Historia #240: Reflejos

Luego de lavarse los dientes y chequear que todo seguía en orden dentro de su billetera (efectivo, tarjetas, pasajes…), Luis le dijo a sus amigos que estaba listo.
            −Vamos –anunció éste, y René y Juan, sus amigos que le llevarían hasta el aeropuerto, asintieron y se levantaron de sus asientos para marcharse antes que se hiciera demasiado tarde.
            René, que era el dueño del departamento donde se estaban hospedando los tres, cerró la puerta tras de sí mientras los demás llamaban, con impaciencia, al ascensor del nivel más cercano al que se encontraban, terminando por esperar más de veinte segundos por la llegada de uno. Juan marcó el botón del primer piso, pero para cuando los amigos iban a la altura del cuarto, Luis se dio cuenta –llevando su palma hasta su rostro− que había olvidado su saco de dormir en el living del departamento de René.
            −¡Güeón, mi saco de dormir! –dijo apremiante, y René marcó el número del piso de su departamento sin perder un segundo. Juan no dejó de reír en ningún momento por la oportuna mala memoria de su amigo.
            Una vez se abrieron las compuertas del ascensor frente a ellos, los tres amigos se dirigieron pasillo arriba con rapidez; René sacó sus llaves del bolsillo e insertó la indicada en la puerta de su departamento sintiéndose un poco extraño.
            −La puerta –dijo escuetamente−. La dejé con llaves.
            −¿Y? –quiso saber Juan.
            −Ahora no tiene –aseguró René, a la vez que abría ésta con facilidad.
            Y cuando Luis pensaba que todo se debía a un error de mala memoria producto de la urgencia, del otro lado del umbral había otra persona que le parecía imposiblemente familiar.
            −¿René? –preguntó éste, extrañado, contemplando a un René que vestía igual que su amigo a su lado, pero que sin lugar a dudas no era el René que conocía.
            Los dos Renés se quedaron mirando, boquiabiertos, tratando de encontrarle algún sentido a lo que sucedía.
            −¿Quién… qué eres tú? –preguntó el René que encontraron dentro del departamento, muerto de miedo.
            −Soy René –dijo el René que había bajado con sus amigos por el ascensor−. Soy yo, el René ori-gi-nal…
            Luis notó algo raro en la voz de su amigo y lo miró tratando de no perder de vista al René que tenía al frente. El René a su lado empezó a temblar con fuerza, como si estuviera sufriendo un ataque; acto seguido, sus ojos se pusieron blancos y comenzó a botar espuma por la boca de una manera alarmante.
            Sus amigos ahogaron una exclamación al tiempo que veían como el rostro de su amigo empezaba a derretirse, como si su piel no fuera otra cosa más que cera o manteca, dejando al descubierto un cráneo metálico lleno de cables.
            −¡¿Qué mierda?! –exclamó el René frente a ellos, palideciendo.
            Pero nadie lo entendía en verdad.
            Entonces llegaron sus amigos, Luis y Juan, y la escena volvió a quedar paralizada, con el René de cráneo metálico botando espuma, temblando y lanzando una verborrea inentendible e interminable.
            −¡Pero qué mierda! –dijeron el Luis y el Juan que habían descendido por el ascensor, sintiendo cómo el terror se apoderaba de sus músculos y extremidades, siempre punzante.

            Luis sintió un fuerte dolor de cabeza que intuyó como parte de la conmoción. Pero al notar que algo húmedo se escurría por su cara (como la cera, como la manteca derretida), supo que él también había caído bajo el efecto de un raro sortilegio o falla en la existencia que llevaban hasta ese momento. Le bastó presenciar cómo el rostro de su amigo Juan, a su izquierda, desaparecía dejando al descubierto el mismo cráneo metálico de René, para saber que para él también todo estaba acabado.