la medianoche y se despidieran hasta
el día siguiente, haciendo el amor otra vez antes de apagar las luces del
cuarto y sumirse en la oscuridad y las imágenes difuminadas de sus sueños.
Pero Sofía no regresaría jamás: había visto su cuerpo
magullado y pálido descansando sobre la camilla de una fría habitación llena de
otros cadáveres esperando ser reconocidos, había visto su hermoso rostro del
otro lado del cristal del ataúd que la llevó
bajo tierra, de ahí de donde nunca más podría volver.
Carlos, ante todo, no pudo reprimir sus ganas de llorar nuevamente
y querer desvanecerse, desaparecer de ahí, del planeta, y así olvidarlo todo.
El joven se sentó en un borde de la cama y se llevó las manos a la cara para
ahogar sus sollozos. Al principio pensó que alguien lloraba con él, en otra
habitación de la casa, pero se percató que sólo era él y su deseo, su necesidad
de sentir alguien a su lado, o al menos en el mismo entorno en el que ahora se
hallaba totalmente desolado.
Se restregó los ojos con el dorso de su mano, abriendo el
borroso campo visual que tenía al frente, y miró a su derecha: ahí, sobre la
cama y doblada en cuatro partes, se encontraba el chaleco que Sofía siempre
vestía cuando andaba en casa, uno rosado y deshilachado en muchos puntos que le
había pertenecido a su madre. Carlos lo quedó observando por un buen rato sin
saber qué hacer; en un comienzo sintió un leve acceso de temor, como si al
tocarlo pudiera desencadenar una serie de eventos paranormales que jamás lo
abandonaría por el resto de sus días, pero tras pensar lógicamente, toda
sensación desagradable fue destituida por un mar de melancolía que a Carlos le
pareció una verdadera puñalada en su pecho. Era consciente a cada segundo que
transcurría que Sofía no regresaría jamás, que se había transformado en eso: en
algo que ya no podía ver, ni oír, ni tocar, ni besar nunca más.
Carlos tomó el chaleco rosado y se lo llevó a la cara,
sintiendo la dulce fragancia que emanaba de él. Nunca más podré volver a sentir
este olor, pensó con amargura, nunca más podré sentirlo. Sabía que no había
tecnología capaz de revivir un detalle como aquél; y si bien podía llevarse a
la nariz el mismo perfume que ocupaba Sofía cuantas veces quisiera, jamás
podría dar con esa mezcla del olor entre su sudor seco por las mañanas y su
esencia limpia de las noches. Por lo mismo pensó que debía racionar el olor que
aún permanecía en su ropa, olerlo de vez en vez para recordarla y dejar sus
cosas, sus pertenencias tal cual, hasta que por desgracia todo rastro suyo se
borrara de ese lugar y la realidad volviera a caer sobre sus hombros.
Aún había luz de día afuera; la hora del crepúsculo se
acercaba dispuesta a manchar todo con sus delicados y oscuros tonos anaranjados.
Pero Carlos tenía sueño, sentía que el sopor y el cansancio por fin le vencían.
Se quitó los zapatos, los pantalones, la camisa y la ropa interior con
lentitud, como si no pudiera hacerlo a otra velocidad que esa, y se metió
dentro de la cama, arrebujando su rostro en el chaleco rosado de su esposa. Aún
olía como ella por las mañanas al despertar ambos sin ánimos de trabajar ni
seguir con la rutina; aún olía como ella cuando se levantaba por las noches
para ir al baño entre sueño y sueño; aún olía como ella y Carlos pudo por fin
sentirse tranquilo. No dejó de pensar en que Sofía regresaría esa misma noche,
o tal vez mañana, hasta que se quedó dormido a la hora en que el sol comenzaba
a sumergirse lentamente en el horizonte, allá lejos.